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Notas sobre (o alrededor de) Borges y Kafka en un diario

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Por Mauricio Koch

I

Hoy, en mi paseo matutino por las redes sociales, volví a encontrarme con ese texto que le adjudican a José Saramago, que habla de los hijos y empieza diciendo “un hijo es un ser que Dios nos prestó…”. Pobre José, me dije, toda una larga vida militando el ateísmo y peleándose hasta con el Vaticano para terminar así, escrachado en un eslogan de sobrecito de café que reparte bendiciones. Y recordé que no es el único de esos textos, hay también una carta que le atribuyen a García Márquez, una horrible y muy ñoña carta de despedida que también dice “Dios mío” cada tres líneas y García Márquez, como se sabe, también era un ateo confeso. Navego unos minutos en Internet y encuentro además un poema atribuido a Neruda titulado Muere lentamente, muy malo también y tan edificante como los otros, lleno de consejos sobre vivir el presente y plagado de verbos en condicional, pero al menos en este le respetaron el ateísmo a don Pablo: no aparece Dios en ningún verso.

El más famoso de todos, probablemente el fundador de esta antología fake, es un “poema” adjudicado a Borges, previo incluso al advenimiento de Internet –en los años 90 aparecía en posters y afiches y circulaba de mano en mano en una fotocopia que traía una caricatura del autor–. El título es Instantes y allí el narrador dice que si pudiera volver a vivir su vida, en la próxima sería menos higiénico, comería más helados y menos habas y jugaría con más niños –el condicional es una constante–. Uno puede imaginarse a Borges comiendo habas, incluso helado, pero no sin su asepsia británica y mucho menos jugando con niños. Esto último sí que no. Es curioso pero no recuerdo que haya niños en sus cuentos, ¿los hay? María Kodama solía contar que en un viaje de avión que hicieron juntos, había un bebé que no paraba de llorar. La azafata notó fastidiado a Borges, se acercó para tranquilizarlo y Borges dijo en voz alta “Herodes, Herodes, ¿dónde estás?” Hasta la madre del bebé se tuvo que reír. Con la honestidad que lo caracterizaba, Borges declaró más de una vez que los niños le resultaban insufribles hasta los cinco o seis años y recién después empezaba a aceptarlos. Kodama contó también que el escritor ironizaba con que una de las pruebas de la inexistencia de Dios era que los niños nacieran gritando o berreando: “Tendríamos que nacer con música para cada cosa. Música para el hambre, para el llanto, a través de un camino armónico, hasta que podamos hablar”.

II

En la lista de precursores de Kafka, del Kafka de “los mitos sombríos y de las instituciones atroces” que indagó Borges en su conocido ensayo, deberíamos agregar al arquitecto y grabador italiano Giovanni Piranesi (1720-1778), en particular una de sus primeras colecciones, llamada Las prisiones imaginarias, un conjunto de grabados que los historiadores del arte suelen incluir en el subgénero de las utopías artísticas, pero nosotros, sobrevivientes del siglo XXI, no vemos ninguna utopía allí sino más bien todo lo contrario. Interiores en ruinas de grandes edificios romanos coronados por bóvedas y arcadas y atravesados por puentes colgantes y amplias escaleras o gradas que no conducen a ninguna parte, o a todas al mismo tiempo, y entre las que deambulan puñados de minúsculas criaturas de hombros cargados que parecen estar ahí desde siempre, condenadas a esa eternidad laberíntica. Esa serie fue compuesta en 1745 y publicada en Roma en 1749, es decir 173 años antes de El intercesor, un relato que Kafka escribió en la primavera de 1922, y que concluye así: “El tiempo que se te ha otorgado es tan breve que si pierdes un segundo has perdido toda tu vida, pues esta no es más larga; es tan larga como el tiempo que pierdes. Así pues, si has comenzado un camino, síguelo, bajo cualquier circunstancia, sólo puedes ganar, no corres peligro, tal vez te despeñes al final, pero si después de haber dado el primer paso te hubieras vuelto y hubieras bajado la escalera, te habrías despeñado nada más comenzar, y no tal vez, sino con toda seguridad. Si no encuentras nada en los corredores, abre las puertas; si no encuentras nada detrás de las puertas, aún quedan pisos; si no encuentras nada en otros pisos, no hay problema, sube más escaleras, mientras no dejes de subir, tampoco faltarán peldaños; crecerán delante de ti conforme tus pies ascienden”.

