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María Rosa Lojo: Creo que escribir es como actuar

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Su obra puede ser impúdica, académica, fantástica…

Por Claribel Terré Morell

Foto: Sara Faccio

María Rosa Lojo (Argentina 1954) reúne en sí agudeza, sensibilidad y cultura. Entre sus obras figuran cuentos, microficciones, novelas, ensayos, investigaciones y entre ellas vale resaltar: Canción perdida en Buenos Aires al Oeste,  La princesa federal, Finisterre, Todos éramos hijos, Solo queda saltar, Historias ocultas en la Recoleta (con Roberto Elissalde), Amores insólitos de nuestra historia, Cuerpos resplandecientes. Santos populares argentinos y  El libro de las Siniguales y del único Sinigual, álbum ilustrado, en co-autoría con la artista visual Leonor Beutel.

Traducida al inglés, francés, italiano, gallego, tailandés y búlgaro y a la lengua thai, Lojo es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, ingresó al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, donde llegó a ser Investigadora Principal. Actualmente es directora académica del Centro de Estudios Críticos de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía, Letras y Estudios Orientales de la Universidad del Salvador (Buenos Aires) y Profesora Titular de la misma Universidad. Ha recibido numerosos premios y distinciones.

El año pasado publicó, “Así los trata la muerte”, uno de los éxitos editoriales en Argentina, al igual que anteriormente lo fue “Historias ocultas en la Recolecta”, otro de sus libros que tomó el mismo escenario: un cementerio. Un hecho totalmente circunstancial que nada tiene que ver con la pandemia y los miedos que llegaron con ella pero que amigó a sus lectores con la idea de la finitud.


 

El pasado es otro planeta…, dijo usted en una entrevista en el año 2013. Ahora cuando comienza el 2022 quiero preguntarle ¿para usted qué es el presente?

¡Sí! Ahí llevé a un punto extremo una idea que formuló el escritor británico L.P. Hartley, autor de relatos de fantasmas y ficciones distópicas, cuando dijo: “The past is a foreign country; they do things differently there”. Y le añadí un matiz: que es otro planeta, pero siempre habitado por seres humanos.

Si comparamos la forma de vida actual en Occidente con la de épocas pasadas, hay cosas que sentimos (con alivio) como inconcebibles. En el siglo XVI la Inquisición quemaba personas supuestamente para salvar al mundo del mal de sus herejías o de prácticas tan “abominables” como la homosexualidad. Y no hace falta ir tan lejos: todavía en la primera mitad del siglo XX las mujeres en nuestro país (y en otros) no podían votar y no tenían los mismos derechos que los varones. Esto no significa que las prácticas brutales o la discriminación hayan desaparecido o vayan a desaparecer, aunque se enfoquen sobre otros objetos. Es que antes éramos humanos y lo seguimos siendo ahora, para bien y para mal. Las distopías actuales, literarias o no (basta ver Black Mirror) son muy pródigas a la hora de imaginar un porvenir donde el lavado de cerebros o el aplastamiento y la negación de toda disidencia, sean habituales. Por otro lado, también podemos encontrar motivos de añoranza hacia los diferentes tiempos pasados.

Una serie noruega que se está dando ahora: Beforeigners (Los visitantes) muestra con mucha imaginación, inteligencia y un ácido sentido del humor, la convivencia (en una Noruega más o menos contemporánea) de gente que proviene de diversos estratos temporales (desde la Edad de Piedra o los tiempos vikingos al siglo XIX). Muchos no se resignan a la inexplicable migración que han sufrido y tratan de “reconstruir” su antigua vida en el mundo actual. Hay neoluditas, militantes antitecnológicos, por ejemplo, que se visten y viven como en una granja decimonónica. O chamanes y chamanas con una considerable capacidad de diagnóstico y predicción, que siguen convocando creyentes en su magia. Uno de los méritos de la serie es que permite ver cómo se parecen la antropología y el estudio de la Historia, cuánto tienen en común. Si retrocedemos en el tiempo, aun dentro de la misma geografía, siempre vamos a encontrarnos con otro horizonte cultural. Los viajeros del pasado son migrantes que llegan sin ser esperados, desde otras culturas. Lo hacen por mar, como los “ilegales” de la actualidad, y a veces mueren en el viaje. Uno de los puntos de discusión, en la serie, es hasta dónde vale su derecho a ser diferentes, cuál es el límite de tolerancia de la sociedad de acogida, por lo general bastante incómoda con sus propios ancestros.

