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¿De qué nos salvan los recuerdos?

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Por Valeria Sol Groisman

Recordar no siempre funciona como sinónimo de aprender. También podemos cometer viejos errores mientras recordamos.

¿Dónde nacen los recuerdos y hasta dónde pueden viajar? ¿Cuánto son capaces de retroceder sin romper el molde de lo verídico? Hace poco me preguntaron cuál es mi primer recuerdo y no pude responder sino titubeando, tambaleando entre respuestas nebulosas e incoherentes que ni yo misma me creí. Sospecho que los primeros años de vida, eso que damos en llamar la infancia, no son en nuestra memoria otra cosa que una reconstrucción cuya materia prima es la palabra de los mayores, que delinean un relato redondo como la luna llena, donde no hay resquicios donde pueda empollar la duda, ni en su mínima expresión.

“Dale, tal vez se te viene alguna imagen”, me insistieron. Entonces me esforcé creyendo que si ponía mucho empeño, si cerraba los ojos y evocaba aromas y le daba play a melodías viejas, tal vez, solo tal vez, podría esbozar alguna remembranza prematura. Imprecisa, borroneada, onírica. Una sensación, un atisbo de algo que pudo haberme hecho sacudir en gestos rotundos, pero que seguramente no podría situar en un espacio y un tiempo definidos. La textura de una intuición por la que no pondría la mano en alto en un juicio por la verdad. Pero nada me trasladó a esas primeras vivencias sin sospechar que lo que para mí era recuerdo no era más que el recuerdo de otros impregnado en mi memoria.

Leí por ahí que la memoria se compone de recuerdos e indicios fragmentarios y dispersos: lo que alguien vio, lo que alguien dijo, lo que se escribió. También fotos, documentos, llaves, textos, cartas, diarios, cuadros, grabaciones, videos, películas, cintas, dibujos, mapas, esquemas, objetos y restos de objetos diversos, armas, libros, manchas, cadáveres, voces. Y percepciones, relatos, declaraciones, reconstrucciones de los hechos, hipótesis, vocablos que significan cosas según cómo se los use. 

Por eso, cuando pienso ya no en mis recuerdos, sino en la memoria, en la memoria colectiva, la mayoría de las veces institucionalizada, no puedo evitar pensar en una construcción discursiva que se hizo por ahí y no por acá, o por acá y no por ahí, y que no es, ni por asomo, algo indudable. La memoria histórica no siempre se construye con la solidez de los hechos.

La memoria es porosa. Se construye a fuerza de pozos ciegos, teje sus certezas sobre tierra fresca, cala en los vestigios de lo efímero y muchas veces elude lo anecdótico para construir lo universal. Aunque su pretensión sea la de sellar un significado unívoco, su materia prima es fragmentaria, antojadiza, parcial y relativa. La memoria es tan porosa que muchas veces absorbe voces variopintas que llegan desde distintas latitudes con variados intereses: lo ideológico, lo emotivo, lo personal y lo identitario se cuelan en los huecos de la memoria y aportan sentido para hacerla propia y sacarle provecho. Como dice el periodista David Rieff, hijo de Susan Sontag, “qué debe ser recordado y cómo ha de conmemorarse” es ante todo una decisión política. Por eso, según su mirada, la memoria puede ser eso que nos salve, o aquello que nos condene.

“Todas las respuestas han sido dictadas de antemano con exclusión de toda pregunta”.

Milan Kundera

Para Rieff, que es el autor del volumen Elogio del olvido, la memoria es la construcción discursiva de episodios históricos que, de acuerdo con criterios institucionales y con fines muchas veces políticos, merecen ser convocados generación tras generación. Porque, tal como teoriza el sociólogo francés Maurice Halbwachs, citado por Rieff, la memoria colectiva es “una reconstrucción del pasado a la luz del presente”. Es decir que el pasado se escribe desde la actualidad y hacia el futuro. Por eso, “(…) la interpretación que prevalezca en un momento dado es una función del poder y no de la verdad”, cita Rieff a Nietzsche. Y continúa: “Sean cuales sean sus propósitos, la autoridad de la memoria colectiva depende (…) de que no se indague con excesiva insistencia en los datos objetivos y de que no haya excesiva preocupación sobre su contingencia, y de que en cambio se nos permita ser arrastrados por intensos sentimientos revestidos de los variados hechos históricos”.

