En Apollinaire, situado en su tiempo, hay un deseo decidido, por el que las palabras se gastan, fallan, maldicen o veneran, pero para intentar poseer a su objeto; no se trata de cortejarlo en la eterna espera y volverlo imposible. No es acceder al cuerpo transparente, a la libra de carne, sino al cuerpo ominoso, que carga con las palabras que nunca se cansan de estar de máso de estar de menosen el intento siempre infructuoso de nombrar lo que se siente. La erotización de este cuerpo implica un discurso que lo posiciona del lado opuesto a toda armonía, haciendo circular los equívocos, que entran en contradicción con las ilusiones de un encuentro posible. Este poema está lejos de ser un canto de trovadores, recitado a cualquiera sin verse enfrentado a la falla, no se trata de un juglar que se escapa de la amada, y que con las letras que compone y sus cantos no hace más que retrasar constantemente el momento en que la amada pueda quedar atrapada, quedando la satisfacción en la espera, en la privación y en la inaccesibilidad. En este poema hay arrojo, riesgo y posesión, no la exaltación del canto por el que se eleva el objeto amoroso a la categoría de imposible, donde el placer queda desplazado en la espera, amando en la medida que hay una barrera que lo aisle.