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Vaselina

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Por Graciela Scarlatto

CAPÍTULO VII

De cómo llegué a La Dormida solo tengo ráfagas, espasmos de recuerdos y escenas inconclusas. Mi costado hostil, Woody Woodpecker, y un ardor en las orejas, una fuerza muscular que puja en los hombros y en el trapecio del pecho. 

El boliche de Mendoza se llamaba California y son, por ejemplo, las tres de la mañana. Barrido en primer plano, despacio. En la barra me parece ver a Walter Lantz, el tipo que salía en los créditos del Pájaro Loco y que odié toda la infancia porque no alcanza, con esa aparición de medio perfil y esa cuota final de realismo, para justificar la existencia de Woody Woodpecker (o la mía, si vamos al caso; como si hiciera alguna falta justificar la existencia). Estoy por decírselo a la mesera, pero no puedo encontrarla. A continuación, las mesas. Vacías a excepción de unas pocas. 

En una esquina neutral, cercana al escenario, me veo repantingado en la silla con las piernas estiradas y un vaso en la mano. Un cubo de hielo descompone la luz roja de un spot y a través de ese prisma miro con un ojo a la cantante. Tiene un aire a Janis Joplin, pero es flaca; de manera que a esta sí le puedo perdonar que desafine. Mesa de al lado, pareja de batracios según se desprende de la actividad lingual explícita. Cuando pasa, la mesera queda pegada y entonces ellos piden Bloody Mary. 

A pesar de la dosis, que me volvía atento y verborrágico, todo lo demás acerca de esa noche es película en blanco. Y ahora estoy sentado en mi cama del Hotel Montevideo, tratando de recordar. El sol ha caído sobre la ventana condenada y el malvón colorado persiste en la escupidera, con la contundencia de lo que es real, incluso en La Dormida, aquí, en la oscuridad de la pieza. Yo, por el momento, soy intocable. Un hombre sin memoria es como un dibujo animado, supongo: no existe. Y mientras me desnudo, la voz aguda de Woody concluye que la distancia más corta entre dos puntos no es una recta, no es una recta, no es una recta; es el olvido absoluto. 

En el California la cantante desafina Cry Baby y una rubia dice: 

–¿Me dejás sentar acá? 

Le confieso que no. Tiene como diecisiete. Pelo largo y camperita de cuero encima de lo que podría ser nada más que un corpiño. “No hay onda, le digo, otro día”. Ella dice te invito una cerveza y se sienta como si alguien le hubiera dado permiso. Es linda y se tiene confianza, piensa que todo es divertido. “Te voy a manosear todo el tiempo las tetas”, le advierto. 

Lo siguiente que escucho es “librería Gloria”. “Mercería, pilchas, kiosco”. La rubia trabaja en mi entrepierna y yo voy conduciendo. Me doy cuenta de que estoy corriendo una picada en un tramo que llaman “curva del diablo”. Eso significa que venimos de los boliches de arriba, como a noventa por el camino que baja de la montaña. Lo siguiente que recuerdo no tiene mucha conexión con lo anterior. “Librería Gloria”, dice Woody en mi cabeza. “Mercería, pilchas, kiosco”, digo yo. 

Voy por la calle Paso de Los Andes, leyendo carteles. Tengo a la rubia sujeta por el cuello con la corbata. Pienso qué pasaría si aprieto hasta asfixiarla del todo y me siento en la gloria. Ya no vamos por el camino de la montaña. Hemos bajado al centro, por San Martín, y ahora estamos a una cuadra de la terminal y la bailanta Marielita. 

La música suena a cinco mil watts de potencia. La pista es de concreto, todas las mesas están corridas contra la pared y la gente baila en el lugar, sin mucho espacio para moverse. Pero el conjunto parece acumular la energía de una estampida de toros con cotillón de por medio: guirnaldas, cornetas, serpentina. Mi costado vil hace un recorrido general: mucha mujer venida a menos. Mucho negro con sunglasses y algunas pibas lindas. En el fondo me siento en la cima y quiero agarrarme a trompadas. Quiero violarme a Marielita. 

Me acompaña una chica con una matraca. No es la rubia de la corbata. Esta es rellenita y muy baja; le digo buscá tragos, petisa, dale, bailemos, ¿y la rubia dónde está? Afuera, dice la petisa, con el patovica. Cómo afuera. Con el forzudo que cuida la puerta, te dije, dice la chica. Vamos a ver. No quiero. Dale vamos, te digo. Andá vos. Má sí, morite vos y el urso ese, conchudo. 

