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Mariana, novia

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Por Marcela Canelada Lozzia

@marcelacanelada

El día del casamiento comienza con Mariana congelada en una fotografía: su vestido es blanco y se escurren entre el vidrio del portarretrato y el papel de la imagen, los remoloneos de un vals y muchas flores.

Dos estatuillas “pretas” ofician de guardianes sobre las mesas de luz. De mañana, Mariana se desdibuja en una nube de vahos de anaflex, mentol y resaca; se hunde entre sábanas arrasadas, ella está detrás de sus propios ojos, un poco hinchados, de su pelo, y su piel, radiantes de alegría, pero desgastados de juerga y desvelo.

No entiende bien el por qué de tanta recomendación. La especialización en cada categoría la sorprende y le resulta cómica. Sin embargo se somete a los designios de los usos y costumbres de su entorno social: Muro y Abbate para el tocado, Marisa Fretim para el vestido y en lo tocante a peluquería, Silvina. –Tenés que ir a Silvina, no sabés lo bien que peina y pone el tocado. Y Mariana hace caso: a eso de las seis de la tarde, llega, que un cafecito, que te lavan el pelo, que la ampolla, que kerastáse o loreal, que las manos, que un rodillo caliente, mechones que se enrollan, rulos de resultado. Y hay que saber prender el tocado de Muro y Abatte en el enrulado pelo de una novia para que dure hasta la madrugada, sin que sus partes hayan sido esparcidas por toda la cabellera y luego regadas a lo largo del salón: para eso hay que saber, hay que ser toda-una-artista.

Sentada en el sillón de la peluquería siente que está a punto de dormirse; el sueño reparador de la siesta no ha sido tal sino más bien un enjambre de ideas tironeadas. Se lamenta frente al espejo: – Tanto esperé este momento, y me siento hecha una piltrafa- ronronea. Una lata de speed rescata a Mariana de los brazos de una modorra inadmisible en esas circunstancias.

Última y, ahora, urgente mirada de su rostro en el espejo. Todo ha sido como armar un collage con su cara y sus manos: un maquillaje que transforma y promete también, su permanencia necesaria a la larga noche; aquellos pelos y estas flores; esas manos y estos esmaltes. Y corre, cruza la calle: la mano en alto y el ruido de las frenéticas cubiertas sobre el asfalto.- Lléveme a Buenos Aires al setecientos, Señor-. – Mamá, sí, sí, ya te busco. Sí, sí, voy en el taxi. Sí, te hago sonar cuando esté en la puerta de tu casa-. Corta el diálogo verbal y un chaparrón de pensamientos la excitan: el rambler del suegro –amante de autos antiguos- con el primo de su novio al volante, sería el habitáculo en que se trasladaría al salón. –Buscame a las nueve en punto, nue-ve-por-fa-vor- había insistido Mariana al futuro pariente político. Y él había quedado visiblemente molesto. Nadie que la conociera, hubiera podido presumir su estado, el modo como las palabras –a veces torpes y alborotadas- se descolgaban de su boca considerando sólo la premura, como si el reloj ese día hubiera de detenerse, como si todo ocurriera en un intervalo perentorio entre la vida y la muerte. Mariana imagina un trompo amarillo, con muchas líneas finitas y coloridas a su alrededor; cada una de ellas, un ítem pendiente: que si el juez no llega a tiempo, que si el novio, o el primo o el auto o el vestido. El trompo dejaría de girar en el instante en que ambos hubieran pronunciado su compromiso. – Ahí me puedo morir tranquila- ríe de ella misma, de sus marcas, de sus sensaciones respecto de la realización mujeril al “ca-sar-se”. Ríe y sus manos transpiran y sus dedos tamborilean sobre la ventanilla del taxi.

-Aquí, aquí es señor- El taxista frena bruscamente. El rostro adusto de su madre, detrás de bolsas, paquetes y cajas que contienen los atuendos de ambas, enciende en Mariana un picor de alarma. Cree –pese a presentir que algo malo ha pasado- que lo mejor es prolongar su rito en la soledad del nuevo hogar que comparte con su novio. Quiere ejecutar junto a la madre el resto esencial del ritual: vestirse de novia. La cábala se carga de sentido y se convierte en una larga lista de lo que debe o no hacerse en estas circunstancias: hay una liga roja y una azul, una cinta de este mismo color atada en algún lugar del vestido; tiene que ponerse algo regalado, algo prestado y una moneda en el zapato; está obligada a llevar huevos al convento de Santa Clara para que no llueva – según algunos, aunque otros creen también que novia mojada es novia afortunada- y, por último, el novio no debe ver ni el vestido ni la novia antes de la ceremonia. Así es que el novio ha salido de la casa horas atrás. Repasa Mariana, y tilda en su cabeza los puntos cumplidos. Pero, aunque no figure como antecedente, sabe que es la intimidad con su madre la que desea y necesita en ese momento.

