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Ubicuidad

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Por Maria Grazia Gagliardi

Traducción: Jaime Zulaika

 

Capítulo 26

Cuando Pupas desapareció decidí examinar cuidadosamente su archivo fotográfico en busca de algún posible indicio.

Ella guardaba muy bien ordenados fotogramas, pruebas y estampas. Dentro de gruesas carpetas las fotos estaban clasificadas tanto por trabajo como por asuntos. Quizá sus estudios de secretariado le habían servido de algo.

Encontré una carpeta repleta de retratos masculinos en cuyo reverso habían escrito HOMES con mayúsculas trazadas por un rotulador rojo.

En los reportajes fotográficos yo había comprobado que Pupas se atenía al esquema de su primera experiencia, la de los calzados WWW: las personas eran protagonistas en vez de soportes de las imágenes, aunque siempre se fotografiaba a los modelos posando, con inmediatez, desde luego, como por azar, pero sólo quien no se paraba a pensarlo podía dar crédito a la naturalidad o la esponteaneidad de la toma. De un modo especial en los primeros planos, algunas miradas, algunas poses no podían ser casuales; sin embargo, la eficacia de muchas de estas fotos nace de la omisión de esta verdad o, mejor dicho, de esta mentira, ya que si el fotógrafo es realmente hábil, nada indica lo contrario. No hay que creer en las fotografías sólo porque te miran a los ojos”, nos explicaba Giorgio. En definitiva, al cabo de tantos años de práctica con fotos y fotógrafos, puedo afirmar que a mí no se me escapan los guiños que hay en determinadas tomas.

Por eso intuyo qué retratos procedían de un encargo. Los homes de Pupas no estaban posando, las tomas -se adivinaba- captaban sus gestos inconscientes, instantes capturados a escondidas de tal modo que a menudo estaban movidas o desenfocadas. Así pues, era indudable que había habido algo más íntimo con algunos de ellos entre muchos otros. Me lo confirmó descubrir catálogos con el mismo nombre, no sólo rostros, sino también cuerpos, detalles torácicos, axilas, nalgas, huecos, pliegues, protuberancias no siempre identificables, sexos en reposo o erectos. Eran fotos en blanco y negro. En una carpeta encontré una serie dedicada al pene de Roberto que era muy notable.

Incluso hoy, mientras reparto los rectángulos de papel cuché y hojeo estas imágenes  de hombres, evoco la época de la infancia en la que aquel mismo gesto de la muñeca nos explicaba a Pupas y a mí los fantásticos destinos de la tierra y zarpábamos juntas, cada una a su manera, por las rutas del mundo ignoto; rememoro cómo le indignaba a ella, también de adulta, que se pudiera vivir en este mundo ignorando la existencia de otros millones de habitantes que se desarrollaba al mismo tiempo que la nuestra. Fíjate” -decía, emocionada-, gracias a las fotos puedo percibir otras realidades, participar en las vidas ajenas, nosotras, que las miramos, nos cruzamos con esas presencias, sean de individuos, lugares o la luz de los días”. Las fotos no eran instrumentos para archivar la memoria, sino puntos de partida hacia inmensos universos lejanos que sin cesar la llamaban.

Por este mismo motivo, Pupas no soportaba ver documentales de viaje; quedarse quieta, desplomada sobre el sofá por la propia inercia corporal, admirando en la televisión tantas bellezas -ya fuesen las aguas transparentes de los atolones tropicales o los hielos de Laponia-, pasear la mirada por estos lugares inasibles le producía una envidia melancólica e impotente de quienes habían tenido la suerte de visitarlos.

-Nunca conseguiré ver todo esto -se lamentaba-. ¿Por qué existe tanto mundo si no podré recorrerlo?

