Ni siquiera el barro de la política argentina pudo erosionarlo tanto como para ser expulsado del altar emocional de los argentinos y argentinas. Nadie lo logró. Existe una valla social, identitaria que lo protege. Ni siquiera la careta de Ben Laden en los 90, el enfrentamiento con los periodistas desde su quinta, su expulsión del Mundial de Estados Unidos, ni sus amistades en el universo de las izquierdas latinoamericanas lo desgastaron. Sus zigzagueos, sus pasiones, sus palabras y sus acciones contradictorias rebotaban en las lenguas y sensibilidades de millones. Una parte de la Argentina construyó un lenguaje coherente sobre la vida de Maradona. Allí convivían aceptaciones y perdones que podríamos ejercitar con nosotros mismos.