El planeta del pasado, lo percibamos o no, es la plataforma que dio origen al presente, a los presentes. No desapareció. Sigue estando ahí: latente, negado o inquietante, inevitable, siempre en demanda de ser reinterpretado, tal como ocurre en nuestro devenir individual. Nos atraviesan continuamente recuerdos, pulsiones, temores, anhelos. Dialogamos con los muertos y con nosotros mismos en diferentes momentos de nuestra existencia, así como nos proyectamos hacia el porvenir. También ese futuro aparece como otro planeta al que vamos a llegar. Y el presente es un puente colgante, un frágil espacio de transición que se modifica sin cese: un lugar donde, más allá de nuestra conciencia, están todos quienes fuimos, y donde van emergiendo todos los que seremos. De ese difícil equilibrio pende el hilo de nuestra identidad.

¿Cuál es su recuerdo más lejano?

Dos situaciones, en cierto modo opuestas, vuelven a menudo. Una de ellas se despertó con la pandemia; tiene que ver con el encierro. Yo debía de ser muy chica y no me dejaban salir ni al jardín, porque había un peligro. Claro que no comprendía entonces de qué se trataba, pero después supe que era la epidemia de polio, contra la que no había vacunas disponibles todavía. Seguramente fue el brote de 1956, cuando yo tenía dos años.  

Otro recuerdo, en cambio, lo tuve siempre a mano. Aprendí a leer precozmente, mucho antes de la escolarización. Siempre tuve curiosidad por los libros, los dibujos, los textos impresos, y mi abuela Julia me enseñó las primeras letras. Pero no me bastaba con eso. Quería una mesa personal, proporcionada a mi tamaño, para realizar esas actividades apasionantes: leer, escribir, dibujar. Una “mesa de escritora”. La pedí a los Reyes Magos y me la dejaron sobre los zapatos que puse en el patio, un 6 de enero. Mi felicidad total quedó reflejada en una foto que me tomó mamá. La tengo todavía en el escritorio, para recordarme que, pese a todos los sinsabores y desalientos, la capacidad de crear aporta a la vida una intensidad imborrable. Incluso publiqué un texto sobre ese momento para la revista Escritores del mundo (Retrato de la artista antes del jardín de infantes, por María Rosa Lojo – Escritores del Mundo)

María Rosa con su primer mesa de escritora

¿Todo merece ser contado?

Si estamos hablando de literatura, lo que importa nunca es el “qué”, sino el “cómo”. El acto más trivial puede llevarnos hacia mundos complejos: baste pensar en todo lo que desencadena la famosa “magdalena de Proust”. Si pensamos en las novelas de Javier Marías (yo lo veo como un Proust posmoderno), son textos en los que la acción exterior es mínima, pero las resonancias interiores, las ramificaciones y los encadenamientos simbólicos, resultan riquísimos. No hay nada que no pueda transformarse en hecho literario. No hace falta centrarse en “grandes acontecimientos”. No es más importante narrar las guerras napoleónicas en el campo de batalla (León Tolstoi) que contar la vida en las casas y salones de las clases medias y altas en la campiña inglesa a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX (Jane Austen). Los dos son magníficos escritores y, por cierto, también Tolstoi se ocupó de los salones. Una de las muchas cosas que demuestra el Ulysses de James Joyce es justamente que todo abona la literatura: lo metafísico, lo poético, lo costumbrista, lo escatológico. Su novela, además, transcurre en un día común y corriente de una vida humana. Nuestro Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, desde su propia propuesta estética e ideológica, sigue un camino similar.  

Cuentos, novelas, poemas, microficciones…. ¿dónde se siente más cómoda?