La frustración la entristecía; le resultaba intolerable que gran parte de la tierra desconocida no hubiese sido nunca una porción de su experiencia. Mientras yo repasaba las estampas en blanco y negro y de una mano a otra desfilaban los cuerpos, los rostros, la contextura de los hombres de Pupas, me asaltó la sospecha de que el hechizo del hada Pari Banu valía igual para las personas y para el espacio. Si vivimos simultáneamente en infinitos lugares, podemos frecuentar del mismo modo innumerables cuerpos. Como conocía el poder de las imágenes sobre Pupas, o mejor, el poder que Pupas extraía de ellas,  consigo figurarme de qué manera utilizaba esta colección variada, tan bien archivada, para  transmigrar de un varón a otro, para reunir a su alrededor a numerosos amantes en fantásticas cópulas ubicuas. Quizá incluso era un modo de experimentar la ubicuidad, de saciar el cósmico deseo de las infinitas posibilidades.

Pero hubo otros hallazgos. Encontré en un sobre, en el exterior de tantas carpetas, una decena de hojas de minúsculas pruebas: tiras y tiras de fotogramas que contenían la cara del papá de Pupas. El encuadre era el del primer plano del formato carnet, con la diferencia de que el fondo no era una pared blanca, sino la almohada hundida y arrugada de la cama de hospital. Pupas había sacado una foto diaria del curso de la enfermedad, de la progresiva consunción del padre. Desde la cara pálida todavía vital de las primeras tomas, las secuencias llegaban hasta la fisonomía demudada de la muerte presagiada, con los ojos abismados en el negro de las órbitas y el abatimiento reflejado en las pupilas abiertas de par en par. Y finalmente la última foto, con el rostro céreo, la absoluta inexpresión de un ser que ya no es de este mundo, de un hombre que ya no tenía adónde ir.           

Y como si la sorpresa no fuera ya suficiente, la criba del archivo me deparó una revelación aún más asombrosa: ¡Pupas había abandonado totalmente su actividad fotográfica!; cuando se evaporó, ¡hacía años que ya no ejercía de fotógrafa, ni por trabajo ni por placer!

Las imágenes del padre fueron las últimas fotos; lo supe porque, en su lugar, en la carpeta siguiente sólo encontré una enorme cantidad catalogada de billetes de tren o de avión, la mayoría de la compañía Ubifly, la más famosa low cost de aquella época. Adjuntadas a los billetes descubrí, sujetas con una grapa, las postales que ilustraban los destinos de Pupas. Pude así calcular la frecuencia de sus viajes y verifiqué que sus frenéticos desplazamientos habían alcanzado el paroxismo. No sólo era capaz de ir a Madrid o a Londres el mismo día, sino de regresar de El Cairo y partir la tarde misma a Buenos Aires y de allí, después de recorrer la Patagonia, volar a Sudáfrica y al final volver a casa para quedarse unos días.

Pupas, por tanto, había apostatado de la fotografía, había renunciado al acto prodigioso de seleccionar y encuadrar su punto de vista y de llevarlo siempre consigo. ¿Qué le habría inducido a abandonar su arte y a interrumpir su carrera profesional? Claro está que siempre había tenido una extraña relación con la fotografía -ahora que lo pienso-, desde cuando se conformaba con disparar sin carrete. ¿Qué conseguía así?

Probablemente se había apagado en ella la ilusión, tan habitual hoy en día, de participar de la realidad capturando imágenes, de creerse presente en todas partes gracias a la cámara y de perdonarse así la incapacidad de estar en todas partes. Todos nosotros incurrimos en este engaño porque olvidamos que, entre el instante fotografiado y yo, que lo observo, se interpone un vacío, el abismo del espacio que pretendemos colmar con su expresión gráfica.

Aunque hubiese gozado de la posibilidad de admirar sus propias fotos, apenas obtenidas, mediante las primeras cámaras digitales que llegaban al comercio, Pupas no se sirvió del portento de poder enviarlas en el instante mismo en que ella las veía.  Si bien parecería que esta maravilla tecnológica disminuye la distancia entre nosotros y las imágenes, en realidad agrandan el engaño porque fomentan el espejismo de la ubicuidad. ¿Quizá Pupas ya no necesitaba la fotografía porque había alcanzado la ubicuidad? Empecé a seguir esta pista.

