CARGANDO

Buscar

1º – El muñeco equivocado

Compartir

PRIMER PREMIO

Por Flavio Lo Presti

Obra de Diego Vivanco

En ese tiempo, en esos dos meses, Vespa no pudo dejar de preguntarse por qué hablaban de Saadi. Al principio estaba deslumbrado por el veneno con el que Dora hablaba sobre el mundo y por cómo ese filo punk cedía, en algunos de sus posteos en redes sociales, a explosiones de ternura: la foto de ella con tres cachorros de gato, imágenes de su embarazo juvenil o la instantánea del portero eléctrico del edificio donde había pasado su niñez. Él, que no la conocía y había empezado a chatear con ella por accidente, no estaba tan lejos de ese odio (mucho más lejos estaba de la ternura), pero era incapaz de sostenerlo. Estaba resbalando hacia los cincuenta, y su vida parecía esa canción horrible que dice que a partir del día siguiente habría que cuidarse, que moderarse, pero sabía que no era una cuestión de edad, que siempre había sido un cobarde. De todos modos se llevaban tan bien que al principio esa distancia de grados no importó. Vespa puso en piloto automático las cosas que ya estaban en piloto automático (las clases que daba, los artículos que escribía), y empezaron a chatear con Dora casi las veinticuatro horas del día, hasta que se vieron.

Cuando se vieron en el departamento de Vespa la cosa fluyó, se emborracharon, hablaron hasta por los codos. Pero en algún momento de la noche ella le dijo que había dudado de ir a conocerlo, porque viendo fotos en sus redes lo había visto con Saadi, y ella no sabía si salir con alguien que era amigo de un tipo así. Él, dijo Vespa, no era amigo de Saadi. No ya, al menos, y tampoco sabía si lo había sido alguna vez. Tenían un amigo en común, Juan o Pedro, y habían compartido cenas, habían tomado un ácido juntos, habían visto la final del mundial, habían llorado con otros el triunfo de un presidente de derecha.

—Ah. Vos también sos de los que están del lado correcto de las cosas. Un progre culposo y ventajero, como Saadi.

Él tuvo que defenderse con argumentos cada vez peores.

—Vos y yo— dijo él, y se detuvo.

Pero después siguió: no importaba la política nacional, ese deporte de baja intensidad intelectual. Era un asunto más universal. Con toda su pestilente oscuridad, dijo Vespa, Saadi había aprovechado cada centímetro que el mundo le había dado para medrar como un virus. Ahora, de hecho, después de abandonar la filosofía, se dedicaba al coaching y estaba por tener un hijo (iba a ponerle el nombre de un cantante de protesta o de un accidente costero), estaba en pareja con una heredera y era (probablemente) un heredero él mismo.

—Mientras yo…— dijo Vespa, e hizo un ademán hacia las paredes.

Mientras él, había querido decir, miraba pasar los días desde ese departamento alquilado del que la gentrificación de la ciudad amenazaba con echarlo, sin descendencia, sin herencia y sin propósito (evitó decirle a ella que también estaba ahí, que los dos estaban de ese lado del mundo).

No podía dejar de preguntarse, sin embargo, una y otra vez, por qué hablaban de Saadi. Se lo seguía preguntando después de que se habían enredado en la cama un poco a reglamento, como para cumplir con la excusa que les había permitido ese oasis de conversación.

De hecho no pudo evitar preguntárselo cuando ella dijo:

—¿Al coaching, ese hijo de puta?

Sí, coaching. Filosofía para vivir, el arte de respirar, enseñarle a chetos como sentir menos culpa, o a progres como pagar cuotas inconmensurables en escuelas Waldorf sin sentir que traicionaban algo.

Le preguntó entonces qué le había hecho Saadi y ella le contó una historia que al principio resultaba trivial pero que después, con el paso de los días, volvió comprensible su repugnancia.

En un tiempo ella pintaba macetas y la vendía Saadi le había preguntado si “decoraban vidas”, aunque después dejó de lado la galanura berreta y terminó haciéndole un encargo de mercadería. Dora le había llevado las macetas un 24 de marzo a su departamento y había huido con la excusa de la marcha, pero meses después, aburrida de un novio de su pueblo, se había dejado arrastrar de nuevo por las palabras de Saadi, que estaban alimentadas por al menos un par de libros.