En todas estas modalidades formales y expresivas. Tomar una u otra depende de mis necesidades y deseos. Y unas suelen insertarse en otras. Las imágenes poéticas son a menudo disparadores de mis narraciones. Y dentro de mis novelas hay poemas en prosa. Encontrarlos sería un juego interesante para lectores. Y desde ya, lo ha hecho parte de la crítica.

Su escritura puede ser impúdica, académica, fantástica… ¿Le agrada lograr tantas voces diferentes? ¿Cómo organiza su trabajo? ¿Cree en la inspiración?

Me encanta esa definición y estoy de acuerdo con ella. La vida tiene muchos registros y planos, es coral, y no puedo menos que escuchar sus voces múltiples, sus diferentes inflexiones. Quienes escribimos somos un canal por donde fluyen los matices de ese inmenso coro. Me gusta mucho hacerlo, lograr ese efecto. Es una gran apuesta, un ejercicio de virtuosismo. En mi último libro, Así los trata la muerte, que mezcla lo histórico, lo fantástico, lo sobrenatural, reuní personalidades, voces y mundos tan dispares como los de la trágica enamorada de nuestra historia, Camila O’Gorman, el irresponsable playboy Macoco Álzaga Unzué o el heroico jefe de bomberos José María Calaza. Me resulta fascinante componer esa diversidad. Quizá se deba a mi amor por el teatro. No soy dramaturga, pero sí he leído y leo teatro. También actué durante la adolescencia. Y creo que escribir se parece mucho a actuar. Nos tenemos que meter en nuestros personajes, entender cómo funcionan, por qué dicen lo que dicen y hacen lo que hacen. De lo contrario, a nadie le parecerán verosímiles. 

Creo absolutamente en la inspiración, provocada por el trabajo, y sostenida por él. En el caso de la poesía suele ser más imprevisible. Un destello que abre una fisura, casi un milagro de revelación y gratuidad, que hay que recibir y pulir. En los libros de narrativa, que normalmente tienen un proyecto básico primario, acostumbro a hacer muchas lecturas previas y simultáneas. Esas lecturas son como palitos que se friccionan para encender el fuego. Cuando menos lo pensamos, salta la chispa. Esa chispa, o esa inspiración, me lleva a cruces que no son comunes.

Vuelvo al último libro. Primero pensé en una obra que trabajara sobre las vidas de personajes enterrados en el espacio común del cementerio de la Recoleta, tal como había hecho en Historias ocultas en la Recoleta, veinte años atrás. Pero después se me cruzó el verso de Jorge Manrique, sobre cómo la muerte nos da igual trato a todos los humanos y pensé que sería muy atractivo imaginar qué tal les va a esos fantasmas en el más allá, con qué clase de trasmundo se tropiezan. Luego, a medida que me metía en las historias, pensé en las afinidades o los contrastes que podían vincular a esos personajes con otros que no estaban en el cementerio; se me ocurrieron diálogos entre sujetos que habían vivido en siglos distintos: Camila y la monja medieval Eloísa, amante y esposa del clérigo Abelardo, Dominguito Sarmiento y Vicki Walsh, José María Calaza y el emperador Nerón. O en el mismo siglo, pero sin haberse visto nunca, como Mariquita Sánchez de Thompson y la emperatriz Eugenia de Montijo. O que se reencontraban con quienes conocían en la tierra, como les pasa a Lucio V. Mansilla, a Victoria Ocampo, a Macoco… Todo eso emerge en un brainstorming y es la eclosión creativa. Así funciona la mezcla inaudita propia de las metáforas vivas que nos hacen mirar todo desde otra perspectiva. Pero antes y después estuvo el trabajo: preparar el terreno para que la usina se ponga en marcha y luego seguir trabajando sobre esa conexión.

 ¿Hay algún tema tabú en su literatura?

No que yo sepa. No siento, al menos conscientemente, inhibiciones o prohibiciones a la hora de escribir. Si no escribo sobre algo es porque no me interesa como materia literaria, porque no me siento involucrada o motivada, porque creo que no es un tema para mí. En inglés hay una frase muy gráfica para definir eso: “it’s not my cup of tea”. Esto no se contradice con lo que dije antes en cuanto a que cualquier tema puede transformarse en literatura. Creo que en efecto es así, pero con el escritor o la escritora que decidan elegirlo.