En los últimos años, después de haber viajado tanto y acumulados destinos inesperados, en la anómala nostalgia de lo desconocido, que siempre la había acosado, había surgido una inquietud nueva, aunque más obvia: la nostalgia de lo que conocemos.

Adoptaba como a un hijo a los países que, como diría ella, iban naciendo a medida que los visitaba. Se interesaba por su suerte, seguía sus vicisitudes políticas y meteorológicas, sufría si un terremoto, una guerra, un ciclón devastaban lugares por los que había transitado. En suma, ya no podía prescindir del hecho de haberlos conocido y, en consecuencia, cada viaje, en vez de satisfacer el deseo agravaba la frustración. Cada traslado agregaba y al mismo tiempo le arrebataba una parte de sí misma, ya que, aunque estuviese con nosotros, también estaba en otro sitio. Bullicio, olores, colores y miradas, territorios, formas y gentes se sumaban a la consistencia de Pupas de tal modo que alteraban la composición de su ser, que crecía, se dilataba hasta abarcar cada vez más mundo. ¿Se las habría arreglado para soportar tanta expansión de sí misma? ¿Tal vez ella se lo preguntaba mientras planeaba una nueva partida o regresaba de la última transmigración?

Desmembrada en tantas partículas, tal como exigía el encantamiento por el cual cada transporte molecular costaba instantes de vida, Pupas empezaba a estar a punto de saldar sus cuentas.

De niña solía proponerme un juego: ¿dónde estarás mañana a esta hora? O bien, ¿dónde estabas hace una semana en este mismo momento?  Entonces no eran posibles muchas variaciones, o estábamos en la escuela o estábamos en casa, pero el juego se volvía divertido en cuanto volvíamos de las vacaciones o yo me iba a Grecia.

-A esta hora, dentro de una semana, embarcaré en el ferry que me lleva a Naxos -suspiraba yo, impaciente.

-Hace exactamente cinco meses yo bromeaba con el profesor de esquí y él me sonreía -declaraba ella. O bien-. Dentro de una semana mi padre quizá llame a la puerta de la abuela y yo no estaré.

Ahora comprendo que esto significaba para ella asegurar la continuidad de la vida a pesar del desplazamiento en el espacio. Seguimos siendo nosotras aunque vayamos a lugares lejanos. La niña inquieta y curiosa que era Pupas necesitaba estar segura a este respecto.

Andando el tiempo, el pequeño juego se había transformado y adquirido otra dimensión en las reflexiones que Pupas me confió en una de aquellas largas tardes que pasábamos bebiendo y hablando mientras su padre se marchitaba en una habitación de hospital, tres manzanas más allá.

-Estamos aquí charlando, en este piso confortable, en esta ciudad segura, en este país medianamente próspero, y en este instante millones de personas mueren de hambre debajo de una tienda de campaña o en la cuneta de una carretera. ¿A cuántas mujeres están violando en el mismo momento en que yo gozo de mi cuerpo? ¿Cuántos seres humanos están sufriendo torturas, a cuántos matan mientras tú y yo estamos aquí sentadas? ¿Cómo es posible que sucedan estas cosas? ¿Por qué lo permitimos?

Era una pregunta dirigida a toda la humanidad, pero yo me sentía implicada.

-Lo sé -le decía-. Nuestra ausencia es un escándalo.

Por abstracta que pueda parecer, su empatía la atormentaba porque a ella, criatura ubicua, le correspondía estar presente. Expatriada y asustada, se sumergía en el cosmos, destinada a naufragar como una barquichuela con el casco agrietado.

Para ella era excesivo contener todo este mundo.

Maria Grazia Gagliardi

Maria Grazia Gagliardi nació en Venecia, donde vive y trabaja. Se graduó en Filosofía, en la Universitá Ca´ Foscari con una tesis sobre filosofía del lenguaje. Viajera, caminante, amante de la  literatura, la historia y el arte. Divide su tiempo y energía entre su trabajo en Venecia (donde se desempeña como guía turística en lengua griega y francesa) y la paz de las colinas toscanas.