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Soren y Regine

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Por Arturo G. Dorado.

El romance más original de la historia de la literatura y de la filosofía

«Vine, vi, ella venció»

S. Kierkegaard.

El primero de agosto de 1835, el joven de 22 años Søren Kierkegaard escribió en su diario el que quizás sea el más citado de sus múltiples aforismos: “Lo que realmente necesito es estar totalmente claro sobre lo que debo hacer, no sobre lo que debo conocer, excepto en la medida que el conocimiento precede todo acto. Lo que importa es encontrar un propósito, ver qué es lo que realmente Dios quiere que yo haga; el asunto crucial es encontrar una verdad que sea verdad para mí, encontrar la idea por la cual yo quiera vivir y morir.”
El ocho de mayo de 1837, Kierkegaard vio por primera vez a Regine Olsen, quien tenía 16 años, y poco después escribió en su diario: “Tú, reina de mi corazón, oculta en el secreto más profundo de mi pecho, en la plenitud de mi idea de vida, allí donde se está a la misma distancia del cielo y el infierno, ¡desconocida divinidad! ¿Puedo realmente creer a los poetas cuando dicen que la primera vez que se ve el objeto amado uno piensa haberlo visto desde mucho antes, que el amor como todo conocimiento es recuerdo, que el amor de un único individuo también tiene sus profecías, sus tipos, sus mitos, su Antiguo Testamento? Dondequiera, en el rostro de cada muchacha, veo los rasgos de tu belleza…”
Uno, o quizás el más original romance de la historia de la literatura, y de la filosofía, había comenzado.
Regine también sintió ese reconocimiento de los poetas del que habla Kierkegaard, y también, sospecho, supo que uno de los más grandes amores de la historia de la literatura iba a ocurrir gracias a ella. Pero lo que no podía saber era que su tragedia, todos los grandes amores de la literatura están bajo el signo de lo trágico, iba a ser tan original como el pensamiento de Søren, estaría marcada por la misma esencia de la filosofía de Kierkegaard, por lo que el título de una de sus obras magnas parece expresar mejor que nada: El Concepto de la Angustia.
Luego Søren y Regine se verían a menudo, se escribirían, se reconocerían como “ese recuerdo que viene de otro tiempo”, pero no fue hasta el ocho de septiembre de 1840 que Kierkegaard se apareció en la casa de la calle Børsgade donde Regine vivía con sus padres. Se encontraron en la acera, subieron juntos y se sentaron sin saber qué decirse el uno al otro. Kierkegaard le pide que toque el piano para él y ella empieza a tocar pero de pronto Kierkegaard se levanta y le dice: “!Oh qué me importa la música, eres tú lo que yo quiero, eres tú lo que yo he querido por dos años!”
Regine no contestó, no sabemos si bajó la vista, si sonrió. Kierkegaard, por quien sabemos lo anterior, que anotó en una entrada de sus diarios, no nos dice nada; pero sí sabemos que Kierkegaard fue inmediatamente a ver a los padres de Regine para solicitar su aprobación al matrimonio de su hija con él, y que estos aceptaron, que durante un año Regine Olsen y Søren Kierkegaard estuvieron prometidos, que Kierkegaard le escribió durante ese año decenas de cartas que no son solo cartas de amor, crípticas cartas de amor, sino obras de arte, y que el once de agosto de 1841, sin razón aparente, aunque desde el mismo momento de su declaración de amor Kierkegaard empezó a dudar si sería un buen esposo, le hizo llegar una carta de tal calidad literaria que luego la incluiría sin modificación alguna en Etapas en el Camino de la Vida, publicado en 1845, diciéndole que rompía su promesa de matrimonio y enviándole de vuelta el anillo de compromiso.

Prométeme que pensarás en mí.