En este sentido y con un espíritu utópico, Rieff rescata la ilusión que el filósofo israelí Avishai Margalit plasma en su texto Ética del recuerdo y que se resume en la idea de que si se pudiera construir una “memoria moral compartida basada en unos mínimos morales generalmente aceptados”, entonces podría existir una “globalización de la conciencia”. Pero, advierte Rieff, lo cierto es que el apego geográfico y emocional con los acontecimientos del pasado funciona como amarre.

Los humanos no compartimos la intención de recordar las mismas cosas ni de la misma manera. No hay tal cosa como una memoria histórica universalmente institucionalizada, sino numerosas memorias particulares que buscan rescatar episodios del tiempo que ya fue para erigirlos como ejemplo o antiejemplo de lo que debe ser el futuro.

Aun así, aunque la memoria intente disipar en el futuro lo que el pasado ya sufrió, nada ni nadie nos asegura que la historia no vaya a repetirse. Recordar no siempre funciona como sinónimo de aprender. También podemos cometer viejos errores mientras recordamos. Entonces, ¿de qué nos salva el recuerdo? Quizás sea la mínima porción de sentido moral que podemos ofrecer –a la que podemos comprometernos-frente a los horrores del pasado. 

Rieff sospecha que el poder de la memoria histórica aminora su paso a medida que pasa el tiempo. ¿Es recuerdo lo que conocemos del pasado a través del recuerdo de los protagonistas? ¿Qué tan hondo pueden calar los recuerdos de otros en nosotros? Y si ya no hay sobrevivientes que puedan narrar la historia, ¿cómo se cuenta el pasado, quién lo relata y hasta cuándo? “Cuando los recuerdos alcanzan este punto, ¿se puede afirmar que nos referimos siquiera a la memoria? Pues no se trata solo de transmisión deficiente, sino de que esta es imposible. Simplemente no se puede conjugar el verbo recordar en plural a menos que nos refiramos a los que vivieron lo conmemorado”, argumenta el autor.

La monstruosidad de la memoria

En su última novela El monstruo de la memoria, el escritor Yishai Sarid reflexiona sobre el rol de la memoria histórica. El protagonista es un historiador (especialista en el estudio comparado de los métodos de aniquilación empleados en los campos de concentración) que trabaja como guía de estudiantes y turistas que quieren conocer los espacios donde se perpetuó el Holocausto. “(…) sobre mí recaía la responsabilidad de dotarles de memoria”, explica sobre su monumental tarea diaria. ¿Acaso es eso la memoria? ¿Un discurso sólido que lo ocupa todo donde no hay nada, un relato verosímil que va tapando agujeros donde hay vacío?

La novela que Sarid escribe es mucho más que un soliloquio en el que expone las razones por las cuales cree que la memoria que se ha creado sobre el Holocausto tal vez se haya transformado en un “monstruo”. Uno que no solo tiene la capacidad de deformar los hechos y reducir a las víctimas a una cifra o una foto o a una anécdota o a un zapato o a un mechón de pelo, sino que también puede devorarse a aquella otra forma posible de memoria, la que rescata lo más humano y particular, la que permanece en los intersticios. Esa memoria que no cabe en los tours conmemorativos.

 “Sí, el ´nunca más´ es un sentimiento noble, pero a menos que se suscriba una de las formas más burdas de los relatos del progreso, sea religiosa o secular, no hay razón para suponer que un aumento en el caudal del recuerdo transformará de tal modo el mundo que el genocidio será remitido al pasado bárbaro de la humanidad”.

