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Las Barrosas

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MENCIÓN

…un tísico viene de otro tísico y prende más fácilmente en
ciertos temperamentos, como pituitosos, flemáticos e imberbes
rubios de ojos brillantes, carnes blandas y omóplatos
sobresalientes.

Hipócrates

Por Juliana Guaspari

Obra de Nicolás Hernandorena

Estaba boca arriba. Los huesos de la cara, las clavículas, las rodillas salientes. El pecho hundido, flemático, ulcerado y dolorido por la tos. La tosecita del bacilo ese, el bacilo del pabellón sin deudos, de los que se morían por catarro. No debió pesar ni veinte kilos.

Un soldado iba y volvía sobre sus propios pies por el pasillo, el uniforme verde, hacía guardia nocturna. Era mil novecientos cuarenta. Mayo. Veintiuno. Nadie podía acercarse. Pero él –era su guardia, quién iba a decirle algo– se acercó a la cama y puso entre sus manos una estampita con la santa, que era la más milagrosa de todas, le dijo, pedile y te va a cumplir. Porque la santa Rita cumple siempre. Y porque mañana se celebra, mañana es el día. Ella le pidió por aumentar, por la flema, y por la madre que la parió, que tenía unos preciosos ojos grises pero que estaba cada vez más ancha. Después, guardó la estampita en un cuaderno que tenía. Nunca dijo qué pidió. A ninguna persona, no fuera que santa Rita se ofendiera por andar contando.

La madre fumaba en el acceso al pabellón, las nalgas contra un pilar de piedra Mar del Plata. Estaba ahí porque no la sintieran, como si el humo no fuera a propagarse, como si ese no fuera el pabellón. Esperaba el parte de las ocho. Se miró las uñas que tenía descuidadas, mugrientas porque en el puerto se come con la mano, papas y pescado que se fríen en la misma grasa. Mugrientas de sexo además porque Echecopar un día mandó mudarse y ella en ese momento prefería no estar sola, y porque en la pensión de mala muerte en que rentó, el servicio siempre estaba ocupado y no tuvo tiempo de esperar.

El hombre de la noche anterior era mayor que ella. Unos ojos oscuros como mar de viento. Coincidieron cenando sobre el mismo tablón. La luz de los faroles engañaba y ella sacó ventaja de su escote, como si no se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Comieron y tomaron alcohol. Después caminaron por la costanera, casi sin hablarse en la penumbra.

Lo dejó entrar al cuarto en la pensión, e hicieron lo que fueron a hacer. Él por gusto, ella por compañía. Pero la barba a ras le daba comezón y la saliva que él extendía con su lengua apestosa a tabaco y fritura de la vulva al cuello le hizo fantasear que sobre el vientre y las tetas rechonchas le caminaban innumerables mórbidos gusanos.

Trató de persuadirse de esa sensación volteando el cuerpo, pensando en la mocosa, en la delgadez de Echecopar, y quiso recordar cómo olía Echecopar esos atardeceres, pero no recordó, y sintió nostalgia por no recordar, y por no buscarlo, y por no haberle escrito sobre la mocosita nunca antes y ni siquiera ahora que ella tenía miedo de que se le muriera. Y así, hasta que los gusanos dejaron de andarle por el cuerpo. Amanecía.

Volvió a calzarse con el sol el hombre de la saliva rancia y mientras se calzaba viró la voz a ella que estaba entredormida, gracias cotorra –susurró– putita linda, pajarita cantora, y que no lo buscara, que él no quería meterse en ningún lío. Ella tardó un momento en razonar lo que oía y otro más largo en asociar esas palabras con los pesos que él dejó sobre la mesa, al ladito del catre. ¿Vivirá Echecopar? Fue lo siguiente que pensó. ¿Vivirá todavía? Como si esa idea reiterada y tortuosa tuviera de repente la fuerza sobrenatural de exorcizarla de toda la miseria de este mundo. No se sabe lo que no puede saberse. ¿Vivirá Echecopar? Lo que no quiere saberse. No se sabe lo que no se sabe. Luego se incorporó, sentada al borde de la cama alcanzó la mañanita rosa que seguía a los pies y se la echó sobre los hombros.

