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Mi amor por los rusos

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Por Dani Piazzolla

León Tolstói y Máximo Gorki (foto de Sofia Tolstói) 

Llegué a leer a Dostoievski siendo adolescente. Papá me prestó “Crimen y castigo” y ahí mismo supe, sosteniendo el libro pesado, que se trataba de un amor para siempre: Mi amor por los rusos.

Continué leyendo libros del mismo autor, a medida que iba enamorándome de Fiodor. Leí su biografía, muy recomendable, de la mano de otro ruso, Henry Troyat y de alguna manera sentí que entendía entonces el porqué de los tugurios, el vodka, la falta, el sudor y el frío, por cierto que la vida del escritor de ”Los hermanos Karamazov”, supera en dolor cualquiera de sus obras.

La sensación de leer literatura rusa podría describirse así: un hombre se te acerca, y con una mueca que promete un saludo, te agarra del hombro con su mano izquierda, sigue el gesto amable en el rostro, se acerca más y te clava la hoja de una navaja justo debajo del esternón, mientras te mira a los ojos, el puño llega a golpearte el pecho y no sentís más que tu interior partiéndose desde el centro; desgarra y duele, pero la sonrisa del que escribe sigue intacta y uno continúa leyendo a pesar de la navaja que ya está dentro.

Así llegó Máximo Gorki, para apuñalarme, con el título “La madre”, comencé la lectura en medio del encierro de una cuarentena infinita. Me puse a rebuscar en mi biblioteca, donde acumulo cientos de libros, entre los que tengo una colección que heredé de mi Nona, tanteando los lomos, me preparé para los tiempos que venían. Elegí de esa tanda: “Los miserables”, de Víctor Hugo; “La Madre”; y otros libros más que apilé contra mi pecho y trabé con el mentón para llevar en equilibrio a mi mesa de luz.

Aplaudí de pie al finalizar los dos tomos de la obra del gran Víctor y enseguida de Francia, me fui hacia el este, a Rusia… y pasó, fue leer la primera página y el cuchillazo: ”En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas.” Luego unos párrafos más adelante: “La fábrica se había tragado una jornada más, y las máquinas habían succionado de los músculos del hombre cuantas fuerzas necesitaran. El día habíase borrado de la vida, sin dejar rastro alguno; el hombre había dado un paso más a la sepultura.”

Así arranca la novela; un tratado político, filosófico, psicológico, donde resalta el personaje principal, una madre que para ser madre tiene que tener un hijo, pero que al mismo tiempo se vuelve madre de todos y cada uno de los personajes; y así la vemos a ella prender el fuego durante los encuentros en los siempre helados inviernos en Rusia, es ella la que hace el caldo, la que ofrece una manta, y hasta medias calientes, brindando un espacio para que las cosas sucedan. Primero pasiva observando, los abraza a todos y a todo, sin saber más que de amor, sin saber más que el idioma del cuidar y de proteger como sea, para luego sufrir esa transformación que toda buena novela siempre sabe ofrecer y es que de mujer encerrada, golpeada y sumisa pasa a ser heroína y nosotros, los lectores, somos testigos.

Durante la lectura el genio de Gorki te muestra hechos, te empuja para que veas, sin dar en ningún momento retóricas, te mete en medio del hambre, la desesperación y de repente estás, como lector, agobiado y con ganas de lucha. Quisieras, mientras leés, tomar la mano de ella que de repente se encuentra haciendo lo que nunca imaginó que podía hacer, ser; es, sucede, se suceden los acontecimientos y la euforia te lleva con ella, analfabeta, a salir por amor, a moverse por su hijo, los hijos; y así dar pelea.

Termino el libro sabiendo que mi amor por los rusos, necesita de una larga vida: la mía. Espero vivir hasta los cien años, solamente para lograr leerlos a todos y todo.