Al leer la carta, Regine sintió que el dolor la ahogaba, corrió desesperada a casa de Kierkegaard, pero este no estaba, y le dejó una nota suplicándole que no la abandonara. Más tarde amenazaría con suicidarse. “Será la muerte para ella, está totalmente desesperada”, le dijo el padre de Regine a Kierkegaard cuando, anonadado por el incomprensible acto de crueldad, fue a rogarle que no abandonara a su hija.
Kierkegaard aceptó ir a hablar con ella. Años después escribiría en su diario la conversación que tuvieron: “Fui y traté de que viera mis razones. Ella me preguntó: ¿Te casarás algún día? Yo le respondí: Sí, cuando mi vigor se haya gastado y necesite una joven saludable para rejuvenecerme. Fue una crueldad necesaria. Entonces me dijo: Perdóname por lo que te he hecho. Respondí: Soy yo, después de todo, quien debiera pedir perdón. Ella dijo: Prométeme que pensarás en mí. Lo hice. Ella dijo: Bésame. Lo hice, pero sin pasión —¡Dios misericordioso!— Paso las noches llorando en mi cama, pero por el día es mi persona habitual, aún más ingenioso y displicente de lo que se requiere. Mi hermano me dijo que iría a ver a la familia para probarles que yo no era un canalla. Le dije: Si haces eso te volaré los sesos.”
El tiempo del terror, llamaría Kierkegaard a los meses siguientes. Regine seguramente los llamó el tiempo del dolor.
No hay dudas de que Kierkegaard sí amaba a Regine, que no dejó de amarla nunca, que la culpa de su crueldad lo torturó el resto de su vida, que le pidió perdón en sus escritos, pero por esto mismo su acción resulta más paradójica.
Cierto que las cartas que le escribió durante el año que estuvieron prometidos dejaban ver claramente que su autor era, y sería, antes que nada un escritor. Son un ejercicio monumental en el arte de la comunicación indirecta. El joven filósofo duda, sí, duda que si pueda su melancolía ser comprendida, duda de lo que luego de romper su compromiso escribiría en O lo Uno o lo Otro, que ella pudiese acompañarlo en su aventura espiritual. Pero no duda de su vocación de escritor. Aunque escribe “sí, he descubierto que he cometido un error”, asume su acción, renuncia a la posibilidad de ser feliz al lado de quien ama, de quien no dejará de amar nunca.
Pero ¿cabe decir que la ha abandonado?
En la primera mitad del siglo XIX, romper un compromiso matrimonial era un asunto serio y socialmente ponía a la prometida en muy mala situación. Kierkegaard decide cargar con toda la culpa. Y lo hizo también a su manera. Se hizo pasar por un seductor irredimible, trató por todos los medios de que la opinión pública se pusiera en su contra. Y lo logró.
Todo el mundo fue engañado, excepto Regine.
El 25 de octubre de ese año, Kierkegaard obtuvo su título de Master en Filosofía con su disertación El concepto de la ironía. Al otro día, en un exilio auto impuesto, partió para Berlín por cuatro meses. Allí asistió a las lecciones de Schelling (Engels también asistía por cierto), y comenzó a escribir O lo uno o lo otro, donde aparece El Diario de un Seductor.
Una furia creativa pareció tomarlo. Desde San Agustín, nadie había indagado con tamaña meticulosidad en la psicología humana, la pasión, el llamado de lo divino, los fondos de la angustia, la fascinación que produce el pecado, el cual Kierkegaard prefería llamar desesperación, esa condición que se descubre en el hombre como irresoluble por sus propios medios, lo que describe como la atracción del precipicio. Y la elección.
“Una decisión nos une a lo eterno, dice Kierkegaard. Entra lo eterno al tiempo. Una decisión nos sacude de la monotonía enervante. Una decisión rompe el hechizo de la costumbre, rompe a través de los pensamientos gastados. Una decisión pronuncia su bendición aun en el más débil comienzo, en tanto sea un real comienzo. Una decisión es el despertar de lo eterno.”
No obstante, la decisión de Kierkegaard de romper su compromiso sigue inexplicable si uno se basa solo en la lectura de estas obras. Cierto que ellas son una respuesta a su experiencia, y más, son la plena decisión de asumir esa experiencia y llevarla a los límites; cierto que el Abraham de otra de sus obras cumbres Temor y Temblor, enfrentado ante el horror de la petición divina, sacrificar a su hijo, negar la Ley y toda moral, enfrentado al salto radical del absurdo que llama como lo absoluto es el propio Kierkegaard. Cierto que Lo Uno o lo Otro es también, y sobre todo, una conversación íntima con Regine, que Kierkegaard dejó dicho que solo le quedaba entregarse a la disipación o la absoluta religiosidad, que fue agudamente consciente de haber producido un dolor insensato, y que no se sentía capaz de hacer feliz a nadie que viviese a su lado. Pero no basta saber eso. En todo caso, a Regine no le bastaba.
