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Isidoro Blaisten: el cuento como un género rebelde

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Una forma de la piedad, la mejor contención contra la angustia, algo inherente a la escritura: el humor tiene múltiples sentidos en las reflexiones de Isidoro Blaisten y sostiene una obra literaria que cultivó el cuento como género predilecto. La reedición de La felicidad, primer título de la editorial Hugo Benjamín, ratifica la maestría de uno de los grandes narradores argentinos.

Por Osvaldo Aguirre

La historia de vida de Isidoro Blaisten (Concordia, 1933 – Buenos Aires, 2004) podría ser la de alguno de sus personajes. Su infancia quedó marcada por la temprana muerte del padre. Fotógrafo de plaza, vendedor ambulante y finalmente librero, quería dedicarse a la literatura en un medio que no estimulaba precisamente los intereses artísticos. “En mi familia siempre pensaron que lo que yo hacía era una locura”, recordó en una entrevista. Pero hay sueños que se cumplen.

Hubo un primer libro de poemas, Sucedió en la lluvia (1965). Blaisten no volvió a publicar poesía pero ese dato es secundario porque el cuento le permitió realizar aquello que buscaba en los primeros textos. Y en definitiva la separación de los géneros podía ser pertinente para la enseñanza escolar pero no tanto para la escritura: “La belleza de un cuento pasa por lo poético”, dijo.

La felicidad se publicó originalmente en 1969, después de que Blaisten ganara el primer, segundo y tercer premio de un concurso de la revista El escarabajo de oro, con cuentos que integran el libro: “El tío Facundo”, “Los tarmas” y el que le da título. Las claves de su literatura ya estaban en funciones, dice Graciela Melgarejo en el prólogo de la reedición, “no solo su maestría en el cuento sino también el manejo del lenguaje coloquial y su humor ácido y tierno”.

Blaisten define al cuento como “un género de maniáticos y relojeros, un género muy rebelde pero que obliga a establecer límites” y si bien rechaza los experimentos teóricos al mismo tiempo juega con la forma tradicional del género, ese orden cerrado de acontecimientos que termina de revelarse con el desenlace. “El tío Facundo”, uno de sus relatos más celebrados y el primero de La felicidad, sorprende porque dice en las primeras líneas lo que un cuento tradicional se reservaría para el final, y por el tono del narrador y el contraste entre lo que dice y su forma: “Para que se den cuenta de cómo era mi familia antes de que matásemos al tío Facundo, mejor dicho, antes de que llegase el tío Facundo, les voy a contar lo que decía cada uno de nosotros”.

A propósito de Cerrado por melancolía, otro libro de cuentos publicado en 1981, Blaisten explicó que no le costó construir un cuento en base a una anécdota, “que el tema fuera el amo”, sino que ante todo sentía la necesidad de trabajar con el lenguaje. Esa preocupación se registra ya en “El tío Facundo” a través de una particular marca de estilo: la observación de los lugares comunes, las frases hechas que circulan inadvertidas y conforman el sustrato de la conversación corriente.

Hebe Uhart destacó cómo funcionaba el recurso en “El tío Facundo” y en la economía de la narración. “Isidoro Blaisten hace varias cosas con los lugares comunes: define a los personajes, como joven, padre, madre, por lo que dicen; los combina y yuxtapone de modo tan feliz que todos juntos configuran un disparate total”, decía en sus talleres según las anotaciones de Liliana Villanueva en Las clases de Hebe Uhart.

En “Los tarmas”, Blaisten pone en escena a una familia que se provee en velorios e inauguraciones de lo necesario para mantenerse y hasta progresar. Otra vez retrata a los personajes y al ambiente en que se mueven a través de las costumbres y de las expresiones usuales. El cuento descubre así las cristalizaciones del lenguaje y el modo en que los estereotipos circulan en la vida social, y procede tanto por frases hechas como por neologismos creados para la ocasión, como “nercas” o “tarmas”, derivado de la especie de las hormigas “que no dejan nada cuando pasan”. También cuentan algunos términos del lunfardo, como esgunfio(fastidio, irritación), asumido por Blaisten como seña de identidad personal: “Tengo la lentitud entrerriana, el esgunfio porteño y la melancolía judía”.

Blaisten solía referir los descubrimientos literarios a episodios de su historia de vida y en particular a la infancia. “De chico me tenía intrigado una propaganda que salía en la contratapa de la revista Chabela, que era la revista que compraban mis hermanas; el slogan decía “sabe a gloria” –contó-.  Yo miraba y miraba la nena que mordía la salchicha, miraba la leyenda y no entendía.  Confundía el sabor con el saber. Después comprendí que entre las dos cosas está el recuerdo”. Una anécdota familiar se resignificaba como el descubrimiento de los eufemismos: “Mi hermana Paulina coleccionaba los telegramas que mi cuñado, que era agrimensor, le enviaba cada vez que “iba a campaña”. Salvo la fecha, todos los telegramas decían lo mismo: “Arribé satisfactoriamente”. No decían “Llegué bien”, decían “arribé satisfactoriamente”. Pero mi hermana los guardaba, atados con una cinta rosa, como prueba de amor”.