III

Vi The Wife, una película con Glenn Close y Jonathan Pryce que tiene algunos problemas argumentales, pero eso no viene al caso ahora, lo que quiero anotar es que me recordó a la leyenda que gira en torno a la traducción de Las palmeras salvajes de Faulkner. Se sabe que la lectura de esa novela fue clave para los autores del boom latinoamericano y sus sucesores. Publicada originalmente en Estados Unidos en 1939, tan solo un año después apareció en Argentina, editada por Sudamericana para su colección Horizontes, la primera traducción al español. Se consigna allí que el traductor es Jorge Luis Borges, pero siempre hubo sospechas sobre si a esa traducción la hizo en efecto Borges o su madre, Leonor Acevedo, y Jorge Luis se limitó a revisarla.

En Autobiographical Essay (1970), un texto que Borges escribe para The New Yorker, dice: “Mi madre hizo también algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se me atribuyen”. Y en sus conversaciones con Osvaldo Ferrari, publicadas en forma de libro en 1998, es aún más explícito: “Y luego, por qué no confesar que ella tradujo, y que yo revisé después, y casi no modifiqué nada, la novela Las palmeras salvajes, de Faulkner”. Si esto es así, como al parecer es, el boom latinoamericano le debe más a Leonor Acevedo que a Borges. Leonor tradujo, Jorge Luis se limitó a poner la firma. Not The wife but The mother.

IV

Ayer por la tarde no me sentía bien, así que a la noche decidí comer arroz blanco (“arroz limpio”, le decía mi abuela Lidia. Cuando por acumulación de comidas, mi abuela terminaba con el hígado detonado, y esto era muy habitual, su cura era arroz hervido), y mientras me llevaba a la boca con desgana ese plato sin gracia, me acordé de la anécdota de Borges en el Maxim’s de París. El arroz con manteca era una de sus comidas favoritas. Alguien, un señor francés adinerado, lo invitó a comer y empezó a leerle la carta del lugar, un restaurante carísimo, frecuentado por la realeza, ultrasofisticado. Borges dijo que quería comer arroz con manteca y queso. Pero maestro, le dice este buen hombre, estamos en el Maxim’sde París. Bueno –dijo Borges–, veamos entonces qué tan bueno es el arroz con manteca del Maxim’s de París.

V

ANOTACIÓN EN UN NUEVO ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE FRANZ KAFKA. A finales de abril de 1924 lo trasladaron al sanatorio de Kierling, entre grandes dolores de laringe que le impedían comer y beber. El cuadro era de tuberculosis laríngea. Había perdido el habla y se comunicaba escribiendo en tiras de papel; como no podía tragar bocado, estaba al borde la inanición, pero aun así luchaba por corregir las pruebas del cuento Un artista del hambre. La víspera de su muerte escribió una carta a sus padres impregnada de recuerdos de su infancia. Al final rogó que le dieran una dosis letal de morfina, advirtiéndoles que “privarlo de su muerte sería cometer un asesinato”. Falleció el 3 de junio. Tenía 40 años. Sus restos descansan en el nuevo cementerio judío de Praga, junto a los de sus padres. Milena, su amante eterna, y Dora, su último consuelo, fueron, como sus hermanas, Elli, Valli y Ottla, asesinadas por los nazis.

Escribió Milan Kundera: “Kafka no profetizó. Vio únicamente lo que estaba ahí detrás. No tenía la intención de desenmascarar un sistema social. Sacó a la luz los mecanismos que conocía por la práctica íntima y microsocial del hombre, sin sospechar que la evolución ulterior de la Historia los pondría en movimiento en su gran escenario. La sociedad totalitaria, sobre todo en sus versiones extremas, tiende a abolir la frontera entre lo público y lo privado; el poder, que se hace cada vez más opaco, exige que la vida de los ciudadanos sea cada vez más transparente. El encuentro entre el universo real de los Estados totalitarios y el ‘poema’ de Kafka mantendrá siempre algo de misterioso y testimoniará el acto incalculable del poeta”.

