Entre los cerros, en un claro del bosque junto al río, el guillatún llegaba a su tercer día y final. Ante las familias indígenas, dos jóvenes representan la parodia de un gringo y un mapuche que disputaban las tierras y la madera del bosque. El mapuche después de una acalorada discusión, dispara al gringo. Este tambalea y con las manos girándolas en el aire, cae de espalda. Así terminaba la pequeña pieza teatral creada para la ocasión, que la gente vitoreó con un afafan. Acabado el auto representativo, el joven que hacía de gringo no se incorporó, siguió aturdido sobre el pasto. Nadie se percató que al caer se golpeó la cabeza con una piedra redonda que asomaba en el suelo de la pradera. La inconsciencia prolongada, fue una señal para la machi. Adelantó segura sus pasos sobre el ruedo de la cancha de guillatún y con la mirada fija, comenzó a recorrer a los presentes, apuntándolos con el dedo. Se detuvo y propinó la sentencia fatal: ¡El gringo va a morir! ¡Y uno de ustedes lo matará!
Ceferino Naupa era un hombre solitario. Vivía en un pequeño rancho entre los bosques altos de la cordillera, cerca de los alerzales, donde el silencio solo dejaba oír el sonido del viento entre el follaje y el canto del chucao que salía a ras de tierra. Solo a veces, cuando la nieve caía en el invierno, la sordera se apoderaba del lugar. Vivía tranquilo, había subido después del guillatún a su remanso, donde dedicaba parte del tiempo al trabajo de la madera. En su pequeña rancha enclavada entre tupidos y frondosos árboles, casi nada ocurría. Pero un día lo sobresaltó la fatalidad. Sintió que alguien venía bajando por la senda de los alerces, un jinete montado a caballo. Lo supo por el sonido que hacen las herraduras al golpear las piedras. La cabalgadura descendía por la huella acompañada del ladrido de seis o siete perros que hacían la corte al caballero. Naupa se levantó a mirar por la pequeña ventana de su rancho. Entonces lo divisó. Era el gringo, de estampa inconfundible. Sombrero alón, corpulento, grande de estatura, vestido con chaqueta de cuero y sobre esta una manta negra. Traía sus botas de cuero, con espuelas pequeñas apoyadas en los estribos. Al cinto una pistola y una larga cartuchera que colgaba del costado del caballo enfundaba un rifle de repetición. Naupa creyó que el destino lo tocaba. Era una predestinación, quizás una mala suerte pues él no lo haría por sí y ni ante sí. Pero la sentencia ya estaba dictada por la machi. Cada cual debía leer el vaticinio. Entonces, buscó su vieja escopeta de un tiro que estaba acomodada detrás de la puerta. No pensó mucho más en lo que debía hacer y salió decidido a enfrentar al gringo. Se cruzó en medio del angosto camino que bajaba entre el tupido bosque. Esperó parado a que apareciera, estaba con las piernas entre abiertas y en actitud firme. Cuando lo tuvo a la vista, le grito; ¡¡Alto ahí!!… ¡¡Ni un paso más!!, pero el gringo con desparpajo continuó su cabalgadura y solo paró su caballo a unos metros de Ceferino Naupa. Desde arriba, mostrando el rebenque, le espetó: ¡¡Baja esa mugre de escopeta, indio ignorante!!, y le ordenó; ¡¡Sale de mi camino!! Un estruendo se multiplicó en el bosque. El gringo se derrumbaba del caballo. Naupa, cumplió la sentencia en pocos minutos, para luego desaparecer.
El funeral se hizo en la ciudad de La Unión. Llegó mucha gente acongojada por el alevoso crimen, repudiando la acción de los indígenas. En el sepelio se comentaba que las disputas venían de largo tiempo, sobre todo cuando el alerce comenzó a ser demandado por la industria eléctrica, y la empresa hizo un importante contrato para postes de alumbrado. Algunos decían que los mapuches tenían unos antiguos Títulos de Comisario del siglo pasado. Otros, que la empresa tenía títulos legales saneados, aunque la dudosa procedencia la había establecido la Ley de la Propiedad Austral. Pero en estas latitudes, la cordillera era una frontera boscosa, un más allá casi impenetrable, una tierra de nadie. En esas coordenadas, la única ley que se ejercía, era la del más fuerte. El funeral salió de la iglesia en silencio, seguido el ataúd de una larga procesión de hombres y mujeres vestidos de negro, que llevaban sus paraguas abiertos. El desfile era conmovedor bajo la lluvia.