Cada día despuntaba más fresco. Pudo sentirlo mientras ablandaba los cachitos de pan embebiéndolos en su mate cocido, y mientras los miraba flotar, y mientras los mandaba hasta el fondo del jarro con una cucharita. Cuando ya acababa el desayuno, con el vaivén de Echecopar adentro, el uniforme verde, el pelo engominado, volvió a ver con desprecio los billetes que estaban sobre la mesita, pero se acercó y los tomó y los guardó bien guardados antes de dejar el cuarto para ir hasta el servicio. El servicio, era de esperarse, estaba ocupado. Había fila de gente que aguardaba, mujeres con hijos colgajos, y tohallones y esponjas, hombres que empuñaban hojitas de Gillette, y sostenían frasquitos de Glostora, algunas criaturas lloriqueaban y algunos hombres gritaban desde su lugar al que estaba dentro, para que saliera de una vez, y el parte lo daban a las ocho.

Volvió al cuartito, se vistió sin lavarse. Después atrancó el paso hasta la parada del Alvarado, la línea que la dejaba en El Marítimo. Estaba fumando y viéndose las uñas cuando salieron a llamarla los doctores. Le dijeron que la nena estaba mejor, contra todos los pronósticos estaba mejor, y que podían volver al campo.

Cuarenta y ocho horas la retengo –le dijo Ginés, el director del pabellón– para que nos quedemos tranquilos, pero no más, porque así como está, milagrosamente, es un riesgo tenerla entre enfermos. Se estremeció al oírlo. Le temblaron las piernas, le agarró taquicardia. Quería responder, aunque sea dar las gracias, pero no le salía la voz, así que asintió con la cabeza y de pronto lloraba sin reservas, como si ella también fuera una niña. Llore. Llore que eso hace bien madrecita, pero deje de fumar que el humo lastima los pulmones de su criatura; y cuando llegue al campo la saca a pasear temprano, para que tome el sol y el aire fresco, que es lo que se aconseja en estos casos.

El jueves regresó por su hija, el viento era frío y salitre pero el sol que le daba en la espalda la abrigó como la mañanita rosa que una vez le regaló la Asunta, porque en el campo, vas a ver, se siente más cuando empieza la helada. Así le dijo al dársela. La Asunta, mujer del capataz, fue la primera que lo supo. Lo de Echecopar. Lo de la nena. Que a él lo enviaron a medir unas tierras junto con otros hombres. Que era un encargo personal del Mayor, porque las tierras no eran del Ejército pero las jerarquías son las jerarquías. Que los otros midieron y se fueron. Que él se quedó. Para cerciorarse –mandó decir al Mayor– de que una vez medido no se desplace un alambrado en perjuicio de los terrenos suyos. Que estuvo dos semanas corridas, entre las mediciones, la custodia de cercos y un frente de tormentas al sudeste que aisló los campos de Las Barrosas, donde paraba.

El Mayor conoció bien a Umpierrez y Umpierrez, el hombre de la Asunta, conoció bien al Mayor. En su juventud supieron ser compinches. Para el Mayor –que había heredado las tierras antes de enrolarse, que no sabía qué hacer en ellas o con ellas y que al principio las utilizó únicamente como destino de retiro estival– Umpierrez era parte del paisaje. Iba y volvía el mocetón Umpierrez arriándole al patrón Aguilar la tropa de vacunos que pastaban para el lado de la sierra y se enlodaban en alguna laguna de sus inmediaciones. En seguida lo hicieron capataz y desde entonces, arriaba también a la peonada mientras la Asunta, recién desposada, alimentaba las aves de corral, torcía el cogote de los pollos y dirigía la cocina en el casco de estancia.

Parte de esos campos se vendieron, los de Aguilar, y por eso el Mayor mandó medir la cuestión con los nuevos vecinos.

Echecopar y los otros soldados se alojaron en una vivienda modesta, en el establecimiento del Mayor. La Asunta les llevaba la cena, porque Umpierrez le había dado la orden, y porque no le costaba nada hacerlo, al contrario, por un rato conversaba sobre cosas distintas a enseres o pasturas. Llegaba con sus ollas humeantes y encontraba a la tropa a las risotadas, bromeando sobre Torcuato o el Peludo, y sobre otros puntos que la sonrojaron. Las dos primeras noches habían estado todos. Ya la tercera le faltó Echecopar, y así las noches sucesivas.