Sí, era sensible, inteligente, observador. Volvió a verlo. Pero cuando llegó el momento, Saadi se había encaprichado con algo que ella no estaba dispuesta a hacer, casi hasta el berrinche. Se había quedado tirado en la cama, desnudo, exigiéndolo, y ella se había negado casi por principio.

—Así no. Si querés un servicio contratá a alguien— dijo esa noche al aire, hablando con Vespa pero dirigiéndose al fantasma de Saadi—. Encima el hijo de puta sabía que yo no tenía dónde pasar la noche y en plena madrugada me echó del departamento.

Lo peor del asunto, dijo Dora, es que le había llevado un regalo irrepetible. En un kiosco de su ciudad, en una repisa desangelada y buscando las sedas con las que armaba cigarrillos antes de que nadie fumara armados, había encontrado un busto de Borges hecho en resina, una suerte de caricatura, que tenía debajo una etiqueta en la que estaba escrito “Cortázar”.

No era la primera vez que Vespa escuchaba a alguien hablar así de Saadi, y tampoco le costó componer para Dora su propio relato siniestro. Unos años atrás él, Vespa, había estado al borde de un escándalo, de una catástrofe social. Se le había ocurrido buscar consejo en Saadi, que había dejado su trabajo, había aprendido a cultivar marihuana en indoors y hablaba como si tuviera línea directa con el espíritu de Deleuze. Pero en el living de su casa, Saadi le había dicho que no iba a guardar en confidencia ninguna de las cosas que Vespa le había contado, y que incluso iba atestimoniar en su contra, porque eso le exigía su compromiso con la verdad y con los demás. Con el tiempo el problema, una suerte de malentendido, se desvaneció, pero Vespa había salido de ese encuentro con Saadi atravesado por un terror desproporcionado, como si hubiera estado encerrado en una celda con una alimaña.

Dora y él estaban tirados en la cama, ella fumaba y Vespa seguía enlazando las imágenes de Saadi que se le venían a la cabeza, contando ahora una historia enredada sobre su fiesta de casamiento: Saadi había amenazado a un amigo de Vespa que había tenido un problema con la justicia. El tipo le había terminado mal un trabajo de carpintería, y Saadi le advirtió que iba a hacer que lo metieran preso si aparecía por la fiesta.

—¿Podés creer? — cerró Vespa mirando el cielorraso.

Dora no entendía entonces por qué lo seguía viendo, a lo que él tuvo que volver a nombrar a Juan o Pedro, agregar que estaban del mismo lado frente a las atrocidades del presente político.

—Qué boludez— dijo Dora.

Parecía irritada, pero no era porque Vespa y Saadi parecieran estar en el mismo cuadrante en el mercado insignificante de las ideologías nacionales. Estaba estresada por algo que tenía que hacer a la tarde, dijo. O a lo mejor estaba abrumada por el choque entre la ilusión que había necesitado para ir a ver a un desconocido y ese levantarse de golpe en casa ajena, descubrir con la luz de la mañana que los dos estaban demasiado grandes, que no podían creer en la cháchara que decía que los cuarenta, los divorcios, los problemas económicos, las crisis eran oportunidades nuevas, que había que tener fe a fuerza de tarot y astrología.

La mañana fue, de hecho, desconcertante, contrastada con la noche. Él no pudo hacer nada para levantar el humor de Dora, que se quedó tirada con un gesto sombrío en el sillón del living. Al final Vespa la llevó a la parada del colectivo envuelta en un silencio que podía ser reflexivo, pero era sobre todo impenetrable, aunque no definitivo.