Es imposible no hacer comparaciones entre otros grandes amores de la historia. Abelardo y Eloísa vienen a la mente. El Diario de un Seductor, donde Kierkegaard describe su seducción a Regine con exquisita y magnífica precisión, tiene algunos paralelismos con lo que Abelardo escribió en sus cartas cuando seducía a Eloísa, o era seducido por ella y ambos por el destino que los uniría para siempre. Pero Abelardo ya había desarrollado su filosofía antes de conocer a Eloísa, y la tragedia que vivieron vino como algo externo a su voluntad. No fue una decisión de Abelardo, ni mucho menos de Eloísa.
Kierkegaard decidió romper él, nadie les impidió estar juntos.
Una primera lectura sería asumir que lo que Kierkegaard nos cuenta es verdaderamente cierto, que realmente su melancolía no encontraría una compañera, que realmente haría sufrir a quien estuviese a su lado, que decidió asumir la filosofía a solas consigo mismo, sin el consuelo de la amada velando su sueño y obra.
Pero esto tampoco nos basta, ni sin duda alguna tampoco le bastó a Regine entonces. Mejor sería decir que ese sentido del que habla Kierkegaard no es algo que uno elige, sino que se es elegido por ello. De igual modo que el amor, no se escoge en última instancia a la persona amada, se es escogido en ella por el amor, y no escoge un artista de verdad, ni un pensador de la talla de Søren Kierkegaard el motivo de su vida, le es impuesto de una forma que no es simple negación del libre albedrío, sino justo como el amor, como esa seducción del abismo que él tan bien describió.
Kierkegaard parece implicar que tenía que sacrificar a Regine para ser el filósofo-poeta-teólogo que sería su elección de vida. Así en La Repetición, libro que publicó en 1843, el narrador se hace amigo de un joven quien se ha enamorado y comprometido solo para arrepentirse casi inmediatamente de su compromiso. “Ella había permeado cada aspecto de su ser, nos dice Kierkegaard escribiendo bajo el seudónimo de Constantin Constantius. El pensar en ella era constante. Ella lo había convertido en un poeta, y con esto había firmado su propia sentencia de muerte.”
No obstante, en O lo Uno o lo Otro, publicado un poco antes, y que había causado enorme revuelo en Copenhague, se extiende en exhaustivos análisis sobre el matrimonio y sus virtudes. Su sobrino Troels Frederik Troels-Lund dijo al respecto: “Es realmente algo peculiar para un villano que abandona a su prometida en Copenhague sentarse en un hotel en Berlín a pesar del duro invierno, la artritis, y el insomnio, para ponerse a trabajar con todas sus fuerzas y sin descanso en una obra en alabanza del matrimonio.”
¿Leyó entonces Regine O lo Uno o lo Otro como el resto de la sociedad educada en Dinamarca? No sabemos, pero si lo leyó tuvo que sentirse aludida totalmente con lo que Kierkegaard dice en su monumental obra. Tuvo que sentir que los análisis de la seducción y la traición en las obras de Mozart y Goethe que Kierkegaard desarrolla se referían a ella, tal vez tuvo el pensamiento que el narrador A pone en labios de Marie Beaumarchais en relación a Goethe: “Quizás él aún me ama, sí, fue por amor que se apartó de mí”.
Sea lo que fuese entonces —Regine lo leyó en algún momento, como leyó toda su obra y lo que se escribió sobre él mientras ella vivía—, lo que sí sucedió es que en cada nuevo libro de Kierkegaard ella estaría y que si Søren y ella no se hablaban tampoco nunca estaban lejos uno del otro. Durante años, se cruzaban en sus paseos por la ciudad, en una calculada coincidencia, intercambiaban sonrisas; ella surgía de pronto en el camino de Søren el día de su cumpleaños, este se quitaba el sombrero, e iba a anotar el encuentro en su diario.
Detengámonos brevemente en las ideas que el joven filósofo estaba lanzando al mundo en sus primeros libros. Kierkegaard le otorga una connotación especial a la palabra existencia, no el mero “existir”, que sería más bien un durar como los animales, sino que designa con ella el modo especifico de ser del hombre. El ser humano también “dura”, es verdad, pero solo en cuanto no ha realizado el existir en sí. Podemos decir que mientras está en un estadio más o menos irreflexivo en relación a su propio ser. Quien se detiene a mirarse a sí mismo no dura ya, sino se elige como existente. Y aún cuando se niegue a elegirse, está eligiendo, meramente ha elegido ser quien no quiere elegirse. Quien hace esto está viviendo en el estadio que Kierkegaard denomina estético, lo que describe tan minuciosa y originalmente en el Diario de un Seductor, su propia seducción a Regine. Es un estado donde se contempla el mundo sin comprometerse con nada, donde se vive el momento para evitar el peso del devenir. No obstante, el momento, el instante es la forma más radical del fluir del tiempo, cosa que ya había dicho San Agustín en el que sin dudas es el más famoso pasaje de sus Confesiones, y que vale la pena citemos:
“¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo deciros que existe este, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?”