Durante el velatorio del gringo y cerca del muerto, se fraguó la venganza. Brietmeyer se encargó de planificar la vuelta de mano. El capataz muerto, había sido un hombre leal. Tenía autoridad, decisión y cierta violencia, con la que había logrado mantener a raya a los indígenas que pujaban por recuperar tierras y el extenso campo de alerces, el Chanlagual, explotado por la empresa. Para Brietmeyer, era el lonco o cacique, el máximo jefe de los indígenas, quién debía pagar el crimen. Encargó al nuevo capataz, un hombre sajón de su absoluta confianza, que buscara en los campos cercanos a Huitrapulli a un par de hechores. No tardó mucho en encontrarlos. Eran dos hermanos, campesinos serviles y arrojados, que se encargarían de dar muerte a Venancio Huenuman.
Lo esperaron al atardecer en las soledades del camino boscoso que subía a la cordillera. Sabían que debería pasar por allí con su caballo. Cada martes lo hacía con víveres llevados desde un pequeño almacén, cercano a la casa de unos familiares. Los atacantes se apostaron en la parte más abrupta y ensortijada del camino. Escondidos divisaron al cacique montado en su caballo overo. Traía un saco de harina, forrado en plástico, que llevaba delante de la montura muy bien sujeto con una mano y con la otra manejaba las riendas. Ante la sorpresa, Venancio Huenuman no pudo defenderse, lo empujaron de la silla, cayó al suelo y fue sacrificado con brutalidad. El caballo dio unos pocos pasos y se quedó esperando a su amo mientras ocurría el desenlace. El cuerpo quedó inmóvil tendido en el camino, mojado por la lluvia que comenzaba a caer. Los ultimadores golpearon el anca del animal, y este se echó a correr cuesta arriba sin parar hasta que volvió a su redil, una casa enclavada en la cordillera, donde a Venancio lo esperaba su hijo.
Cuando el caballo llegó solo y con la montura, casi al oscurecer, el hijo de Venancio supo que algo grave había sucedido. Ensilló su caballo y salió a buscar a su padre. Bajó el camino en la oscuridad. Encontró dos horas después, el cuerpo sin vida que presentaba numerosas heridas y señas de feroces golpes. Fue a pedir ayuda a la casa de familiares para levantar el cuerpo. Esa noche, la noticia se expandió rápido, Venancio Huenuman había sido ajusticiado. Todos adivinaban que fue una venganza de los gringos, pero nadie imaginaba quienes eran sus autores materiales. Por lo menos los indígenas no tenían en apariencia enemigos entre los campesinos del lugar, formados por chilotes, algunos valdivianos y otra gente que nadie recordaba cómo llegaron.
El funeral del cacique duró tres días, lo hicieron a la usanza antigua, el cuerpo amortajado de sus mejores prendas fue acomodado en un árbol ahuecado, como una canoa o huampo, para que viajara a la isla de los muertos con ayuda de Trempulcalhue. En el funeral hubo mucha comida y gente. Lo llevaron al cementerio escoltado por una extensa columna de jinetes y de otros muchos hombres y mujeres caminando. Arriba de la tumba, pusieron una casita de tejuelas de alerce como morada.
La muerte de Venancio Huenuman prendió las bravuras, pero sin expresarlas en palabras. Tras la muerte del cacique había llegado a solidarizar muchas personas y dirigentes de la ciudad y de zonas rurales cercanas. Después del funeral se sucedieron las conversaciones entre dirigentes indígenas y campesinos para formar un comité de apoyo a la recuperación de tierras. Pero este objetivo no logró avanzar cuando se discutió en la asamblea. El tema era la muerte de Venancio Huenuman; ¿Quién fue? se preguntaban, ¿Cuántos fueron? ¿Cómo saberlo? Los reunidos deseaban descubrir a los autores para vengar la muerte. Los más políticos, trataban de apaciguar los ánimos. Pedían no aceptar las provocaciones, mantener la calma y no perder el rumbo de la lucha que lleva al objetivo de recobrar las tierras. Pero esas palabras no cabían en los corazones y deseos ensortijados de la gente. Las preguntas sobre los hechores se repetían una y otra vez. Hasta que un campesino venido de Osorno, que creía en su imaginación y deducciones, dijo algo sorprendente que dejó atónitos a los presentes; ¡Compañeros!, – dijo para llamar la atención-, y enseguida preguntó, ¿Saben ustedes que el caballo puede grabar todo lo que ve en su mente?