Asunta empezó a notar que, al regresar al casco, también le faltaba la nueva. No hacía un año que estaba. Llegó a la estancia desde algún pueblo al norte, o al noroeste, se ofreció para cualquier tarea a cambio de lo que pudieran darle, y la Asunta –que la había recibido– le dio su mañanita, porque era agosto, media tarde penosa, y la mujer había llegado helada. Puede quedarse –dijo al rato– ya voy a hablar con el patrón, esta misma semana, que me hacen falta manos en la cocina y para acogotar y desplumar las aves.

Al patrón Aguilar le gustó la muchacha. Le gustó que al mirarla sonriera. En esos campos, donde el trabajo bruto y los partos a puja gastaban a las hembras, la nueva –Aguilar lo notó– todavía destacaba. No obstante, el capataz pensó que era una fresca. Todo el tiempo sonriendo a los peones.

Después, a las siete de una tarde nubosa o tal vez siete y cuarto, siete y media, la menor de las Umpierrez (dos criaturitas preciosas de melena rojiza) oyó el chillido de unos cuises entre el pequeño rosedal y la huerta de Asunta. La nena caminó en puntitas de pie desde su puerta al rosedal para que los cuises no la oyeran. Pero fracasó, porque los perros del padre la seguían y los cuises son sensibles a los menores ruidos. Huyeron. La nena corrió para alcanzarlos. Se fue alejando del parque, la alameda, cruzó los pastizales a todo vapor, y casi sin aliento aminoró la marcha y se detuvo frente a uno de los cobertizos. El portón estaba sin cerrojo y a través de sus hojas, que no llegaban a tocarse, una hendija de luz la retuvo.

Se estremeció. Las pupilas se le dilataron viendo eso que, sintió súbitamente, debía no querer ver, pero quería y veía: la incandescencia de los cuerpos entre sus dedos infantiles con los que más o menos se tapaba la vista.

Era una incandescencia sin pudor. Tierna. Bestial. Aunque la nena no lo pensó de esa manera ni se lo dijo a Asunta con esas palabras. La vi a la nueva, sabe mamá, en los galpones. Estaba oscuro y ella estaba a caballo del soldado, sabe sí, ese que mide el campo, y se quejaba como cuando duele y se agarraba la barriga…

Asunta se llevó una mano al cuello y apretó su garganta hasta sentirse ahogada. ¿Y usté, Meme, quiere decir a su madre qué estaba haciendo a esta hora en los cobertizos?, ¿no le dije mil veces que no tiene que andar sola por ahí? ¿Y mil veces más no le he dicho yo que no se debe espiar a la gente en ningún caso? Disgusto. Vergüenza, eso me da a mí que usté sea tan metiche…

Meme se encogió de hombros. Un mechón ondulado y rojizo le partió la boca en dos mitades. No dijo nada más. Ni una sola palabra.

Esa noche llovió sin parar. Una lluvia liviana, justa para quitar el polvo de las cosas y el aire. Pero siguió lloviendo –menos liviano y sin intermitencias– los días y las noches sucesivas y hasta que el agua perpetró barros intransitables.

Insomne, Asunta dio vueltas en la cama pensando cómo, cuándo. El camisón, las sábanas, las manos sudorosas de Umpierrez que dormía, todo se le adhería al cuerpo pegajoso.

Ayer tarde algo vio la Meme en los galpones –le dijo a Umpierrez con la primera cebada– y yo no sé, mire, si esos asuntos no nos traen problemas. Usté sabe, la nueva…

La putísima mierda chasqueó entre dientes Umpierrez, y aspiró la «a» de mierda, mientras bajaba la vista esquivando el regaño de Asunta, que siempre fue modesta y acostumbraba primero persignarse y después reprochar si oía una palabrota.

Mujer, mande mudar a la fresca antes de mediodía. No quiero verla cuando vuelva, y esté tranquila, que de él ya me encargo yo. Ella asintió con la cabeza como si fuera a hacerle caso, pero era, además de modesta, misericordiosa e intuitiva.