Maldito azar.

Kierkegaard vivía con una agudeza extrema esta incertidumbre del tiempo, el abismo del instante que se abre como una posibilidad siempre incierta, como lo desconocido que llama al abismo, o a la luz, como lo que enfrenta al ser humano a lo eterno, al misterio terrible de lo eterno. Lo sentía como nadie lo había sentido nunca antes, ni siquiera San Agustín que es quien más cercano está a él en la historia de la filosofía occidental. De modo, pues, que se daba perfecta cuenta de que la opción del esteta no es válida. El instante al que se entrega el esteta es también tiempo, obviamente, y es más, es la más pura radicalidad del tiempo, pura fugacidad como había visto ya San Agustín. Pero San Agustín no estaba enamorado cuando escribía sus confesiones. Era ya obispo, anciano y sabio. Sus amores y calaveradas de juventud, que describe con una penetración psicológica que solo sería valorada del todo en el siglo XX, eran cosa del pasado lejano. Kierkegaard sentía el peso de su elección, de su presente, el peso de su amor, y la necesidad imperiosa de seguir esa causa por la cual vivir y morir.
Don Juan (el de Mozart) es el arquetipo del hombre estético según Kierkegaard, y también lo es Johannes el Seductor, el Johannes del Diario de un Seductor, o sea, el propio Søren Kierkegaard. Pero si la opción del esteta no es válida, si hace que Kierkegaard-Johannes escriba: “¡Maldito azar! Jamás maldije de ti cuando aparecías y te maldigo ahora en que te ocultas. ¿O se trata de una nueva invención tuya, inconcebible ser, estéril fuente de todo, único superviviente de aquel tiempo en que la necesidad dio a luz la libertad y la libertad fue tan insensata que volvió al seno materno? ¡Maldito azar! ¡Tú, mi único amigo íntimo, único ser al que creía digno de confianza, de mi alianza y de mi enemistad, siempre inestable y siempre igual a ti mismo, siempre incomprensible, eterno enigma!”; sí el instante se escapa y la contemplación del mundo necesariamente arrastra al ser humano fuera de la duración al existir, algo más es necesario entonces. Este algo es el estadio ético, o sea, el hombre que se compromete dentro de la temporalidad como esposo, como amigo, como pariente, como ciudadano.
Kierkegaard ciertamente aprecia el estadio ético, sus análisis sobre él son incisivos y geniales, recordemos la opinión de su sobrino al leer lo que dijo al respecto del matrimonio, es un estadio superior al estético, pero no ha abandonado aún la temporalidad, su validez es, más que en sí mismo, como puente hacia el estadio religioso. Es lo que Hegel llama lo general, pero mientras el filósofo alemán lo considera lo más elevado del hombre, para el joven danés es un estado inferior. Según Hegel, el ser humano es infeliz cuando se siente un individuo separado del todo, un ente aislado, pero, aquí el truco de Hegel, maestro como nadie en resolver contradicciones, este particular individuo perdido en su inanidad desarraigada, que cree estar en lucha contra el mundo, abandonado a su insignificancia, descubre, gracias a la mediación del Espíritu, que él es parte del todo, un fragmento necesario del plan del Espíritu desenvolviéndose por las leyes de la dialéctica.
Kierkegaard no podía estar más en contra de semejante resolución dialéctica a sus pasiones, a su sufrimiento, a su responsabilidad y elección. La responsabilidad del individuo concreto, la mía, la de cada ser humano es irreductible a algo externo a ella, y no cabe una mediación, al modo de Hegel, ni tampoco de Schelling, o de ningún sistema, entre el yo y el mundo. Así pues, del mismo modo que el estadio estético de la vida no tarda mucho en revelar su vacuidad, en demostrarse impotente ante el instante que pasa, ante la angustia de ser en el tiempo, el estadio ético se topa al fin con la desesperación que produce esta imposibilidad de resolver las contradicciones en cualquier mediación. El hombre ético también encuentra la vacuidad que se esconde detrás de lo general, de toda norma general, y siente el llamado angustioso del estadio religioso. No obstante, este estadio no es para Kierkegaard algo que pueda encontrarse en la institución religiosa, en las iglesias, como simple práctica aceptada de la comunidad. El estadio religioso al que se refiere Kierkegaard no es la paz y la tranquilidad prometidas en las iglesias.
Una vez que las ilusiones estéticas y éticas, ambas formas de la temporalidad diferentes en grado pero no en esencia, se desvanecen, queda el ser humano de cara a la angustia de existir, la angustia que produce el saberse frente a lo infinito, a lo misterioso e irracional de la existencia. La relación con Dios no es nada fácil, por el contrario, es terrible, peligrosa. Dios no habla al hombre desde la razón, habla como algo absurdo, y el cristianismo particularmente es absurdo. ¿Qué absurdidad más grande que el Hijo de Dios colgado de una cruz? ¿Qué absurdidad mayor que el tema de Temor y Temblor?, Dios pidiéndole a su favorito, a Abraham que le sacrifique su único hijo. ¿Cómo hablar de razón, de sistemas, de dialécticas o incluso de ética ante eso? Kierkegaard vive esa angustia en sí, vive la unicidad de su persona enfrentada al abismo de lo eterno, sabe que no tiene el consuelo de la religión organizada, sabe que, al igual que Abraham ante el pedido de Dios, se enfrenta a lo terrible de la elección, que se puede equivocar, que la condición del diálogo con lo infinito es la incertidumbre de un amor que llama pero no se entrega en un discurso dado, en una forma, en una clara manifestación, un amor que puede matar exigiendo todo.

