Él no recuerda que su padre lo cuidara cuando estaba enfermo. Por lo que sabe, tampoco le cambiaba los pañales ni le preparaba el desayuno. Era su madre la que se ocupaba de todas esas tareas. No pretende juzgar a su padre ni pasarle facturas tardías; simplemente comprueba un hecho que quizá sólo puede ver ahora. La imagen de su padre que lo acompaña desde siempre es la de un hombre sentado frente a una mesita baja, con la boca llena de tachuelas, que escucha radio AM y clava o rebaja una suela, o con una pinza plana tironea para darle forma a una capellada o a un contrafuerte. Armaba botas de cuero. Una rutina de horarios fijos que nunca se alteraba. Los días, las estaciones, los años pasaban, pero la rutina laboral de su padre se mantenía siempre igual. Iba a trabajar con dolor de muelas, de cabeza, de brazos. Tomaba un analgésico y seguía. Mil veces lo escuchó decir que estaba cansado, pero al día siguiente se volvía a levantar a las cinco de la mañana, tomaba un té y se iba al taller. Así durante cuarenta años, frente a la misma mesita, armando botas incluso hasta después de jubilarse.