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Heidegger

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PRIMER PREMIO

Esta ausencia forma parte de la costumbre 
de Heidegger de no ver las cosas ahí donde 
ellas están y de buscarlas donde ellas 
no se encuentran.

Néstor Luis Cordero,
Siendo se es.

Por Matías Javier Alinovi

Foto de Digne Mille-Markovicz

Es decir, el hombre se había retirado para saber si, lejos y solo, sería capaz de escribir. Despejar esa hojarasca inacabable que venía siendo la dilación de todo propósito de escritura. Le habían prestado la casa –los dueños debían unírsele en algunos días–, y aunque sabía que el bosque era una entidad romántica que no existía más que en los libros –o en el cine, era verdad, pero a través de la astucia de los planos–, lo que veía ahora a través de la ventana, sentado en la mesa que había elegido para escribir –o para pensar en escribir–, bien podía ser considerado como un bosque. Recordó que Heidegger tenía un libro cuyo título era ¿Qué es pensar?, y que también se había retirado a una cabaña solitaria a escribir, o a pensar. O a escribir sobre el pensar. O a pensar en escribir sobre el pensar. En ese momento, el hombre vio que un perro lo miraba fijamente a través de la ventana.

Era un perro lobuno, surgido de la profundidad del bosque, con ese aire remitente propio de los animales que aparecen. El hombre salió de la casa y la rodeó. Del otro lado, el perro lo esperaba sentado, en la misma actitud de la ventana. Vení, dijo el hombre, con la fruición apocopada con que se habla a los animales. El perro no obedeció. El hombre, entonces, repitió muchas veces la orden, en un código intermitente de golpes de aire y de silencio que quería ser la proyección de una confianza. No la alcanzó, sin embargo, y el animal, con morosidad elocuente, se levantó y giró hacia el bosque: allí, cerca de la casa, no tenía nada que hacer. El hombre, apenado por esa actitud, supo obedecer una pulsión nominativa y gritó: Heidegger. El perro se detuvo para girar la cabeza, quedó suspendido un instante y se acercó mansamente.

El hombre había invocado, efectivamente, el nombre del filósofo alemán, sin duda porque había estado pensando en él, y era a través de aquel apelativo, y no de otro, que se había entendido con el perro. Pero lo cierto es que si hubiera habido un testigo que, fortuitamente, se encontrara en aquel claro del bosque presenciando la escena, y al que, llegado el caso, se le hubiera preguntado por el nombre del perro, esto es, por el modo en que el hombre lo llamaba, ese testigo habría podido decir entonces que el perro se llamaba Jaide, según creía, y la fuente más bien incomunicable de su vacilación habría sido una sombra de aire proyectada tras las dos sílabas del nombre, como el último estertor de un centrifugado de erres.

En los días que siguieron el hombre quiso escribir, pero el propósito no sabía sostenerse entre las actividades preliminares que lo alejaban del momento inconcebible en que redactaría una primera oración. Hacía café, disponía el cuaderno y los lápices, buscaba unos almohadones para la silla, perseguía corrientes de aire, corregía los desequilibrios de la luz. Esperaba, en realidad, el momento en que Heidegger apareciera en la ventana para poder salir de la casa y emprender juntos largas caminatas por el bosque.

Y Heidegger aparecía. Siempre antes del mediodía. Y el hombre saludaba la regularidad de aquella aparición con una alegría renovada, como si nunca fuera capaz de preverla: ahora sí podía salir, abandonar la casa, dejar de pensar en escribir. El cuaderno y los lápices quedaban sobre la mesa; la taza de café, vacía, perdía pie en el sentido; los almohadones se descalibraban sobre el asiento, movidos por el impulso ciego del hombre que alejaba la silla. Y afuera el bosque era siempre el mismo. Y Heidegger también. Y aunque a veces, durante la travesía, el hombre se apartaba de la senda que se le iba indicando a la distancia, por la que Heidegger avanzaba al mismo ritmo, y estimulado por la más inmediata de las curiosidades vagaba distraído entre árboles cuyos nombres ignoraba, pronto volvía al derrotero principal sin que aquellas deserciones dejaran en su ánimo una huella más profunda que la de los pájaros en el aire.

Una mañana, mientras hacía café, volvió a buscar la taza que había quedado en la mesa desde el día anterior. Era temprano. El sistema de las dilaciones lo amparaba todavía contra el horizonte compacto de su necesidad. Al levantar la vista, sin embargo, vio a Heidegger en la ventana. Traía algo en la boca. Cuando el hombre lo miró a los ojos, como para alcanzar una primicia remota que le permitiera entender mejor, el animal se inclinó, en un gesto de infinita cortesía. El hombre no se movió y Heidegger volvió a levantar la cabeza porque ya le ofrecía lo que le había traído: una mano.