La mayoría de los escritores que entrevisto me dicen que les da miedo ser cursi. ¿Usted siente lo mismo?

Ante todo, ¿qué es ser cursi?, podríamos preguntarnos. Tengo bastante cuidado con esa calificación porque muchas veces se la ha usado de manera sexista. Se habla de una escritora cursi con bastante más frecuencia que de un escritor cursi. No olvidemos que la vanguardia martinfierrista llegó a considerar cursis, ridículas, a grandes poetas como Alfonsina Storni, que puso en primer plano las experiencias, pasiones y sentimientos desde una fuerte mirada de género, desnudando la subordinación histórica a la que la condición femenina estaba sometida; a muchos les parecía “cursi” lo que vivían y sentían las mujeres, solo por el hecho de ser tales.

Dicho esto, creo que todos tenemos miedo a caer en el cliché, en el lugar común, en la fórmula reiterativa. O sea, en las antípodas de la literatura artística, que siempre es desafío y creación.

Hay muchos estudios que hablan sobre su obra. ¿le condiciona este hecho a la hora de comenzar un nuevo libro propio?

Siempre me conmueve que, habiendo tantos escritores en el mundo, todas esas personas se hayan dedicado a leer y estudiar mis libros y les hayan consagrado desde artículos hasta tesis doctorales. Siempre les estaré agradecida. Muchas lúcidas observaciones me dieron conocimientos sobre mí misma que antes no tenía. Pero es algo que sucede post factum. Nunca empiezo un libro pensando qué van a decir los críticos sobre lo que hago. Eso me paralizaría.

¿Cómo surgieron estos dos libros que a su vez están entre los últimos publicados? Hay un estilo propio, digamos que Lojo, que los hace interesantes desde el mismo título. Quiero decirle también que todos los títulos de sus libros son buenos. No es algo muy común: Así los trata la muerte, o Cuerpos resplandecientes. Santos populares argentinos.

Ante todo, tantísimas gracias por lo del estilo y por lo de los títulos. El estilo es primordial, desde ya: literatura es esa escritura que marca una diferencia, que agrega valor, que es en sí misma un valor. En cuanto a los títulos, les doy mucha importancia: me insumen un gran trabajo y una paciente espera de inspiración acertada. El título suele ser lo último que pongo. Y lo pienso tanto porque, como diría Borges, es “la cifra” de un libro: su condensación, lo que lo representa esencialmente. No soy tramposa con eso, me esfuerzo para que el título se justifique y por supuesto, para que les abra puertas atractivas e invitadoras a quienes entren desde ese umbral. En cuanto a los que menciona:

Así los trata la muerte: se me impuso una vez que estuve decidida a plantear la posvida, el escenario del trasmundo. Y le di una vuelta de tuerca, porque la idea no es solo sostener que todos nos morimos, por encumbrada que sea nuestra posición en la tierra (como dice Manrique), sino que cada quien encuentra después lo que de alguna manera se construyó desde acá.

El otro: Cuerpos resplandecientes, creo que surgió a la luz de las velas de los santuarios, meditando el contraste entre esos humanos torturados y sufrientes (los cuerpos siniestros, victimizados, heridos, como suelen ser los de los santos y santas populares) y su esplendorosa resurrección en el culto que les tributan sus fieles.

Un tema como el amor es tratado en reiteradas ocasiones por usted desde la ficción pero también desde la realidad y desde la historia. ¿Le es fácil hablar de amor?

L ‘Amor che move il Sole e l’altre stelle”: con este verso termina La Divina Comedia, nada menos. El tema es inevitable, surge y resurge en los imaginarios, como fundamental experiencia humana y modelo del mundo. La idea de que el amor (divino o humano) es la fuerza poderosa que sostiene el cosmos o que da sentido a la vida de los individuos, recorre desde los grandes clásicos hasta el último culebrón. Si eso produce o no buena literatura, depende del tratamiento que se le dé. Cuanto más se reitera un concepto cultural, más arduo es encontrar una nueva manera de escribir sobre él desde otra perspectiva. 