Como usté mande se hará –dijo al final la Asunta– pero no hoy, hombre, que con esta lluvia sabe Dios que sería cruel pedirle que se fuera. Somos gente de bien, y se es de bien en las malas antes que en las buenas.Esos razonamientos tan justos y acertados, eran para Umpierrez un misterio, había llegado a pensar, alguna vez, que lo de Asunta era inspiración divina y que –aun contra su voluntad o su deseo– debía reconocer ahora igual que muchas otras veces que un hombre digno de ser tal, habría de obrar siguiendo su consejo.

No voy a pedirle discreción, que bien yo sé que es de lo más discreta, pero la peonada… me los trae cortitos quiero decir, ¿oyó? La muchacha guarda compostura, respeta la casa o no hay chubasco ni tormenta de piedras que la salve. Ella le acarició los hombros con ternura pero también con la firmeza con que se trata a un animal para amansarlo.

Clareaba regateando luz, y era al menos dudoso que ese albor consiguiera despabilar a un gallo. Pasaba así cuando llovía. A través de la ventana, no obstante, Umpierrez alcanzó a divisar que se filtraban gotas entre unas maderas del alero, y ahí salió, no más se puso abrigo, total, el mate ya estaba lavado y él no tenía qué hacer en la cocina.

Era el capataz, como suele decirse, hombre de pocas palabras. Otrora esa manera del Mayor de integrar a Umpierrez al paisaje, había resultado con los años una especie de circunspección premonitoria. No solo porque su piel curtida semejaba en color y textura a la tierra sino porque su carácter adulto, forjado enteramente en Las Barrosas, había adoptado por signo un manto tosco de profundidad variable, como el suelo de esos piedemontes. Tal variabilidad propiciaba a sus actos regirse eventualmente por el consejo de la esposa.

Cuando las lluvias amainaron, y se pudo volver al trabajo y andar por los alrededores, fue obvio que Echecopar no estaba. Lo fue para la nueva, que una tarde y otra, y una más, se dio con prudencia a visitar los cobertizos que ya había visitado, sin excusarse ante la Asunta, primero porque era habitual tomar recreo después de las tareas, segundo, porque siquiera se le pasó por la cabeza que ella estuviera al tanto de sus intimidades.

Se llamó a silencio ante la ausencia. A absoluto silencio, hasta que su barriga empezaba a abultarse y era tan obvia la turgencia del vientre como la falta del padre.

Después, picaba dientes de ajo para un pesto compenetrada en su problema, al cual pensaba y volvía a pensar siempre del mismo modo, y siempre sin hallarle solución que no fuera cortar de raíz. La idea a la vez la acongojaba, porque de tanto estar con Asunta ya se sentía persona de fe, había aprendido de memoria el Ave María y hasta lo pronunciaba con cierta devoción, y porque quitarse un hijo era pecado y de los peores.

Una yema de dedo se le fue con los ajos, tan abstraída que picaba. El filo le rebanó la piel hasta la carne y al verse sangrar así, como cordero degollado, sintió un estupor impronunciable y la convicción de que había sido castigo por causa de sus pensamientos.

Dígame m´hija, si es que se puede saber, ¿en qué pensaba usté mientras picaba?, semejante desastre que ha hecho –preguntó Asunta, suspicaz como era, mientras le vendaba el dedo rebanado con unos trapos blancos que tenía– va a haber que tirar los ajos, que como están, no nos van a servir.

La otra hizo el gesto de afirmar con el cuerpo y bajó la mirada. Entonces se dio cuenta de que el suelo también era un chiquero, que había ensuciado todo con su sangre. Me vine en cinta, doña. No sé qué voy a hacer ni tengo dónde ir. Y cómo voy a ser madre yo, si ni siquiera tuve una, ni madre ni otra cosa, qué podría darle yo a una criaturita.

Asunta sintió remordimiento al ver ese alma en pena. Una muchacha con madre no hubiera aparecido desabrigada y sola una tarde de invierno y de la nada. Antes lo había sentido en su interior y ahora no podía hacerse la otaria. Remordimiento, sí, porque por no agitar el avispero y para que la dejara quedarse, no le volvió a preguntar a Umpierrez qué cosa había sido del soldado. Y porque vamos, quién le mandaba ser mujer tan honrada, si no valía la pena, ni la suya ni la de la muchacha. Pero había arrojado la piedra: no hubiera dicho lo de Meme y el capataz no se enteraba.

