A pesar de la dosis, que me volvía atento y verborrágico, todo lo demás acerca de esa noche es película en blanco. Y ahora estoy sentado en mi cama del Hotel Montevideo, tratando de recordar. El sol ha caído sobre la ventana condenada y el malvón colorado persiste en la escupidera, con la contundencia de lo que es real, incluso en La Dormida, aquí, en la oscuridad de la pieza. Yo, por el momento, soy intocable. Un hombre sin memoria es como un dibujo animado, supongo: no existe. Y mientras me desnudo, la voz aguda de Woody concluye que la distancia más corta entre dos puntos no es una recta, no es una recta, no es una recta; es el olvido absoluto.