Me llevo por delante varias parejas. En la puerta busco a la rubia, pero solo veo a los tipos de la vigilancia. Me voy al humo sobre el primero que encuentro, un ropero de dos metros, con manos de boxeador y zapatillas Nike. Tiene gel en el pelo y una revista El Gráfico en el bolsillo de la chaqueta de Jean. “Dónde está la rubia”, pregunto. “Frená, chabón, que no se puede pasar”. Una pequeña multitud se amontona en la vereda. Alcanzo a ver una maraña de colores chillones formando un círculo. Cuando me aproximo distingo la campera de la rubia, tirada en el suelo. Un par de metros más allá está el cuerpo, de boca, el brazo estirado hacia atrás y el dorso de la mano sobre el pavimento. Descalza. 

Dos policías acordonan la zona. No puedo hacer nada, ni darme a conocer ni salir corriendo. ¿Yo hice eso? ¿La maté? No puedo recordar nada, sólo siento que el pánico sube como ácido a mi garganta. Entonces vuelvo a entrar a la bailanta despacio pensando en la corbata, en el olor acre del baño que ahora quema el tabique de mi nariz y en el coraje que me abandona, como a Fuji en el décimo round, como tantas otras veces. 

Estoy en el baño de hombres de la bailanta, con los pantalones húmedos y la pija en la mano. Las piernas me tiemblan. Un reguero de sarro colorado baja por la loza del mingitorio hasta la boca de drenaje, que gotea en el piso. La parte superior de la pared está cubierta de grafitis; la inferior, de un verde militar, se cae en costras de pintura que van a dar a las baldosas de linóleo. Podría ser el baño de un hotel de mala muerte, de un hospital. Pero conozco este lugar, es el primer piso de la terminal de ómnibus. En los 90 había sido, sucesivamente, patio de comidas, feria de artesanos y mercadito del tipo “todo por dos pesos”. Ahora funciona la bailanta Marielita. 

Alguien insulta y golpea la puerta. En uno de dos cubículos un hombre arrastra flemas con la garganta y escupe. Hay chicle pegado a las baldosas y papel higiénico sobre el piso mojado. Puedo escuchar las puteadas: alguien intenta forzar la puerta, sin suerte. He puesto el cerrojo principal y también he trabado el cubículo de la derecha. Después advierto que llevo la corbata en el bolsillo, anudada, y noto que he perdido todo mi dinero. En la pista de la bailanta suena Yellow Bikini con ritmo de salsa. A oscuras, en mi agujero, soy un cascarudo. 

Busco en el pantalón mi provisión de vaselina: algo para subir, pastillas para el descenso. (Así pibe, que todo resbale, no te dejes pegar, dice Woody, en mi cabeza). La nueva dosis no alcanza. Nunca alcanza. Estoy solo y a oscuras, o casi, rodeado de desperdicios y una alegre cumbia villera. Y entonces la puerta cede y me sacan a los golpes. Pedazo de mierda, qué hacés con la puerta cerrada. ¿Tenés plata? ¿Tenés merca? Les confieso que no tengo. Y lo siguiente que sé es que despierto magullado en un ómnibus donde un tipo va y viene pidiéndonos boletos. 

–¿Boletos? –dice el tipo. 

Y yo miro por la ventana, desconcertado, un paisaje que desfila hacia atrás mientras el recuerdo de esa noche se superpone a los espinos, a la jarilla de esta tierra vacía que parece dormida y que sin embargo hierve de hormigas coloradas y de bichos canasto. De lagartijas en las piedras y cascarudos destinados a la negrura de un hoyo en el desierto. 

Graciela Scarlatto

 

Nació en Mendoza, en 1963. Ha cursado estudios de Filosofía en la Universidad Nacional de Cuyo y en la UBA, en Buenos Aires, donde vive actualmente desde el 2000. Dirigió en Mendoza el espacio de arte Artaud y trabajó como creativo publicitario. Es editora. Ha publicado el libro de poemas “Ciclo Lectivo”, Mono Sabio, Málaga (2004) y participó en varias antologías, entre ellas “Cine de Papel”, APIV, Valencia, (2000). En 2021 publica, en Ediciones del Dock, Buenos Aires, el libro de poemas «Clepsidras en la lluvia«. Ediciones Simurg publica su novela «Vaselina» en Buenos Aires (2021).

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