¿Y si Dios no me está exigiendo que renuncie a Regine?

¿Qué pensaba y sentía entonces Regine al leer las reflexiones y la pasión de Kierkegaard, al verse aludida en ellas, no solo en insinuaciones, aunque más que evidentes, sino de un modo directo?: “¿Y si Dios no me está exigiendo que Renuncie a Regine?” No lo sabemos con certeza, solo cabe suponerlo, lo que sí sabemos con total certeza es que ella tampoco había “terminado con la interrogación, ni con el veredicto”. Y que tendrían que pasar quince años para que las respuestas empezaran a llegarle.
El 3 de noviembre de 1847, Regine Olsen cambiaría su apellido por el de Schlegel, se había casado con quien fuera su antiguo tutor, Johan Frederik Schlegel. El matrimonio, según todas las apariencias, sería feliz y estable. Llegarían a leer juntos pasajes de las obras de Kierkegaard, que eran cada vez más el centro de atención en Dinamarca.
Regine Schlegel y Søren Kierkegaard continuaron encontrándose “fortuitamente” en las calles de Copenhague, en la ciudad vieja, pasando uno frente al otro sin hablarse, sonriéndose. En ocasiones dos veces diarias. Kierkegaard podía cambiar su itinerario, pero al poco tiempo ella volvía a aparecer en su camino, inexorable, constante, silenciosamente sonriente.
El diecinueve de noviembre de 1849, Johan Frederik Schlegel recibió la que sin dudas sería la mas curiosa y perturbadora carta de su vida. Junto a esta había otra carta dirigida a su esposa, que el remitente dejaba en manos de Johan si pasar o no a Regine: “Porque, por supuesto, yo no puedo intentar llegar a ella menos ahora, cuando ella es suya. Esa es la razón por la que nunca he aprovechado la oportunidad que se me ha presentado, que tal vez se ha presentado, durante varios años.” Frederik no entregó la carta de Kierkegaard a su esposa. “Es mi creencia que un poco de información sobre su relación conmigo podría serle útil a ella ahora”, le decía Kierkegaard a Frederik, pero este le devolvió la carta sin abrir acompañada de una nota indignada. ¿Cuál era la información que Kierkegaard tenía la firme creencia que Regine debía saber? Lo más probable es que fueran fragmentos de sus diarios, escritos poco tiempo antes, los cuales tituló “Mi Relación con Ella”. No las palabras de un seductor precisamente, sino de quien ha sido total e irremediablemente seducido, de quien escribe: “Vine, vi, ella venció”.
Sus encuentros “fortuitos” continuaron durante los próximos seis años. Regine dejaba de ser la señora Schlegel casi a diario e iba a ser Regine Olsen, la presencia en el camino de Søren Kierkegaard, ella en cada nuevo de sus libros.
El diecisiete de marzo de 1855, Regine y su esposo iban a partir para las Indias Occidentales Danesas, donde Frederik había sido nombrado gobernador. El puesto los mantendría fuera de Dinamarca por más de cinco años. Un viaje de miles de kilómetros al otro lado del océano no era un asunto ligero a mediados del siglo XIX, implicaba reales peligros, naufragios, enfermedades, muertes. Y Regine era más que consciente de los riesgos. Su hermano mayor había perdido a su esposa durante su estancia en las islas.