Los protagonistas de los cuentos de La felicidad padecen familias opresivas y matrimonios infelices por la frustración de sus aspiraciones económicas. En “El tío Facundo” el personaje aludido introduce una disrupción en la intimidad de una familia: el padre falta al trabajo y desarrolla una vocación artística, la madre tiene un amante, los hijos juegan al póker, “todo estaba aceitado de vida”. Y el tío debe ser sacrificado para que la familia vuelva a la normalidad, en la que como observó Uhart cada integrante “está aislado en su pobre repertorio de cosas dichas y remanidas”

En “La felicidad” dos amigos recorren Buenos Aires a la búsqueda de objetos perdidos. Inventores de negocios que parecían fabulosos pero que no dejaron ninguna ganancia y los expusieron a la mirada despectiva de sus familias, encuentran en los sueños un modo de enfrentar la realidad y de experimentar vidas diferentes y por otra parte, señala Graciela Melgarejo, “son el modelo para otros cuentos del mismo libro y de otros posteriores”.

Para los personajes de Blaisten no importa tanto que los sueños sean imposibles de realizar en la práctica. Lo importante es lo que producen en el pasaje a otra realidad, la de la misma ensoñación, “el país de lo posible” que imagina un vendedor de destornilladores en contraste con las penurias cotidianas, “el litoral de la magia” extendido más allá de la muerte y de una infancia desvalida.

En “La carta y el cuento”, el tema tiene un nuevo giro en la figura de un escritor aficionado, que recibe la carta de una admiradora después de recibir un premio en un concurso. La mirada del narrador parece impiadosa sobre ese escritor que en realidad escribe poco y está anulado por el matrimonio y un trabajo rutinario: el señor Mauro, como se llama el personaje, es “un pobre tipo sin historia, un pobre tipo tratando de ser un buen tipo, tratando de que la vida no fuera  irrevocable, tratando de dejar algo”. La admiradora remueve antiguas ilusiones y deseos frustrados y finalmente provoca ensoñaciones una decepción terrible, porque el escritor contempla su propio rostro en el de esa mujer que se queja de las camarillas literarias y sufre a un esposo que no la valora como escritora.

“Mi amigo Boris dice que una tragedia que dura más de cinco actos se convierte en comedia. Creo que el sentido del humor es una cuestión individual. Hay distintos sentidos del humor. Hay gente que no tiene sentido del humor, y hay gente que no tiene sentido”, dice Blaisten en 1980, entrevistado por la revista Pájaro de Fuego. Y la propia literatura no está libre de su mirada corrosiva.

Su iniciación literaria, como la contaba, había sido el equívoco de una profesora de Castellano. “Nos enseñaba que Florencio Sánchez era un degenerado –escribió en un artículo para El escarabajo de oro, y lo cita en un cuento-. Nos inició también en el aburrimiento. Tenía una rara habilidad para volver tediosos a Don Segundo Sombra o a Cervantes”. Una lección para revertir y la convicción de que la literatura iba por otro lado y tenía un carácter necesario, porque Blaisten, cuando todavía era un autor inédito, supo que podía prescindir de muchas cosas en la vida pero no de escribir.

Los lugares comunes estaban también en las revistas literarias, y Blaisten no los dejó pasar: “era de cajón burlarse de Silvina Bullrich, descubrir que Borges era conservador, o descubrir que Victoria Ocampo se la pasaba hablando de Rabindranath Tagore”; y la cita del “cross a la mandíbula” en el prólogo a Los lanzallamas parecía infaltable en la nota editorial, “esas fulminantes palabras de Arlt que relampaguean por sí mismas, y que resisten el uso y abuso, como la buena ropa de trabajo”.

No creía en los mecanismos convencionales del reconocimiento y la consagración. “Stendhal vendió siete ejemplares de Rojo y Negro en once años y la consideración del público le vino un siglo después –dijo, entrevistado por la revista Alejandría-. Si uno se pone a pensar en el público, hace una literatura de consumo. En mi caso escribo lo que quiero”.

En 2001 fue incorporado como miembro de la Academia Argentina de Letras. El discurso que preparó para la ocasión lo define como escritor. “Mi humilde teoría consiste en afirmar que, entre otras cosas, la literatura es solemnidad destruida. Al decir solemnidad, me estoy refiriendo a aquello que denota afectación y grandilocuencia, vacuidad”. Escribir es “una forma de salvación” y de evidenciar los lugares comunes y las apariencias, para lo que Blaisten valoró dos recursos: “el despojamiento, lo esencial y permanente de la palabra” y el humor que al sublimar el dolor y la angustia ofrece con una sonrisa irónica otro pliegue de la realidad.

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