Un hombre adulto y sagaz, le respondió en tono de mofa; ¿Y usted le va a enseñar a hablar y escribir a la bestia? – salieron sonrisas y algunas carcajadas contenidas de la muchedumbre-
¡Putas que son ignorantes ustedes, ñior!, -exclamo con indignación el aludido- ¿Acaso no saben que los caballos tienen detrás del ojo, como una pantalla de películas donde se puede mirar todo lo que paso? Enseguida afirmó: La bestia debió haber visto a los atacantes de don Venancio Huenuman. Entonces, si le miramos por el ojo para adentro, sabremos quienes fueron los asesinos. Quedaron todos sorprendidos. El campesino, daba la solución a la pregunta que rondaba la asamblea. Una recelosa esperanza de encontrar a los culpables se apoderó de los asistentes.
¡Ya po´, si así es la cosa! entonces: ¿cuándo podemos verle el ojo al caballo? –dijo un dirigente chileno rompiendo el silencio-, algunos no contuvieron la risa.
Uno de los indígenas no tardó en responder a la pregunta. Les dijo que la bestia estaba en la casa del hijo de don Venancio, arriba en la cordillera.
Entonces, ¡vamos a mirarle el ojo! –retrucó el dirigente campesino –
La idea creó expectación, por fin podrían averiguar quiénes habían sido los hechores. Se prepararon para subir al día siguiente. Pero en el campo nada es muy secreto, menos este tipo de noticias asombrosas, que corren como el viento y vuelan como los pájaros.
El hijo de Venancio Huenuman después del funeral había vuelto a la pequeña casa de la cordillera a pasar el duelo, y cada cierto tiempo durante el día, salía a darle cariño al caballo overo para sentir las vibraciones de su padre. El jamelgo pastaba suelto en la pradera inmediata, entre algunos manzanos. Al oscurecer lo amarraba con un cordel largo a uno de estos troncos. Fue esa noche amenazadora de tormenta, de ráfagas de viento que mecían los ramajes y las copas de los árboles, que se sintió inquieto. En la soledad de la casa de madera, amparado en la cerrazón de la noche, se acostó temprano. No pudo conciliar el sueño mientras escuchaba el viento y los goterones de la lluvia sobre el techo. Le extrañaba que las nubes que bajaban como neblina no estuvieran, la brisa estaba arremolinada, cuando paraba, dejaba escuchar el agua que corría en una quebradita cercana. Fue cuando creyó sentir forcejos, algunas patadas sobre el suelo de la pradera y un breve relincho. Se despertó del ensueño, saltó como gato de la cama, tomó la escopeta de dos cañones, asió la manilla de la puerta y cuando iba a levantar la tranca, un presentimiento lo detuvo. Volvió sigiloso a la cama con el arma empuñada. Presintió un peligro difuso. Se dijo, mejor esperar a que aclare para ver qué ha ocurrido. Al otro día se levantó cuando el amanecer había comenzado. Miró por una rendija, no vio nada extraño afuera. Entonces quitó la tranca de la puerta y la abrió. Entro el aire fresco y húmedo de la mañana. Vio al caballo overo pastando con la cabeza agacha, con el cordel cortado, y cuando caminaba se estrellaba con los árboles. Se acercó y con horror vio que a la bestia le habían arrancado los ojos.
Raúl Molina Otárola
(Santiago de Chile, 1957). Geógrafo, Diplomado en Historia del Arte y Doctor en Antropología. Investigador del Centro de Estudios Interculturales e Indígenas CIIR. Artista visual-grabador miembro del Taller 99. Desde 2015 forma parte del Taller Literario dirigido por el escritor y crítico Camilo Mars. Ha publicado los cuentos; El Guanaco (2016), Guía Espiritual (2019) y El Pueblo de Los Mancos (2019). En muchas de sus narraciones se puede encontrar la hebra etnográfica de su trabajo con pueblos indígenas, en otros, la ficción, los sueños, lo prodigioso, la naturaleza y la condición humana.