Sea por esto, por los años que iba a estar fuera de Dinamarca o por alguna razón aún más profunda, Regine tomó entonces una decisión que sería crucial en su vida. Repentinamente, en medio de los preparativos finales para el viaje, salió a toda prisa de su apartamento. Luego de una búsqueda desesperada en medio de la multitud de una mañana de sábado, vio al fin la delgada figura que tantas veces, sin decir nada ella, sin decir nada él, hablando ambos solo con la mirada y la inevitable sonrisa, se había cruzado a su lado durante los últimos catorce años, lentamente se le aproximó y muy suavemente le dijo: ¡Dios te bendiga, que muchas cosas buenas vengan a ti! Søren Kierkegaard no le respondió, no pudo decir nada por la emoción, la vio alejarse corriendo. Iría a otra de sus furias creadoras y moriría ocho meses más tarde. Los estudiantes de la universidad montaron una guardia de honor ante su cadáver.
La noticia le llegó a los Schlegel el primero de enero del próximo año por una carta del hermano mayor de Søren, Peter Christian. Regresaron a Dinamarca en 1860 y pasarían el resto de su vida en Copenhague. Vieron cómo la fama de Kierkegaard crecía no solo en su país natal sino en toda Europa. Sus diarios se publicaron entre 1869 y 1881, causaron una enorme controversia en relación a si debían hacerse públicas las revelaciones de Kierkegaard sobre personas aún vivas, particularmente la propia Regine. Pero esta, no obstante, le pidió a Frederik que le comprase una copia y, aunque la lectura de los detalles personales que Kierkegaard revela sobre ella la hizo sentirse físicamente mal, los guardó siempre consigo.
La primera biografía del filósofo poeta aparecería en 1877, fue un éxito total. Su autor era Georg Brandes, quien visitó varias veces a los Schlegel en su casa, el mismo crítico que unos años más tarde sacó del anonimato a un casi desconocido alemán, de maneras suaves y prosa de fuego: Friedrich Nietzsche. Brandes claramente vio la influencia de Regine en la obra de Kierkegaard. Dijo al respecto: “No hay la menor razón para condenarlo, sino una llamada para entenderlo.” No obstante, también llegó a la conclusión de que Kierkegaard es “el misterio, el gran misterio.”
Para Regine el misterio no era tan grande ya. Mientras su esposo vivió, se mostró reservada por respeto a él. Cuando este murió, en 1896, se reveló como la más apasionada guardiana de la obra y la llama de Kierkegaard. Donó las cartas y papeles suyos que aún tenía consigo a la Universidad de Copenhague, donde, según sus instrucciones, debían mantenerse hasta varios años luego de su muerte. Cierta vez, al oír a un sacerdote decir que no estaba familiarizado con la obra del filósofo, le dijo indignada: ¡Tal cosa es impensable en el país donde nació Søren Kierkegaard!

Quizás nada enoblece más a un ser humano que mantener un secreto.

