Años después, cuando ya éramos adolescentes un tanto apáticos y afectos a la noche, entrenábamos los sábados a las diez de la mañana con la quinta división. Yo estudiaba en la ciudad de Crespo, así que la del sábado era la única práctica semanal que podía hacer junto a mis compañeros de Hernández, y no podía faltar. Pero tenía quince, dieciséis años, y tampoco me quería perder la diversión, ni la –aunque remotísima– posibilidad de ligar unos besos. Así que hacía todo lo posible por no volver tan tarde ni tan borracho a mi casa, y el sábado mamá me despertaba, me servía un café bien cargado y un desayuno potente y a la media hora ya estaba listo para empezar a correr. En quinta ya no éramos un equipo de chicos del pueblo, sino un grupo de amigos que jugábamos juntos al fútbol. Los amigos que tengo hoy, más de treinta años después, son los mismos que entraban a la cancha conmigo esos días, a fines de los años 80. Nuestro técnico de la quinta división era Bochi Zuázaga. Bochi perfeccionó lo que habíamos aprendido con don Negro, nos enseñó a pensar el juego, a entender que el fútbol es mucho más que correr atrás de una pelota y patearla más o menos bien, y que si fuera solo eso, no tendría demasiado sentido. Nos hizo comprender que hay que usar el cerebro para tener sentido de la ubicación (propia y ajena), de la pausa, y si es posible nociones de estética y de física, es decir: no tirar pelotazos sin sentido, desplazarse en la cancha con cierta elegancia, jugar con la pelota pegada al pie, dar pases precisos para no malgastar energía y evitar lesiones, cabecear con los ojos abiertos, leer el juego del contrario y adelantarse a sus intenciones, como en el ajedrez. Nos enseñó, en definitiva, que a la hora de jugar al fútbol la inteligencia (léase picardía, astucia, cálculo, concentración, estrategia) es tanto o más importante que el estado físico.