En el prólogo de Amores insólitos (reeditado en 2019) me ocupé del nacimiento histórico del amor-pasión como ideal que ha subsistido hasta hoy, y que proviene de las cortes provenzales en el siglo XII (por eso se lo llama “amor cortés”). Un amor exclusivo, recíproco, capaz de sobreponerse a todos los obstáculos y prohibiciones, que es a la vez elección y predestinación. Podremos cuestionar esa idea del amor como absoluto, pero es indudable la nostalgia secular humana por la completud,  la unidad primordial, el paraíso perdido, la unión de los opuestos. Ya está en los mitos universales y en los diálogos platónicos. Esa búsqueda adquiere una tensión particular cuando las partes que se atraen y que se unen son, como los términos de una metáfora vanguardista, aparentemente incompatibles y dispares. En esa clase de historias (y de amores), no pocas veces trágicos y fallidos, tanto como son arriesgados, se detiene este libro.  

Nunca escribí lo que se llama “novela sentimental” en el sentido de aplicación de fórmulas. El amor es variado, imprevisible, sorprendente; también decepcionante.  Mis novelas y cuentos, o la lírica, transitan por muchas de sus formas. En el volumen que mencioné se juega con casos particulares de amor-pasión que existieron a pesar (y quizás a causa de) las asimetrías y las interdicciones.  

En una entrevista le preguntaron sobre cómo pensar lo femenino y usted dijo: “No tengo una sola idea sobre lo femenino, ni me parece que se reduzca a una “esencia”. ¿Sigue pensando lo mismo?”

Sí. Creo que hay mujeres, no “LA” mujer. Que podemos compartir una biología y/o un género, pero eso no anula las individualidades, aunque sí podemos sentirnos unidas en una experiencia común de subordinación histórica, pero precisamente para salir de ella. Existen muchas maneras de ser mujeres: me rehúso a pensarme como mujer a partir de estereotipos normativos. Me parece muy irritante cuando esto se aplica a la literatura; hay una gran diversidad entre las escritoras, tal como la hay entre escritores varones. No considero que ninguna “esencia inmutable” determine esos estereotipos y los justifique.

¿Cómo se lleva la académica con la escritora?

Se trata de dos prácticas complementarias que ejercí siempre. Nunca consideré que una función obstaculizase la otra. Al contrario, se han realimentado y promovido mutuamente. Y, aunque las dos son vocaciones, la investigadora por lo general becó a la escritora. No porque los sueldos de investigación sean magníficos. Pero son sueldos, ingresos estables que la literatura en la inmensa mayoría de los casos, no proporciona.

¿Cree que las redes sociales se han convertido en depositario de la estupidez colectiva?

Así como se vuelca la estupidez, que es una característica humana, se vuelcan otras más interesantes. No demonizo las redes. Informan, difunden y contactan, son el lenguaje de estos tiempos. Desde ya, también fungen como vehículos del narcisismo exacerbado y de la trivialidad; pueden conducir a la adicción o a la desdicha por la comparación continua con otras vidas que parecen mejores que la nuestra. Pero ese es un viejo sentimiento: el pasto del vecino siempre es más verde, dice el refrán. Las redes no son ni tan malas ni tan buenas. Depende del uso que les queramos dar.  

¿Cuál ha sido la última fake new que se creyó?

No suelo creerme fácilmente fake-news. El largo entrenamiento como investigadora me instaló en la “hermenéutica de la sospecha”. Cuando escucho algo siempre pienso primero quién lo dijo, desde dónde, me pregunto por qué, busco las fuentes. Este proceso de análisis al menos me preserva de la credulidad inmediata. 

 ¿Qué piensa del lenguaje inclusivo?

