Durante muchos años, los martes y los jueves fueron mis días preferidos de la semana. La razón era muy simple: esos dos días, a las cinco de la tarde, “había cancha”. Así les llamábamos a las prácticas de fútbol. Si el día anterior había llovido y todavía quedaba un poco de barro en las calles del pueblo, o si el cielo estaba cargado de nubes y anunciaba tormenta, en la escuela por la mañana nos preguntábamos con preocupación si habría cancha. “¿Habrá?” “Ojalá que sí”. A nosotros no nos importaban el frío, ni el sol, ni la lluvia, ni el viento, ni mucho menos el barro: ahí estábamos, siempre puntuales en “el poli” a las cinco, esperando que don Negro abriera su cuartito de utilero, se colgara el silbato y nos alcanzara las pelotas y las zapatillas –espores les decía él– para empezar a jugar. Don Negro Malatesta fue nuestro primer entrenador. Generaciones enteras de chicos de Hernández aprendimos a jugar al fútbol gracias a él. Don Negro nos enseñó la diferencia sustancial entre una comba y un chanfle (hoy nadie usa esas palabras, pero para nosotros fueron imprescindibles) y por qué el cabezazo de pique al suelo descoloca al arquero; nos explicó cómo poner el cuerpo para cuidar la pelota, las reglas básicas del juego, nos hizo querer el fútbol. Pero sobre todo, don Negro nos enseñó a jugar en equipo, no le gustaba que hiciéramos gambetas de más ni que buscáramos destacarnos solos. “Toque, toque”, era su frase de cabecera. El verdadero fútbol era más toque y menos gambeta; más pasarla al pie del compañero y buscar el claro para volver a pedirla que trasladarla solo durante treinta metros; menos yo y más nosotros. No era simpático don Negro, pero era absolutamente ecuánime. Aunque sabía quiénes eran los mejores, nunca hacía favoritismos: los dos mayores del grupo elegían compañeros y siempre había lugar para todos, todos podíamos jugar y pasarla bien. Estoy seguro que don Negro habría detestado, por ejemplo, a un jugador como Cristiano Ronaldo, ese tipejo fibroso que festeja solo los goles como si los compañeros estuvieran pintados. O a Robert Lewandowski, que va a jugar un Mundial con Polonia y está más preocupado en celebrarse a sí mismo que en colaborar con el equipo. Nosotros aprendimos con don Negro que los triunfos y las derrotas son de todos y que los goles se festejan abrazando a los compañeros, no haciendo rostro para la tribuna. (Reparo en lo que acabo de escribir y pienso que este tipo de afirmaciones suelen confundirse con estados de ánimo de personas nostálgicas que tarde o temprano terminan levantando banderas reaccionarias, pero creo que se puede ser objetivo a la hora de contrastar ciertos hábitos y prácticas de un tiempo con otro y llegar a la conclusión de que se prefiere aquello, sin por eso renegar por completo del presente o considerarlo un espanto, aunque a veces lo sea, o querer vivir para siempre en la burbuja de los recuerdos).
La única excepción a esos martes y jueves de religiosa puntualidad y presencia fue junio del 82, el mes del Mundial de España. Ese Mundial es el primero que recuerdo con claridad; es decir, tengo más que dos o tres fotos borrosas en la memoria, es una emoción ya, y ansiedad –puedo verme comiéndome las uñas frente a la tele–. Yo estaba en segundo grado, iba a la escuela en el turno tarde y el horario de salida era a las 17. A esa hora exacta empezaban los partidos, así que yo salía, corría tres cuadras por el bulevar central hasta el terreno del ferrocarril –cortaba campo para llegar más rápido– y luego hacía un pique final por Rocamora hasta la esquina de mi casa. Cinco y diez de la tarde estaba sentado frente al Philco de 17 pulgadas comiendo pan con manteca y mirando Francia/Túnez o Dinamarca/Uruguay. Después, cuando terminaba el partido, o posiblemente antes, cuando escuchaba los primeros rebotes de la pelota en la plaza, me asomaba a la ventana y veía que mis amigos ya estaban ahí, me ponía volando los botines y cruzaba la calle. Los que según el documento de identidad se llamaban Luciano o Jorge, y a los que habitualmente llamábamos el Bola, Caneco o Polilla, se peleaban ahora para ver quién era Michael Laudrup, Elkjaer Larsen, Emilio Butragueño, Rumennigge o Paolo Rossi. No necesitábamos nada, ni pociones ni varitas mágicas, bastaba con invocarlos y ya éramos ellos. La magia estaba de nuestro lado. Yo en ese momento estaba fascinado con el alemán Pierre Littbarski, un mediocampista con gol pero no muy fachero, lo que me evitaba problemas a la hora de elegir porque casi nadie quería ser Littbarski. Los nombres más disputados de ese Mundial eran los de los daneses y los de un par de italianos, Bruno Conti y Paolo Rossi, más algún defensor de esos bien ásperos que ellos saben fabricar.
