Pasó el rosedal la huerta la alameda y estaba llegando a los pastizales cuando se cruzó con un peón. Que haga el favor de darle un cigarro, le pidió, a ver si se calmaba, y que se lo encendiera, y que no fuera a contárselo a Umpierrez. El peón le encendió y se alejó. Ella se echó a la tierra como un animal, se atoró con el humo entre sollozos. Maldijo a la madre que no tuvo y a Dios, porque era cruel con ella, y a la María santísima, porque la Tierra se había tragado al padre, y a sí misma, porque total ya estaba maldita, como la sierra en Las Barrosas, que el mismísimo Diablo había mordido, según decían ahí, no más por hacer daño a una mujer. Maldita, que de otro modo no le pasaban esas cosas. Después apagó el cigarro, que era el primero y no iba a ser el último. Se sintió más calmada al llorar toda esa porquería sin tener que dar cuentas a nadie: eran ella, la tierra y el cielo.