Va a ser silvestre si nace. No sé qué fue del padre. Asunta, que la oía murmurar hipando, alzó levemente las cejas mientras volvía a pelar los ajos. ¿Y para qué piensa ahora en esas cosas, m´hija?, sobre llovido mojado. Si viene una criatura es que Dios lo quiere y lo dispone. Hay que hacerse a la idea y aceptar; llevar uno lo que a uno le toca con la frente alta, y sobre todo ser agradecido. Los hijos son bendiciones, y fíjese que tiene suerte, que acá somos gente sencilla pero nada le va a faltar. Ni a usté ni a su criatura. Traiga otro ajo, haga el favor, el pesto debe estar de cualquier modo. La verdad es que Asunta ya no sabía para quién de las dos estaba hablando, si para la muchacha o para ella. Si para compensarla o para compensarse.

Hay que hacerse a la idea viene y me dice, Asunta, cuando yo di orden que se fuera. Usté no, siempre apañándola. ¿Para qué me lo dijo?, mando yo, igual si pasa un carro. ¿Va a hablar usté con Aguilar?, preguntó Umpierrez tras la perorata. Si prefiere –respondió Asunta– después de todo trabaja en mi cocina.

Trabaja en su cocina, dice, pero hasta donde sé a usté no la nombraron capataz. Ella lo miró fijo. Resopló. Ese recelo ante los ojos de Aguilar, como si lo turbara que el otro fuera a juzgarlo débil, sí que la fastidiaba.

Para ella, en cambio, a Aguilar no le importaban esas cosas. Primero, no estaba en el campo, residía en Capital. Pasaba temporadas pero no se inmiscuía en sus asuntos. Segundo, a los ojos de arriba todos ahí eran parte de las instalaciones. La parte móvil, la que hacía el trabajo: si uno nacía varón, a arriar ganado, y si mujer, al lavadero o la cocina. No era que ella creyera que, por pudientes, fueran malas personas, pensaban de ese modo, nada más. Generación tras generación.

La tosquedad de Umpierrez, al final, siempre se erosionaba. Igual que la piedra en Las Barrosas. Parió en la estancia la muchacha, unos días antes de la fecha. Asunta y las mujeres de los otros peones asistieron el parto. Gritó como mil madres juntas hasta que le sacaron la criatura. Umpierrez la oyó llorar contra el lado de afuera de la puerta, recién entonces dejó de mascar sus propias uñas. Después Asunta la limpió y se la puso en brazos a la madre, a ver si podía amamantarla. Mire que preciosura le traigo –dijo y arropaba contra el pecho a la chiquita– ¿no le decía que era bendición poder traerlos?, mírele las manitos, ¿cómo se va a llamar?

La agarró temblorosa, desconfiando poder sostenerla. Pero la criaturita se acomodó a su cuerpo como se acomodaba cuando estaba dentro, como una parte de ella, como si fueran las dos una sola.

Tras dar a luz, la madre no pudo más perder el peso. En contrapartida a la hija le costaba aumentar. Apenas caminaba y era un suplicio hacer que comiera, se contorsionaba y apretaba los labios de tal forma que era imposible ponerle en boca los purés. Había que esperar a Umpierrez que cuando llegaba a mediodía la sentaba en su falda y con una paciencia inusual, que no había tenido ni con sus propias hijas, lograba darle casi todo lo que había en el plato.

Fue en ese tiempo, alguno de esos mediodías, que Umpierrez, luego de alimentar a la criatura, llamó aparte a la Asunta. Se fue. Echecopar. Ella lo miró desencajada, no comprendía de qué le estaba hablando. Que me escribió el Mayor, por otra cosa, un favor que necesita le haga. Ahí tiene, me cuenta su aflición por el soldado de las mediciones. Se ve que lo tenía en estima. Pulmonía, de la mala. No hubo nada que hacer.

Asunta se frotó la frente con las manos. Después se persignó. Dios lo perdone y lo guarde. Hizo un chasquido con los labios. Ahora que medio se encamina… venir a cargarle ese dolor… No hablaron más del tema. Ni siquiera entre ellos.