Una mano de hombre. Una mano amputada. Una mano sucia, o de uñas sucias y algo largas, que podría haber estado trabajando la tierra cuando el infortunio la cercenó. Al hombre lo repugnó, primero, que la palma hubiese quedado hacia arriba, y que una cierta concavidad natural, entre la protuberancia de la base del pulgar y el arco de los dedos juntos, le diera un aire aborrecible de estar pidiendo algo. ¿Qué quería? Pero Heidegger la empujó con el hocico y la mano rodó sobre la tierra para exhibir el dorso. El giro la volvió imperativa. El índice, que ahora aparecía separado de los otros dedos, tal vez en virtud de una rigidez que la convexidad disimulaba mal, apuntaba hacia adelante, como conminando a una tarea. ¿Qué quería? Era la actitud propia de las manos que no se miran: ésas que, al final de un brazo rígido, se sostienen en el aire unos segundos, agotados los argumentos, para doblegar, con la tensión y en el silencio, la renuencia circunstancial de alguien inferior. Aunque aquí faltara el brazo, desde luego. Y las indicaciones anteriores.

Y a través de aquellas faltas, el sentido. ¿Qué debía hacer? El hombre salió de la casa y se acercó a la mano. Heidegger no se movió, lo miraba agitado, buscando aire con la lengua: había cumplido su tarea. ¿Qué hiciste?, le preguntó el hombre, ¿qué es esto? (¿Se habían formulado alguna vez preguntas más retóricas que aquellas? Sin duda). La cercanía permitía ver detalles nuevos: la piel reticular, reseca, las profundas marcas paralelas de los nudillos, las uñas dispares, todo indicaba una cierta edad de la mano.

Por pudor, por temor, el hombre evitó examinar la sección amputada. Imaginaba complejidades venosas, nerviosas, musculares que le harían sentir una segura repugnancia. La actitud de Heidegger era ceremonial: una suerte de severo guardián de aquel tributo. El hombre volvió a entrar en la casa y revisó los últimos cajones de la cocina: en algún lugar había visto una pala de jardinería. No la encontró. Volvió junto a Heidegger, que no se había movido del lugar, y bajo su quieta vigilancia cavó un pozo rectangular, de unos treinta centímetros de largo y unos veinte de profundidad, al que hizo rodar la mano con la punta recelosa de una cuchara. El mango le transmitió la sensación más sorda de la carne.

En los días que siguieron el hombre quiso escribir, pero a las actividades preliminares, que siempre sabían alejarlo del momento de la redacción, se agregaba ahora una inquietud general por el devenir de unos acontecimientos que le habría costado trabajo encadenar: Heidegger, el pozo, la mano. Desde la ventana veía la tierra que él mismo había removido: se iba asentando. Y aunque siempre salía a caminar por el bosque, ahora las travesías se alargaban cada vez más. A veces deambulaban hasta tres horas entre los árboles. Ya habían cruzado rutas desiertas y ondulantes, habían remontado los lindes de otras secciones más oscuras de aquel bosque interminable, habían descansado en los claros de luz oblicua. El hombre volvía cansado a la casa que le habían prestado, se preparaba algo para comer, lo compartía con Heidegger, dormía largas siestas.

Y por eso, tal vez, no lograba dormir de noche. Y se levantaba. Y andaba por la casa sin saber qué hacer. Y a veces salía a ver la luna, pero sin internarse en el bosque, porque Heidegger, a esa hora, no estaba.

Una noche en que daba vueltas en la cama, el hombre se levantó e hizo café, y con la taza en la mano caminó en la oscuridad hasta la mesa en que escribía. Se sentó. Abrió un cuaderno de hojas lisas, blancas, cuya textura apreció por primera vez, y le sacó punta al lápiz que más le gustó. Afuera, a través de la ventana, no se veía casi nada: apenas los matices de una oscuridad compacta. Pero sobre el escritorio la luz alta y sesgada de la luna iluminaba la hoja, y sobre la hoja la mano, cercenada por la sombra, empuñando el lápiz, deslizándose sobre el papel, anotando signos, que serían palabras, que serían ideas. De madrugada, el hombre se fue a dormir.