Aunque cuarenta años atrás, en los meses posteriores a la muerte de su antiguo prometido, había pensado en la posibilidad de escribir su versión de los hechos, “[…]siento el deseo de aclararlo todo por mí misma, no quiero más permanecer en silencio, he tenido bastante de eso en mi vida”. No lo hizo nunca. Permitió que su amor se expresase solo desde el pasado, como existe en los papeles póstumos de Kierkegaard. No dejó casi nada de sí misma, ni confesiones, ni diarios ni ninguna indiscreción. Incluso las cartas que le escribió a su hermana Cornelia durante su estancia en las Antillas no nos dicen casi nada sobre sus sentimientos. Hay alusiones sí, indicaciones, pero nada más. Permaneció oculta, visible solo por Kierkegaard, sus más íntimos sentimientos son un secreto entre amantes. Kierkegaard dice en O lo Uno o lo Otro: “quizás nada ennoblece más a un ser humano que mantener un secreto”. Regine dejó que él hablara por los dos, quiso mantener su secreto porque su “interrogación y veredicto” tuvieron respuesta.
En una carta que escribió poco después de la muerte de Kierkegaard, dirigida a Henrik Lund, sobrino de este, dijo: “Su muerte me ha embargado no solo con pesar sino con preocupación, como si por posponer la acción haya cometido una gran injusticia contra él… Pero desde su muerte, me parece un deber que he descuidado por cobardía; un deber no solo con él sino hacia Dios, a quien él me sacrificó, lo hiciera por una tendencia innata a la auto mortificación (una falta de la que padece), o sí, como pienso el tiempo y los resultados de su obra mostrarán, por un llamado superior de Dios.”
Y tenía razón, el tiempo probó que el llamado de la obra de Kierkegaard era superior, pero no estuvo del todo exacta al decir que la sacrificó por Dios.

El testamento.

Junto a la carta que anunciaba la muerte de Kierkegaard, llegó también su testamento: “Es, por supuesto, mi voluntad que mi antigua prometida, Regine Schlegel, deba heredar incondicionalmente todo lo poco que yo pueda dejar. Si ella rechaza aceptar, le será ofrecido con la condición que lo distribuya entre los pobres. Lo que quiero expresar es que para mí el compromiso fue y es tan vinculante como el matrimonio, y que por consiguiente mi patrimonio debe ir a ella en exactamente la misma manera que si estuviéramos casados.”
Regine le escribió a Lund pidiendo que el testamento fuera ignorado, y que en su lugar le enviasen algunos efectos personales y las cartas que se escribieron durante el año en que fueron oficialmente prometidos. Lund no solo le envió lo pedido, sino, entre otras cosas, las entradas del diario de Kierkegaard tituladas Mi Relación con Ella, la carta que le escribió a Schlegel en 1849, y muchos otros papeles póstumos. En sus cartas a Lund, Regine reconoce que había algo aún sin resolver entre ella y Kierkegaard, algo que pensó resolverían en la tranquilidad de la vejez. En vez de eso, se sentía ahora llena de arrepentimiento y con la sensación de haberle hecho mal a Kierkegaard.
Pero sí, había algo que resolver entre ellos, y en esos días, mientras Regine leía los diarios y los papeles de Kierkegaard en una paradisíaca isla del Caribe, empezó a hacerlo.
Leer el testamento le produjo enorme conmoción, pero la trama se iba aclarando, la interrogación de su vida encontraba respuesta. Søren Kierkegaard creyó romper con ella para ir a Dios, pero su camino a lo eterno lo llevaba de vuelta siempre a una sola persona, y Regine lo supo. Supo que la elección de Kierkegaard había sido también, y sobre todo, contra él mismo quizás, elegirla a ella.

Una decisión que nos une a lo eterno, entra lo eterno al tiempo.