Pasaron las últimas heladas. La nena dijo mamá. Siguió creciendo, delgada como un tero. Asunta achicaba los vestidos que fueron de sus hijas para que le anduvieran. Meme le hacía las trenzas (y algunas veces le tiraba el pelo). Le enseñó a atarse los cordones y le dio un cuaderno que era suyo, así te tomo la lección –dijo al darle– que a las dos nos gusta. Como Meme sabía, trataba de enseñarle a leer cuando se puso mala. Pobrecita.

Al principio pasaba quieta el rato de jugar. Se añadió una tos que iba ascendiendo y casi no comía por la flema. Los espasmos se hicieron frecuentes y cuando le venían daba la sensación de que iba a echar afuera los pulmones. Una tarde se ahogó. Se quedó suspendida en medio de un espasmo. Morada, hasta que pudo largar las flemas y la sangre. Al verla, la madre se puso tan nerviosa que no paraba de temblar. Asunta tuvo que mandarla afuera. Que caminara un rato le dijo, a ver si se tranquilizaba. Así no hace más que empeorar las cosas.

Pasó el rosedal la huerta la alameda y estaba llegando a los pastizales cuando se cruzó con un peón. Que haga el favor de darle un cigarro, le pidió, a ver si se calmaba, y que se lo encendiera, y que no fuera a contárselo a Umpierrez. El peón le encendió y se alejó. Ella se echó a la tierra como un animal, se atoró con el humo entre sollozos. Maldijo a la madre que no tuvo y a Dios, porque era cruel con ella, y a la María santísima, porque la Tierra se había tragado al padre, y a sí misma, porque total ya estaba maldita, como la sierra en Las Barrosas, que el mismísimo Diablo había mordido, según decían ahí, no más por hacer daño a una mujer. Maldita, que de otro modo no le pasaban esas cosas. Después apagó el cigarro, que era el primero y no iba a ser el último. Se sintió más calmada al llorar toda esa porquería sin tener que dar cuentas a nadie: eran ella, la tierra y el cielo.

Para esa misma noche volaba en fiebre la criatura y no había paño frío que bastara. Asunta sostenía a la madre que ni podía tenerse en pie al lado de la cama, los ojos hinchados de llorar. Y tuvo miedo Asunta, ella también pensó que la perdían, igualito que el padre –pero no lo dijo– si hasta parece hecho por Mandinga. Aclaraba, entre paños fríos. Umpierrez salió en busca del patrón que de milagro estaba en la estancia. Nunca le había pedido nada. Pero esta vez era cuestión de vida. La envolvieron en unas mantas y Aguilar en persona la cargó hasta su coche, tenía que verla un doctor. Umpierrez cargó a la madre mientras tanto.

El médico que la atendió, en el hospital de Balcarce, le mandó a Aguilar llevarla a Mar del Plata. Al Marítimo. Porque no estaba nada bien. Llegaron para mediodía. La nena tuvo que quedarse. Aguilar se volvía para el campo, y mañana para Buenos Aires, que tengo compromisos que atender, le dijo a la madre, y que le dejaba para rentar pensión. Trate de estar tranquila. Dese un baño. Descanse, a ver si tienen que tratarla a usted también.

Después fueron tres meses hasta que la criatura mejoró.

Jueves. Los jueves… estofado. Se dijo. Eran casi las ocho. Seguro Asunta ya había ensillado el mate, cortado las cebollas, adobado la carne. No había pasado tanto tiempo sin verla desde que llegó a la estancia. Pero faltaba menos y Umpierrez las esperaba en la tranquera. Así se había acordado.

Estaba tan ansiosa que hubiera dado todo lo que traía encima por fumar. Pero no lo hizo, no fuera que justo saliera Ginés y la retara. No fuera que justo saliera la criatura. Un poco para distraerse, y un poco para asegurarse no haber obrado distraída, volvió a meter las manos en su bolsa, estaba. La había comprado en un negocio frente a la pensión. Era una muñequita de trapo, con dos trenzas iguales a las que le hacía Meme. La había pagado con ese dinero. Viejo de mierda –sintió cuando pagaba– que al menos sirva para darle un gusto.

