Pero más allá de ello, Marruecos despierta en el plano personal, el éxtasis de los cinco sentidos. Despierta el sabor de su gastronomía como su tajín, el cuscús, la pastela, el cordero asado, los briouats, la Tanjia Marrkchí, o su harira. Despierta por otra parte, el oído de su música árabe y al-Ándalus, el Gnawa y el reggada. Pero Marruecos es además y en especial color: el rojo de sus murallas y mezquitas, el oro de su arena y de la luz del Sol que ilumina sin piedad todos los rincones, y el azul purpúreo (bautizado Majorelle, por el célebre artista creador del homónimo jardín), de sus puertas, paredes, y ventanas. Marruecos huele a jazmín, menta, limón, naranjas, mandarinas, comino, y semillas de anís. Asimismo, Marruecos también borbotea agua en sus fuentes adornando sus bellos jardines que enamoran, e impresiona con la majestuosidad de sus montañas, como el Atlas, que protegen como gigantes celosos la magia tan ingenuamente ofrecida por su gente y lugares, y, encendida -como una llama votiva- en sus relatos.