VI

UNA LECCIÓN DE BORGES (OTRA MÁS) A TENER EN CUENTA A LA HORA DE CONSTRUIR UN RELATO EN PRIMERA PERSONA. Es parte del prólogo a la segunda edición de Historia universal de la infamia; dice allí: “(…) se notará que he intercalado algunas palabras cultas: vísceras, conversiones, etcétera. Lo hice, porque el compadre aspira a la finura, o (esta razón excluye la otra, pero es quizás la verdadera) porque los compadres son individuos y no hablan siempre como el Compadre, que es una figura platónica”. Una vez más, se trata de conocer bien a nuestro personaje (recordemos: si sabemos cómo habla, conocemos su psicología), y para eso no alcanza con señalar mediante dos o tres lugares comunes la clase social a la que pertenece, el barrio en el que se crió o vive, quiénes son sus amigos y sus enemigos; necesitamos saber qué lo hace distinto, único. En el caso que cita Borges son las aspiraciones del compadre. Ese detalle es un argumento sólido para defender incluso (o, sobre todo) aquellos vocablos o expresiones que cierto lector señalaría que “se salen de registro”. Y tiene además la virtud de meter el dedo en la llaga de los prejuicios de ese mismo lector.

VII

Se ha hablado muchísimo de las razones por las que Kafka dejó inconclusas sus novelas. Desde el simple abandono del proyecto, tentado por otros y quizá por la urgencia que le imponía la enfermedad (recordemos que le habían diagnosticado tuberculosis), la dispersión propia del genio, o luego de haber llegado a un agotamiento del recurso, que tan bien funciona en los relatos cortos e incluso en los largos como La metamorfosis o La construcción de la Muralla China, que algunos críticos y lectores consideran nouvelles. En Los testamentos traicionados, Milan Kundera menciona otra posibilidad que me parece atendible: la estrechez del ambiente en el que vivía. Dice Kundera: “Praga representaba para Kafka un enorme inconveniente. Estaba aislado del mundo literario y editorial alemán, y eso fue fatal para él. Sus editores se ocuparon muy poco de su obra y en persona, apenas lo conocían. Joaquim Unseld, hijo de un gran editor alemán, dedica un libro al problema y demuestra allí que esa fue la razón por la que Kafka no terminó novelas que nadie le reclamaba. Porque si un autor no tiene la perspectiva concreta de publicar su manuscrito, nada lo empuja a darle el último toque, nada le impide dejarlo provisionalmente de lado encima de su mesa y pasar a otra cosa”.

En este tiempo que nos toca, en el que se insiste hasta el hartazgo con el “tú puedes” como un mandato del que no podemos librarnos porque de lo contrario somos unos flojos y no merecemos perdón, viene bien leer esta posibilidad (que quizá no sea la definitiva ni la única, pero es una posibilidad). Hay una romantización de la desgracia: un escritor “de raza” sigue escribiendo aun en condiciones deplorables, ajeno al mundo, de espaldas al mundo, aunque el mundo no lo escuche, ni lo lea, ni se percate de que él está ahí, se nos dice. Puede ser, hay ejemplos de eso. Pero no todo el mundo es tan resistente, ni tan obcecado, ni tiene por qué serlo. Y eso no lo hace peor persona, ni mucho menos (Kafka es la prueba) peor escritor. Lo que sí pueden hacer la desatención, el olvido, el ninguneo es quebrar al escritor o hacer que simplemente deje de escribir, o escriba por hábito (porque así se siente vivo, porque no sabe o no puede hacer otra cosa), pero no termine los textos, los deje por ahí, a medio hacer, porque la energía para llegar hasta el final muchas veces la da el estímulo de los otros, la espera de los otros y, sobre todo, la posibilidad de tener lectores.