El lenguaje es una creación colectiva. Si bien las academias de la lengua establecen su normativa, es siempre sobre la base previa de un uso mayoritario, que por eso se considera lo “normal”. Los grupos ilustrados no tienen potestad para imponerlo desde afuera por sí mismos, aunque los movilicen, en este caso, convicciones que comparto y que he plasmado siempre en mis libros de ensayo y de ficción, al hacer visibles las diversidades sexuales y sus agencias en la Historia. Pero la morfología del español se ha construido históricamente de esta manera. Por supuesto la ideología patriarcal que organiza la sociedad ha incidido en ese proceso histórico y en la naturalización del género masculino como representante del universal humano. Esta ideología dominante puede cambiar; ya lo está haciendo. En la medida en que ese cambio se expanda y encuentre el eco social adecuado, también el lenguaje irá a la par. Todavía no podemos saber bien cómo ni hasta qué punto. Quizá no sea imprescindible introducir la “e” la “x” o la @. Hay estrategias que nuestra lengua posee para evitar la asimilación de todas las diversidades genéricas al masculino. Esos procedimientos, que no alteran la gramática (hablar de “personas”, de “gente”, decir “quienes”, emplear otros colectivos: “la crítica”, en vez de algo que parece francés, como “les crítiques”), los tenemos disponibles ya.

Esperemos, desde luego, que una distinta perspectiva ideológica colectiva genere una realidad social efectivamente más inclusiva. Porque las alteraciones lingüísticas, por sí mismas, no van a provocar ese cambio virtuoso.

¿Y de las camarillas literarias?

Creo que buscan espacios de poder e influencia solo para ellos, como todos los grupos sectarios, en el campo intelectual. Así, ningunean y cancelan. Y estrechan la visión completa de lo único importante: la literatura.

¿Se lee a si misma?

Cuando acabo de publicar un libro, o un artículo, o lo que sea, me da terror leerme. No quiero ver las erratas que inevitablemente toda obra impresa tiene, las repeticiones y ripios de estilo en los que seguro habré incurrido pese a mis cuidados y revisiones. Sé que me dará muchísima rabia el haberme esmerado tanto, y aun así, que el error/horror aparezcan. Después, ya aplacada esa sensación, puedo mirar atrás y resignarme a las imperfecciones. Pero no me releo a menudo. Por lo general es por algún motivo preciso. Y me produce una sensación extraña reencontrarme a cierta distancia temporal. Ser todavía yo, con mis nombres y apellido pero también transformada.

¿Qué está leyendo ahora?

Preparo un artículo sobre Castelao (Alfonso Rodríguez Castelao, gran figura de la intelectualidad gallega republicana) y releo textos suyos: Retrincos (o sea “retazos”; son relatos breves) y Un ollo de vidrio.Memorias dun esquelete. Por otro motivo, también empecé con El orden simbólico de la madre, de la filósofa italiana Luisa Muraro. Y (espero que esta la vencida) comencé por tercera vez La montaña mágica, de Thomas Mann. No sé por qué nunca llegué a terminar esta novela fundamental, pese a haber leído con admiración otras obras de Mann, como Muerte en VeneciaEl elegido.

¿Siempre somos inmigrantes?

“El alma es extraña en la tierra”, dijo Georg Trakl. Y Rimbaud:

“la vraie vie est absente”, “la vraie vie est ailleurs. Nous ne sommes pas au monde” (Une saison en enfer). Ambos fueron seres turbulentos y sufrientes que sintieron de modo exasperado una sensación de incomodidad con el mundo, con las condiciones de la existencia humana. Creo que hay un extrañamiento básico entre nosotros y la rara intemperie que nos recibe al nacer, aunque el regazo de la madre trate de mitigarla. Toda la vida luchamos por hacernos en esta tierra un hogar y un lugar, pero nuestro destino es el cambio constante, el viaje. Aunque no sea un viaje geográfico, aunque no nos alejemos mucho del lugar donde nacimos, transitamos de edad en edad, cada vez frente a un nuevo desafío. Por eso me gusta, y lo desarrollé tanto en mis novelas (Finisterre, Solo queda saltar) ese poderoso simbolismo del “fin del mundo”, del choque con los límites, del abismo que viene con la vida. Que nos fuerza a migrar y nos empuja a saltar.