Cuando despertó, el cuaderno seguía allí. Abierto sobre la mesa que había elegido para escribir, junto al lápiz, reducido, y las guirnaldas encrespadas de madera laminada que no había tenido tiempo de juntar. Fue hasta la cocina a hacer café y volvió a la mesa para poner orden. Acomodó los lápices, juntó las guirnaldas, limpió la tabla de madera, azotó los almohadones. Antes de cerrar el cuaderno pasó, de pie, algunas páginas, como a la distancia y procurando que los ojos no se detuvieran a leer lo que estaba escrito: vio palabras que no entendió –podía ocurrirle con su propia letra al primer vistazo– y otras cuyo significado desconocía –como si arrastrado por la fiebre nocturna y expresiva hubiera debido apelar a neologismos que a la luz del día se revelaban como ajenos. Vio largos trazos que cancelaban oraciones enteras, que emergían entre líneas en versiones corregidas. Decidió concluir el examen de aquel trabajo que, en su transporte, tenía que aparecer como de otro y abrir la ventana para que la atmósfera se renovara. Entonces vio que, afuera, la tierra estaba removida.

En surcos que convergían radialmente hacia el lugar en que había enterrado la mano. Heidegger: no cabía otra posibilidad. Habría escarbado en la tierra. Luego, obedeciendo un instinto, había cubierto el pozo. ¿Se había llevado la mano? ¿O había querido constatar que seguía ahí? ¿Tenía sentido? El hombre perdió el tiempo hasta que Heidegger apareció en la ventana y pudo salir a reconvenirlo: ¿qué es esto?, ¿qué hiciste? Una mansedumbre inmanente y estatuaria dimanó desde la inopinada animalidad de Heidegger sobre el mundo entero y se volvió escudo reflector de cualquier conato de censura sin siquiera dejar la memoria del agua del rebote. Juntos, una vez más, los dos entraron en el bosque.

El hombre ya se distraía, como siempre, alejándose de la vía principal para deambular entre árboles cuyos nombres ignoraba, pero ahora, cuando volvía al derrotero que se le iba indicando a la distancia, veía a Heidegger más adelante, detenido en algún recodo del camino, mirando hacia el punto en que sabía que el hombre debía reaparecer, como si quisiera decirle algo, o mejor, como si entre aquel nuevo celo en la constatación y la mansedumbre de antes se fuera dibujando el mensaje verdadero que quería transmitirle.

Pero no había mensaje, y el hombre se internaba todas las mañanas en el bosque, siguiendo a Heidegger, descansaba algunas horas desde el final de la tarde, escribía por las noches. Había terminado un primer cuaderno, y luego otro. Como no tenía un tercer cuaderno –la producción había superado la previsión más optimista– había seguido escribiendo en papeles que encontraba en los cajones de la cocina, que eran para el escriba como el barco de Robinson para Defoe. Una madrugada, al irse a dormir, después de una larga sesión de escritura –nunca le dolía la mano, era curioso: en otras épocas debía interrumpir la redacción manuscrita porque algún tendón de la muñeca lo torturaba–, el hombre recordó que ya habían transcurrido tres semanas desde su llegada a aquel refugio en medio del bosque y que, al otro día, los dueños de la casa, sus amigos, debían unírsele, en una cita concertada hacía tiempo. ¿A qué hora llegarían?

Al día siguiente, hacia la media tarde, los amigos del hombre –una pareja afable, culta, acomodada– entraron en la casa. Llamaron a su amigo, alegres, por su nombre, pero nadie respondió. Entonces pensaron que tal vez había salido a dar una vuelta, o que había ido hasta el pueblo, a comprar algo. Pero como el auto del hombre estaba allí, cerca de la casa, entendieron que la única posibilidad era la caminata. Esperaron, tranquilos, hasta que anocheció. El amigo no aparecía, de modo que emprendieron un registro algo más minucioso de los distintos ambientes. Sobre la mesa que el hombre había elegido para escribir, encima de una pila de cuadernos y papeles, encontraron una nota que no habían visto antes. O mejor, la habían visto, sí, pero no le habían dado importancia: como estaba escrita en alemán habían creído que se trataba de una cita que el hombre habría recogido para utilizarla luego en algún texto. Faltos de cualquier otro indicio, sin embargo, y como la noche era ya definitiva, juntos, de pie, en la cocina, los amigos del hombre intentaron una traducción. Les costó algún trabajo. La nota decía: Salgo a enterrarme en el bosque. El giro era curioso, desde luego, pero ya era tarde, los dos estaban preocupados, no conocían bien el idioma que traducían, y por eso no lo habrán notado.

Matias Javier Alinovi

Licenciado en Ciencias Físicas en la Universidad de Buenos Aires. Es autor de Historia de la energía y de Historia de las epidemias, en la colección Estación Ciencia de editorial Capital Intelectual.  También de Historia universal de la infamia científica, por Siglo XXI. Publicó las novelas La Reja, (Alfaguara) y  París y el odio, por la editorial Entropía, con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes. Escribió para niños, El secreto de Borges, publicado por Pequeño Editor. Este año, 2021, ganó el segundo premio en el concurso del Fondo Nacional de las Artes con el libro de cuentos La paradoja de los gemelos y otros cuentos.

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