Los jueves estofado, los jueves estofado, se repetía a sí misma como un rezo en silencio y por pasar la espera. El viento era frío, salitre, pero el sol que le daba en la espalda la abrigó como la mañanita rosa que una vez le regaló la Asunta, porque en el campo, vas a ver, se siente más cuando empieza la helada.

Adentro, una enfermera joven de mejillas rojizas hablaba alguna cosa con la nena. Te vamos a extrañar, parlanchina, dijo y le levantó con cuidado las medias, las piernitas eran piel y hueso. La nena hizo una mueca como de estar contenta y le acarició la cara. Ella le acomodó el lazo del vestido, la peinó, la ayudó a abrigarse.

¿Puedo ver al soldado? –preguntó– me quiero despedir. La enfermera rio discretamente. Es sueño febril, le dijo, sabiendo que no la iba a entender. La nena insistió, quiero ver al soldado. Le quiero decir una cosa. La enfermera le alcanzó el cuaderno, no se lo fuera a olvidar. Luego se agachó para hablarle a su altura, acá sólo están los enfermos y sus enfermeras y doctores. Como Ginés, que ahora va a venir a verte, para darte el alta. No hay soldados, ellos están en los cuarteles, y este es un hospital, parlanchina.

La nena la miró con desconcierto. Entre las hojas del cuaderno buscó su santa Rita para mostrársela. Acá está, él me la dio. Vino muchas veces y se quedó conmigo, pero después de dármela no lo vi más. La enfermera tomó la estampita entre sus manos, y sintió algo, una impresión. Pero no le dio importancia. Es muy linda, y te va a cuidar, le dijo a la nena mientras le rembolsaba. Ginés ya estaba entrando al cuarto.

Al ver a su criatura salir del pabellón, otra vez le temblaron las piernas. A ella le habían robado el alma de a mordiscos, eso creyó, y en ese instante la devolvían entera. Se apresuró para alcanzarla. La apretó contra el pecho hasta donde podía, porque la criaturita estaba tan delgada que era instinto temer que se rompa. La besó. Innumerables veces, y la chiquita a ella.

De viaje conversaban. Sencillo, de madre e hija. Recién entonces recordó que traía la muñeca. Tomá, la compré para vos. La nena se alegró tanto, Rita se va a llamar –dijo– como la santa. Buscó de vuelta en el cuaderno su estampita, por dar ella también algo a la madre. Se adormecía. La madre trataba de leer a duras penas la oración del reverso: si fuera para mayor gloria del Altísimo y bien de mi alma, que vea presto escuchada y atendida mi petición, cuyo buen resultado, a ruego tuyo, confío obtener del poder y bondad de su paternal corazón. Así sea. De golpe supo que Echecopar, esos atardeceres, olía a tabaco, y a pino en la gomina. Estaban cerca. Ya podían verse Las Barrosas, el mordisco en el perfil de sierra. Le dio por preguntarse si sería solo cuento la historia que hablaban los de ahí, o si no, si de verdad el Diablo era capaz de comer piedras no más por hacer daño. Como quien dice, meter cizaña.

Juliana Guaspari.

Nació en Tandil, la primavera de 1975. Se introdujo al universo de las artes y las letras siendo todavía una niña. Cuando creció estudió Artes Plásticas, después Comunicación Social (FACSO-UNICEN) y finalmente Profesorado de Literatura (ISFD N10). Trabaja como editora, especializada en obras de ficción, para la Subsecretaría de Cultura y Educación del Municipio de Tandil, y también free lance. Como docente, coordina talleres de escritura.
Su obra Unas líneas sobre otras líneas. Aproximaciones a un corpus de postales familiares (2019) integró la muestra «De la intimidad a la Historia», organizada por el Museo Municipal de Bellas Artes de Tandil (Mumbat), el Centro de documentación epistolar (CDE) y el Instituto de investigación sobre conocimiento y políticas públicas (CPP); Mumbat, marzo de 2020.
Una reformulación plástico-literaria de aquella obra obtuvo, este año, el tercer premio en el concurso ARTEANDANTE (UNICEN). Actualmente escribe una memoria epistolar, en formato libro de autor, y en el marco de la misma propuesta.  

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