Madre suelta un par de cajas en el asiento delantero del auto y se acomoda detrás, sosteniendo consigo el vestido blanco de Mariana y el suyo, color lavanda. – ¿Qué pasó mami?- dice Mariana apretando fuerte la mano de su madre. Y madre intenta evadir mirada y pregunta, pero, desde un recodo apesadumbrado deshoja sus palabras: Hermana y su marido han vuelto ebrios de otro casamiento, nada grave, lo grave es que, era hermana quien prepararía gran parte de la producción culinaria y estética de la recepción en la boda de Mariana. Solución aplicada: Llamar a pobre Madrina de Mariana cuando estaba en la peluquería para que remplace en las tareas pendientes a hermana, junto a padre y hermano que van y vienen trasladando vituallas. Corolario: hermana -quien iba también a ser testigo de casamiento- sigue dormida recuperándose de su borrachera. Padre, madre, hermano, desesperados. Madrina, enojada. Mariana, a-nes-te-sia-da.

-Pare, pare, es aquí- el auto se detiene. Rebusca Mariana en su cartera el dinero para pagar el taxi, y respira profundo. Su madre, recoge los enseres, cruza la calle. Un ascensor hasta el quinto piso es escenario de profundas miradas entre ambas: Mariana abraza a su madre; y las dos, vaciadas de preguntas y palabras dispersas, logran guardar sus angustias a punto de abrirse paso entre pupilas y párpados, porque es necesario sentirse dichoso en esas ocasiones.

Ya en la habitación, con su vestido tendido prolijamente sobre la cama, recuerda Mariana, las pequeñas muñecas de cartón de la infancia; evoca esos atuendos de papel de muchos colores con pestañas que permiten “colgarlos” y vestir a las pupés. Y ahí, quizá, por un segundo puede percibir en su interior un gozo casi de niña; es sólo en ese momento en que la larga cadena de elucubraciones, marchas y contramarchas de sus razonamientos, se detiene, abriendo paso triunfal a la emoción. Ayuda su madre, a poner el vestido. Sube el cierre. Le pide una mirada, se aleja y observa. Se mira Mariana, solo en las pupilas de su madre. El espejo y el acto de verse en él reflejada y regocijarse en la propia imagen se convierten en polvo, en nube. La crueldad de la urgencia, de las corridas, de la hora exacta en que han convocado y son esperadas, se devora para siempre aquel soplo del tiempo.

Madre, ya vestida, pregunta a Mariana acerca de las sandalias plateadas que piensa ponerse. Las sandalias no aparecen, buscan debajo de la cama, en el living, sobre la cama. Telefonean a padre: preguntan si el calzado ha quedado olvidado ahí. Repuesta negativa. Buscan otra vez. Estridente suena el portero. Mariana atiende. Es suegro, espera abajo. Madre corre de un lado a otro. Levanta cubrecamas. Sacude cortinas. Zarandea cualquier bulto en que pueda sospecharse presencia de sandalias. Calzado no aparece. Llaman a la puerta otra vez. Mariana corre. Intenta prender ligas blancas a medias blancas. Arrastra medias por el piso. Toma el telefonillo: es primo político en rambler, nueve en punto. –Ya, ya, ya bajamos. Madre da vueltas por la casa. Mariana se sienta. Intenta otra vez colocar las ligas. Primero las blancas. Pone encima la roja y la azul. Madre, se resigna: calzado perdido, olvidado, abandonado en taxi. Ruge el timbre una vez más. Madre frente al espejo se maquilla. Mariana, medias en su lugar, corre. El dolor recuerda color morado en pantorrilla. Atiende, Mariana, y contesta: -¿Si? ¡Ah! Los fotógrafos. Sí, sí, ya bajamos- Se acerca a donde está madre. Algo cruje a sus pies. Ancho agujero en la parte inferior del vestido. -¡Mamá!- grita Mariana. El vestido se ha roto. El tiempo se agota. La gente espera. Madre termina acicalamiento. Madre sale despeinada. Madre calza pantuflas blancas de plush. Mariana y madre, miran espejo casi de reojo. Suben al ascensor. Grita la campanilla. Alguien llama. No contestan. Bajan. Abren la puerta. Tía política: fotito, fotito. Mariana, pregunta por fotógrafos. Tía política insiste: fotito, fotito. A su derecha, los dos últimos en tocar a la puerta: amiga, amigo, cuadro de metro por metro, moño rojo; dos grandes paquetes, moño azul. –Felicidades- sonrisa de amigo con profundo deseo de paz y prosperidad para vida juntos. Tía y suegra juntas. Fotito, fotito, una vez más. Posa Mariana, ramo en mano. Madre mira pantuflas. Explica a suegro y tío político suceso acontecido. Primo político, cara distorsionada; mujer de primo político, cara de aprobar fastidio pareja. Mariana, loca. Madre pide buscar otro calzado de su casa. Parte expedición. Cinco autos. Veinte cuadras. Madre y Mariana: rambler con parientes fastidiados. Respiración profunda. Todo, todo está listo. Faltan sandalias. Baja madre, sube madre. Parten rumbo al salón.