Años después, cuando ya éramos adolescentes un tanto apáticos y afectos a la noche, entrenábamos los sábados a las diez de la mañana con la quinta división. Yo estudiaba en la ciudad de Crespo, así que la del sábado era la única práctica semanal que podía hacer junto a mis compañeros de Hernández, y no podía faltar. Pero tenía quince, dieciséis años, y tampoco me quería perder la diversión, ni la –aunque remotísima– posibilidad de ligar unos besos. Así que hacía todo lo posible por no volver tan tarde ni tan borracho a mi casa, y el sábado mamá me despertaba, me servía un café bien cargado y un desayuno potente y a la media hora ya estaba listo para empezar a correr. En quinta ya no éramos un equipo de chicos del pueblo, sino un grupo de amigos que jugábamos juntos al fútbol. Los amigos que tengo hoy, más de treinta años después, son los mismos que entraban a la cancha conmigo esos días, a fines de los años 80. Nuestro técnico de la quinta división era Bochi Zuázaga. Bochi perfeccionó lo que habíamos aprendido con don Negro, nos enseñó a pensar el juego, a entender que el fútbol es mucho más que correr atrás de una pelota y patearla más o menos bien, y que si fuera solo eso, no tendría demasiado sentido. Nos hizo comprender que hay que usar el cerebro para tener sentido de la ubicación (propia y ajena), de la pausa, y si es posible nociones de estética y de física, es decir: no tirar pelotazos sin sentido, desplazarse en la cancha con cierta elegancia, jugar con la pelota pegada al pie, dar pases precisos para no malgastar energía y evitar lesiones, cabecear con los ojos abiertos, leer el juego del contrario y adelantarse a sus intenciones, como en el ajedrez. Nos enseñó, en definitiva, que a la hora de jugar al fútbol la inteligencia (léase picardía, astucia, cálculo, concentración, estrategia) es tanto o más importante que el estado físico.
Ganamos muchos partidos con la quinta, y años después, en segunda división y con el mismo plantel, perdimos una final por penales que hasta el día de hoy nos duele.
No soy un fanático enfermo del fútbol y menos aún un entendido, no tengo problema en reconocerlo, pero me gusta, y sé qué tipo de fútbol me gusta, que no es cualquier equipo ni cualquier partido ni cualquier liga, no me quedo mirando solo porque la pelotita esté rodando, menos por obligación, miro solo si el partido me parece bueno, no me siento comprometido con ninguna causa, no temo que el cosmos vaya a desintegrarse porque me levanto de la silla y dejo por la mitad un partido que me estaba haciendo bostezar.
Cuando me pregunto por qué me gusta tanto este deporte, la respuesta que encuentro va mucho más allá de porque me parece hermoso y tiene como regla principal el capricho de jugarse con los pies: en mi caso es una fuente inagotable de recuerdos y de amistad. Creo, como Camus, que si algo bueno tengo se lo debo al fútbol. “Todo lo que sé sobre moral y sobre las obligaciones de los hombres lo aprendí jugando al fútbol”, dijo él.
Vaya este pequeño homenaje para dos de mis técnicos de la infancia y juventud, y a través de ellos también a todas las personas que nos enseñaron, sufrieron y festejaron con nosotros, y en especial a mis amigos y compañeros con los que alguna vez entré a la cancha y defendimos juntos la camiseta de Cultural de Hernández.