Murió Maradona. Este día será el punto cero en el calendario emocional de muchas personas. En el cruento año de la pandemia, además, nos tocó asumir esta pérdida. Precisa. Incisiva. Un flechazo contra la felicidad.
En este tiempo severo, de múltiples crisis, de liderazgos tambaleantes y desolaciones existenciales la muerte de Maradona hace más pesada la existencia en este país. El último gran héroe argentino y napolitano -porque lo era para ambos- perdía su vida en un barrio cerrado de la Zona Norte de la Provincia de Buenos Aires. Entre pocas personas.
No murió en un hospital. Fue una muerte privada, sustraída de drones y de médicos chismosos. Así daba cuenta del último dictado que le propuso a su cuerpo. A su magnífica biología. Una marca personal en todas sus decisiones. Se hizo de un poder para decidir. Dejar Villa Fiorito, como podría haber dejado Rione Sanita (Napoli), y decidir con qué político o política hablar, comer o presentarse. O qué equipo dirigir o con quién coger. Eso es parte de una gran libertad que muchos actores populares buscan y desean. Pero no solo estos, sino otros tantos que provienen de mundos sociales diferentes. Saltar la cerca social pero no alejándose de ella. Mirando generosamente hacia atrás. Tener ese micropoder de decidir a quién atacar o defender. A quién maldecir. La defensa de los “terroni” en Italia fue eso. Acá estoy. Nadie me (nos) toca el culo. Vamos contra ustedes.
El moralismo cultural que quiso ver en Maradona solo sus dotes futbolísticas para separarlas de sus otras acciones se perdió de observar su completo material humano. Se perdió de inscribirlo en esos lenguajes, excesos y controles que habitan la historia cultural y artística argentina. Hacer arte con el cuerpo mismo y con la felicidad de millones es un milagro. Administrarlo sin resentirlo ni disecarlo. Decisiones y magia corporal signaron un hombre incansable.
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Ni siquiera el barro de la política argentina pudo erosionarlo tanto como para ser expulsado del altar emocional de los argentinos y argentinas. Nadie lo logró. Existe una valla social, identitaria que lo protege. Ni siquiera la careta de Ben Laden en los 90, el enfrentamiento con los periodistas desde su quinta, su expulsión del Mundial de Estados Unidos, ni sus amistades en el universo de las izquierdas latinoamericanas lo desgastaron. Sus zigzagueos, sus pasiones, sus palabras y sus acciones contradictorias rebotaban en las lenguas y sensibilidades de millones. Una parte de la Argentina construyó un lenguaje coherente sobre la vida de Maradona. Allí convivían aceptaciones y perdones que podríamos ejercitar con nosotros mismos.
II
Los ríos de lágrimas, las millones de velas y camisetas, como las peregrinaciones nacionales hablarán de ese vínculo sensible con muchos y muchas. La movilización de millones ante su féretro real o imaginario será la última obra de un gran héroe nacional que no se observaba desde que se recuperaron los tiempos democráticos. Muchos y muchas conocimos la felicidad pública con Maradona. Definitivamente. En el Estadio Azteca se coaguló una trayectoria cultural y simbólica argentina más que el triunfo de un Mundial. La patria también se construye afuera.
Su muerte romperá cuarentenas, lockdowns y distanciamientos. Maradona no permite distanciamiento social. Lo sabemos. Una muerte así, arrasa con todo (reglas pandémicas incluidas), porque algo de nosotros se va con su muerte. El tintineo de presencias ante el héroe abrirá otra escena. Estamos ahí. Su genialidad, su sensibilidad popular y carisma fueron las fuentes de todo su poder y de toda su condena existencial. La persona que más quería ser tocada por el mundo padecía su fama y ese poder que le abría todas las puertas. Pero no se inmovilizó. Lo usó. Arremetió. Inclusive contra él. Así entró a la historia.
Maradona será velado en la Casa Rosada. Esa Casa vuelve a sentir el peso de una “nación” herida. Su cuerpo asumirá la centralidad del poder político argentino. Vuelve allí el héroe, cansado, pero casi intacto.
El peronismo habrá asistido a dos grandes y asimétricas explosiones de dolor social: las muertes de Néstor Kirchner y Diego Maradona. La primera, fue la de un Jefe de “facción” que renovó al kirchnerismo y la segunda puede darle al gobierno de Alberto Fernández otro impulso: un saber sobre lo común.
III
Ya pensábamos en el verano, la vacuna y el vacío que sobrevendría después de la salida del confinamiento. Pero el vacío (nacional) se adelantó a todo. Su muerte lo empañó todo. En una sociedad donde todas sus dirigencias son atravesadas por el barro de la disputa política había en Maradona el reconocimiento de trayectorias compartidas. De todo eso, se nutre una comunidad. Todo ese mundo de excesos y controles (la maravillosa técnica en la cancha) conectaban de distinta manera a argentinos y argentinas. Pero se conectaban al fin de cuentas.
Así sobreviene el fin de las luciérnagas. Esa imagen la había utilizado Pasolini para advertir sobre un cambio que se había producido en Italia. Con la muerte de Maradona se produce un final. El (amenazante) final de todas esas aspiraciones y deseos que como esos animalitos fulgurantes se encendían y activaban en Argentina y en el mundo. Hoy hay algo del fin de las luciérnagas.
IV
Napoli y la Argentina están entrelazados por Maradona. Fue un proyecto personal y trasnacional que hoy se expresa en dolor y rememoración. Reivindicación argentina y afirmación regional en Italia se articularon de manera inédita. Impensada. Los hijos e hijas de sureños italianos que vivían en Argentina se enteraron (me enteré) de los “terroni”, del desprecio del Norte de Italia por alguien que provenía de Villa Fiorito, pero que también podría ser de Rione Sanita. Los terroni y los napolitanos también tuvieron un héroe celestial. Il grande capitano. Un héroe de otra nación que fue cobijado por Napoli cuando los italianos perdieron el acceso a la final del Mundial 90 por obra y gracia de la selección argentina.
Héroe de una nación que hoy moviliza todo su dolor, su derrumbe y que nos presenta la caída de una de sus grandes columnas emocionales.