El suegro es quien encabeza la columna de autos: supuesto avezado conocedor de rutas, ha cogido el más largo camino para llegar al salón. Se trata de un club frente al dique. Mariana y su madre ríen nerviosamente. Se dicen que todo va a estar bien, que en realidad, están de parabienes. Ríen con sorna y se agarran las manos. Lleva, Mariana, también esta vez, su bolso negro lleno de cosas. Encuentra allí su celular: – Papá, falta poco. Bueno, te veo en la entrada.

Ha bajado Mariana del auto: intenta el suegro, gentil, tomar su mano, y pisa la cola del vestido. Camina, Mariana, junto a su padre, de expresión contraída. Papá no sonríe, se dice Mariana. Las luces del salón son paupérrimas. Camina por una alfombra roja: en su extremo el novio interpreta en guitarra junto a su banda: no hay luz si ella no está. La amiga chilena recita: cuando tú al mirarme en la nada inventaste la primera palabra, entonces nuestro encuentro.

Abrazos y felicidades de amigos y parientes que ya, ha mucho tiempo, esperan y beben vino. Todos ríen, igual que Mariana, y ahora, también su padre. Un alborotado amigo, ofrece una copa que Mariana acepta, brinda y bebe. Suenan su contento los cristales. Estrecha, copa en mano, al amigo, y su mujer pega un alarido: ¡El vino! Se fijan miradas sobre el vestido blanco: maltratado y, esta vez, herido de rojos -violáceos, agujero y pisotón. ¡Pobre Mariana! ¡Pobre vestido! No le importa; tan poco le preocupa que, sin mediar queja, recoge la cola y envuelve con ella su cuello. Y sus carcajadas resuenan alrededor.

El novio ha dejado de tocar. Besa a la novia. Todos aplauden. Estás hermosa. El padre toma a Mariana del brazo. Caminan sobre la alfombra roja. Parece casamiento de campo, se dice Mariana. No pudieron haber puesto una luz más pobre. Y la música, la música, justo lo que más me interesa suena tan mal. Piensa Mariana, parece que los parlantes están dentro de una lata. Llega a la glorieta que oficia de altar. Su novio recibe del padre el brazo de Mariana y se paran, erguidos. Al otro lado del río suena y no puede dejar Mariana de maldecir al turco, su amigo, su gran amigo se repite, que es quien ha obsequiado estos servicios. Se acerca, como si hubiera leído mi pensamiento se dice Mariana, pero no, el turco viene a decirles que no tiene mucho sentido estar ahí parados esperando a un juez que aún no ha llegado.

Éramos pocos y parió mi abuela, lugar común en su pensamiento. Mariana y su novio se miran y casi sin que las palabras decidan sus actos subsiguientes, el vuelve a seguir tocando junto a su banda y Mariana a continuar recibiendo y prodigando abrazos y besos. La mesa de fiambres queda, poco a poco, desierta. Los platos se vacían a una velocidad inusual, y la euforia de los invitados crece con cada vuelta de mozo y vino.

Vemos ahora a Mariana, sentada en un sillón blanco a un extremo del salón. Su hermano le acerca el bolso negro: ha agarrado su celular con el ceño fruncido. Presiona el botoncito verde. Escribe la letra j y luego señala la opción coincidencias: aparece en la pantalla negra la palabra juez. Habla, enjuga dos lágrimas. Sus hombros están caídos. No va a venir. No va a venir. Repite. Recoge la maltratada cola de su vestido, vuelve a acomodarla alrededor de su cuello y decide, Mariana, ponerse a bailar.

 

Marcela Canelada Lozzia

Con formación en Ciencias exactas y humanidades (antropología y psicología fundamentalmente) es Magister en Historia de América Latina con especialidad en Mundos Indígenas por la Universidad Pablo de Olavide (Sevilla) e Ingeniero y Analista en Sistemas por la Universidad Tecnológica Nacional. Ha publicado, con la Editorial Blatt & Ríos, “Historia social en la Frontera Argentino- Boliviana. El caso de Yavi 1930-1970”, investigación antropo-socio-histórica. Desde el año 2009 ha co-coordinado e impulsado el Grupo literario Ampersand y la publicación de “40° Nueva Narrativa Tucumana” donde ha publicado uno de sus cuentos. Ha creado y coordinado Bibliofilia, espacio de encuentro entre autores y lectores con trabajo crítico de los textos. Ha participado de la presentación de obras tales como “Nadar sin Luz” (Diego Puig, Milena Caserola, 2014) y “Estúpido y Sensual Amor” (Gabriel Artaza Saade, La Docta Ignorancia, 2020). Actualmente participa del Taller de Poesía de Osvaldo Bossi.

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