Que Kierkegaard siempre se consideró unido a ella, su compromiso fue roto en lo externo, fue una huida hacia sí mismo para volver a ella. Toda su obra es un diálogo con ella, un diálogo donde Kierkegaard busca encontrarla en lo finito y lo infinito, como el Dios terrible que llama a Abraham al sacrificio, la señala a ella con el dedo. Sí, Regine debió sentirlo entonces, y sentirlo crecer como una certeza absoluta según los años pasaban: “una decisión nos une a lo eterno, entra lo eterno al tiempo… Una decisión es el despertar de lo eterno”. Al leer sus textos póstumos, supo que la decisión de Søren Kierkegaard por la filosofía le había respondido desde lo eterno en el nombre y el ser de una persona, ella. Necesitaría tiempo para asimilarlo del todo, para descubrir que, a diferencia de Eloísa y de otras grandes amantes de la historia, vería el mito venir a abrazarla, vería cómo se convertía en parte de los arquetipos de occidente.
Mientras mantenía la reserva al lado de su esposo, y cuando muerto este fuese como la guardiana de la llama de Kierkegaard, sí estaba revelando su ser. Aunque no dijera nada, aunque desapareciese como persona para dar paso al mito, para ser para siempre Regine Olsen, la musa y prometida de Søren Kierkegaard, estaba encontrando ella también esa secreta elección que viene de dentro, que como el amor es impuesta en un salto al abismo de la libertad.
Vio cómo la obra de Søren iba creciendo en fama e influencias. Aunque no alcanzó a ver su plena repercusión en el siglo XX (es difícil encontrar un pensador relevante del siglo XX que no haya estado tocado de un modo u otro por Kierkegaard, muchos de los grandes poetas y escritores de finales del XIX y hasta nuestros días han hablado íntimamente con él), tuvo tiempo suficiente para saber que gracias a ella se había creado y desarrollado uno de los pensamientos más originales e influyentes de la humanidad. Supo que no se podía ni se podrá separar jamás la obra de Kierkegaard de ella, que ninguna mujer ha sido tan determinante en la vida e ideas de un gran filósofo como lo fue ella, y que por consiguiente, ella ocupa un lugar único en la historia de la filosofía, no solo de occidente sino de todo el mundo.
Pero sobre todo, supo algo aún más importante para ella. Kierkegaard se dirige en su obra al individuo único, a la unicidad personal del drama de la existencia que no puede reducirse a ninguna categoría dialéctica, a ningún sistema. Regine supo que ese individuo único no era para Kierkegaard solo cada lector posible, tenía un nombre concreto.
Junto al testamento de Søren, llegó un sobre sellado. Al abrirlo Regine leyó: “La persona sin nombre, cuyo nombre un día será nombrado, a quien la totalidad de mi actividad como autor está dedicada, es mi antigua prometida Regine Schlegel.”
Quizá sonrió al leerlo, quizás rompió a llorar, quizás demoró en entenderlo, pero lo supo. No solo por ella se había creado un nuevo modo de pensar y abordar el misterio de la existencia humana, no solo su nombre iba a estar para siempre unido al de Søren Kierkegaard y el de este al suyo, sino algo más, algo mas personal, más radicalmente, dolorosamente íntimo: todo lo que Kierkegaard escribió, y porque era visceral y absolutamente un escritor y un filósofo, su propia vida; todo su pensamiento, su búsqueda de lo divino, su dolor, sus dudas y su enorme genio no solo se habían desarrollado y expresado por ella, sino, más allá de todo, y en cierto sentido contra todo, para ella, el individuo único, Regine Olsen.
Regine Olsen murió el 18 de marzo de 1904, medio siglo más tarde que su eterno prometido. Está enterrada en el Cementerio de Assistents en Copenhague, donde reposan muchos de los daneses más ilustres. Su tumba se encuentra a menos de cuarenta metros de la de Søren Kierkegaard.

Søren Kierkegaard (1813-1855)

Filósofo y teólogo danés, sus reflexiones sobre la condición humana lo llevaron a ser considerado el padre del existencialismo.
Temor y Temblor, es probablemente su obra más significativa. Para escribirla se inspiró, como en muchas otras, en su dolorosa experiencia autobiográfica y su desgraciado amor por Regina Olsen.
En su Diario anotó: «cuando yo haya muerto bastará mi libro Temor y Temblor para convertirme en un escritor inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y el espantoso pathos que contiene esta obra hará temblar. En la época en que fue escrita, cuando su autor se escondía tras la apariencia de un flâneur, nadie podía sospechar la seriedad que encerraba ese libro. Pero una vez muerto, se me convertirá en una figura irreal, una figura sombría… y el libro resultará pavoroso.»

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