David Rieff

El protagonista arranca con dos confesiones:

“(…) soy el recipiente mismo en cuyo interior se halla esta historia. Y si se siguen ensanchando las fisuras que hay en mí hasta el punto de resquebrajarme, también la historia se echará a perder”.

“Siempre me he considerado su fiel heraldo. Con la imagen de su perspicaz rostro ante mí, me dirijo a usted como quien es, el representante de la memoria”.

El hecho de ser parte de la historia y a la vez trabajar para “el representante de la memoria” es lo que coloca al narrador en una posición incómoda y difícil de desentrañar. Y es a través de su relato que él mismo va entendiendo que la incomodidad no es caprichosa: tiene sus razones. Lo que siente es una disonancia cognitiva: hay un quiebre entre lo que piensa y lo que hace, lo que recuerda y lo que le contaron, lo que sabe y aquello que se erige con la fuerza imprecisa de la suposición. Su trabajo es crear memoria, de la buena, de esa que debería servir para que lo que pasó no vuelva a ocurrir, pero ¿lo logra? ¿o lo que hace es contribuir a que el genocidio se banalice?

¿Qué pasa cuando los visitantes de los campos de concentración cantan y bailan y comen snacks en el mismo lugar donde el nazismo orquestó un asesinato masivo y sistemático de judíos? ¿De qué sirve narrar episodios dramáticos si el público no tiene genuino interés en escuchar, en aprender, o en reflexionar (al igual que Rieff, Sarid se pregunta qué pasa cuando la memoria se construye a partir de recuerdos de otros y si esa memoria ajena puede tener la capacidad de generar un efecto de rememoración sincero)?

¿Cuál es el objetivo de mostrar la maquinaria de muerte en todas sus dimensiones y qué sentimientos puede despertar toda esa información? ¿Sabemos cómo las víctimas hubiesen querido ser recordadas? ¿Qué hubiésemos hecho nosotros en su lugar?

Sarid parece preguntarse dónde es que empieza la memoria, por qué y con qué motivo. Y lo que descubre son más preguntas que respuestas. Pareciera que para él la línea que separa los hechos de su conjugación en pasado es meramente formal. El pasaje de lo que ocurrió a lo que diremos que ocurrió comienza con una determinación. Recordaremos. Y punto. Si queremos que esto no vuelva a ocurrir, habremos de recordar.

Lo que a Sarid le hace ruido es el cómo. Porque desde su óptica, las decisiones que delinean la memoria histórica parecieran estar atadas a una concepción oficial de la Historia que es tan solo una parte de la historia. En la edificación de una memoria institucional, hay un Holocausto perdido que no conocemos. Eso es lo que trata de decirnos. Cuando la memoria se vuelve sistemática, el riesgo es que nos perdamos en un discurso que higieniza la realidad para universalizarla.

“La historia debe ser el socio mayoritario y la memoria, el minoritario”, dice Rieff, y entabla un diálogo involuntario con Sarid. Más adelante completa la idea así: “Sobrevalorar la memoria colectiva y menospreciar la historia satisface de inmediato (aunque la satisfacción adopte la forma de ira, la amargura o el resentimiento), y se aviene perfectamente con el espíritu de una época dominada por la satisfacción inmediata”. O, como dice Tzvetan Todorov, “la memoria colectiva es subjetiva (…)”, por eso mismo, “una sociedad necesita conocer la historia, no solamente tener memoria”.

Si aceptamos que la historia puede entenderse como el preludio de la memoria, tal vez debamos preguntarnos qué se pierde, qué se licúa, en el proceso arbitrario a partir del cual la historia se vuelve memoria. Hablemos del Holocausto, del genocidio armenio, del 11 de septiembre, de la Guerra de Malvinas o de la dictadura, quizás, cuando se trate de conocer el pasado y entenderlo, lo más prudente sea vagar (pero con rumbo) en busca de las distintas miradas que nos permitan plasmar ya no un sentido edificado con un propósito establecido de antemano, imbatible, sino una memoria histórica coral que privilegie a los hechos mismos e ilumine a todos sus protagonistas por igual.

Obra de Eduard Hopper