Su hija tiene fiebre. Es miércoles por la mañana, están los dos solos en la casa y ella mira sin ningún entusiasmo la taza de leche que todos los días toma de un sorbo. Tampoco come nada, hace a un lado la manzana y picotea apenas una galletita. Le dice que tiene frío, que quiere ver la tele “a upa de vos”. Él la abraza y, como hace unos años, miran un rato juntos Peppa Pig. Ella acomoda la cabeza sobre su pecho y se queda dormida. Él le toca la frente: hierve. La recuesta y busca el termómetro: 39.1. Se preocupa y llama enseguida al médico. Dos horas después, el médico la revisa y dice que es una faringitis viral: nada para preocuparse demasiado, tres o cuatro días en casa, bajar la fiebre con ibuprofeno o dipirona.
Lo que parecía una tontería se complica porque ella no quiere tomar los antifebriles. No quiere saber nada, y la fiebre es mucha. Él apela a todos los recursos conocidos: promesas de regalos, paseos en bici, helado de chocolate. Se enoja y va por las malas: que no van a ir a visitar al abuelo, que no va a poder jugar con sus amigas en el jardín, que se acabó la tablet. Temas menores para ella, nada tiene peso comparado con una cucharada de ese asqueroso jarabe.
Al día siguiente el termómetro llega a 39.6 y él vuelve a llamar al médico. Le cuenta la situación y el médico, cómplice, despliega sobre la cama un arsenal de jeringas y agujas: “Si no tomás el jarabe vamos a tener que darte una inyección”, le dice. La respuesta de ella es categórica: “No lo voy a tomar”. “Brava la chiquita”, dice el doctor, “en general, esto no falla. Pruebe con paños fríos y hielo bajo los brazos. Mucha suerte”.
Pasan los días y su hija sigue enferma.
Él no recuerda que su padre lo cuidara cuando estaba enfermo. Por lo que sabe, tampoco le cambiaba los pañales ni le preparaba el desayuno. Era su madre la que se ocupaba de todas esas tareas. No pretende juzgar a su padre ni pasarle facturas tardías; simplemente comprueba un hecho que quizá sólo puede ver ahora. La imagen de su padre que lo acompaña desde siempre es la de un hombre sentado frente a una mesita baja, con la boca llena de tachuelas, que escucha radio AM y clava o rebaja una suela, o con una pinza plana tironea para darle forma a una capellada o a un contrafuerte. Armaba botas de cuero. Una rutina de horarios fijos que nunca se alteraba. Los días, las estaciones, los años pasaban, pero la rutina laboral de su padre se mantenía siempre igual. Iba a trabajar con dolor de muelas, de cabeza, de brazos. Tomaba un analgésico y seguía. Mil veces lo escuchó decir que estaba cansado, pero al día siguiente se volvía a levantar a las cinco de la mañana, tomaba un té y se iba al taller. Así durante cuarenta años, frente a la misma mesita, armando botas incluso hasta después de jubilarse.
Hoy su hija está mejor, por suerte.
Es domingo a la noche. Se da cuenta de que con todo este lío se olvidó de llamar a su padre el fin de semana. Mañana tiene que corregir eso. Se levanta y va hasta la cama de su hija. Le toca la frente, comprueba que no tiene fiebre y se alegra. Es una alegría genuina. Piensa que ser padre, entre tantas otras cosas, es sentir ese tipo de emociones, una alegría auténtica e intransferible cuya única razón es saber que el hijo ya no tiene fiebre y respira bien mientras duerme.
Distendido ya, se prepara unas tostadas y un café y piensa que podría leer un rato, quizá retomar esa novela que interrumpió hace unos días y lo tiene intrigado. O mejor un par de cuentos. Frente a la biblioteca, se acuerda de un texto de Augusto Monterroso, no la bobada del dinosaurio sino uno de esos milagros de dos páginas que le salían sólo a él y que son un poco ensayo, un poco cuento, a veces incluso biografías condensadas y muchas otras poemas camuflados de otra cosa, en el que se menciona un gesto de ternura: Juan Carlos Onetti está de visita en la casa de Monterroso y la hija más pequeña de este, de meses apenas, le llama la atención. Onetti se acerca, extiende un brazo y le acaricia la cabeza. Monterroso menciona al pasar que en el cuento “Un sueño realizado”, alguien también acaricia una cabeza, pero en el final de la vida, y escribe este pequeño ensayo a modo de homenaje cuando Onetti ya se ha ido de este mundo. La oración final dice: “El mejor recuerdo suyo que tengo él es el de su mano en la cabeza de mi hija en el principio de la vida”.