Porque se siguieron viendo, siempre repitiendo el mismo rito: él pasaba con el auto a buscarla por la parada en la que se bajaba del interurbano; iban a su departamento, hablaban, tomaban vino, dormían juntos. Algo no cuajaba pero no era falta de amor, más bien era que el amor se había mostrado para los dos como un cuento de hadas al que le habían visto las poleas. Podían instalar por un rato en el otro el deseo físico, podían compartir unas horas, y después él se sentaba a mirar por la ventana las vías del Belgrano, y las horas se iban pasando hasta que llegaba el momento de acostarse solo, de sentirse el genio feliz de su casa a pesar de que el mundo estaba apagándose. A veces pensaba, mientras pasaba el tren, que ni siquiera le había sido concedida la tragedia, la auto conmiseración, que su destino era alquilar hasta morir y mantenerse flotando sobre la línea de la ironía como el resto del planeta.

En los últimos encuentros Dora le había contado otras canalladas de Saadi, una reaparición en la que el tipo se había disculpado por echarla de su departamento alegando como excusa el haberse sentido rechazado. Igual, no había demorado ni diez minutos en pedirle que se vieran, aprovechando que por casualidad estaban en el mismo barrio. Saadi ya estaba en pareja, Dora en el velorio de una amiga.

—Cualquiera.

Vespa dijo entonces que era la persona ideal para aconsejar a los demás sobre cómo asumir el desafío de vivir, según había titulado el multitudinario taller que ahora promocionaban en las radios y en la televisión. Vespa se lo había encontrado en algún asado ocasional y había podido transmitirle a Dora, antes de dejarse de ver, la imagen de un Saadi ni siquiera infatuado, sonriente, casi sosegado, como si hubiera licuado en la relación casi secreta con ellos los restos de ese barro con el que había salpicado todo en el pasado.

Y entonces sí, Dora desapareció. Vespa había esperado que sucediera de otra forma: una decisión compartida, una tristeza casi cálida, el intercambio de buenas intenciones, cerrar con ese abrazo exagerantemente lento con el que se terminan las cosas entre las personas educadas. Pero en realidad todo se disolvió solo y fue, en el fondo, una especie de alivio.

En esos mismos días había captado un giro en una canción en inglés, “haber dejado que el amor se apagara”, como si fuera el motor de una máquina. ¿Era eso lo que le había pasado a él? Tenía un grupo con el que comía asados en el barrio, iba a casa de sus padres, reinstaló un par de aplicaciones de citas que revisaba con movimientos aburridos del índice sobre la pantalla cuando estaba por dormirse. Hacía las compras y en las heladeras de vidrio veía su reflejo, un hombre que estaba envejeciendo pero conservaba una cierta apostura, un hombre casi jovial en el que cualquier otro podía adivinar el tumulto de la famosa procesión que iba por dentro.

Un par de meses después, mientras esperaba un poco más de las cosas y a la vez nada, Juan o Pedro le dijeron que no podía faltar a la fiesta en la que presentarían en sociedad al hijo de Saadi. Vespa, que no tenía nada que hacer, decidió ir.

La casa de Saadi no llegaba a ser lujosa, más bien era sobria, amplia, cómoda. Tenía algo propio de la década del noventa, los ladrillos vistos en el exterior y los interiores de madera, una pequeña pileta en forma de riñón en el patio. Saadi los recibió con calidez, reconociendo los años que llevaban viéndose, distinguiéndolos entre un montón depoetas, directores de cine, filósofos, gente de radio, mujeres patricias dedicadas a la caridad, consteladores, astrólogos. Casi todos habían hecho el taller de Saadi, y circulaba entre ellos el chiste interno de llamarlo “sensei”.

La mujer de Saadi y sus dos apellidos sobrepujados en bronce estaban a cargo de la bebé, que con dos meses no podía abrir los ojos y boqueaba como si quisiera absorber más aire del que era posible. Vespa se acercó y le preguntó cómo se llamaba, sintiendo la repulsión que siempre le daban las pieles venosas de los recién nacidos. La mujer de Saadi sonrió con dulzura:

—Baia.

Vespa sonrió, acarició con un dedo la mejilla casi transparente de Baia y sintió una mano en el hombro derecho.

—Vos le venís esquivando como Locche— dijo la voz sonriente que correspondía a la mano.

Vespa palmeó el brazo de Saadi y entró para escapar del ruido del patio.

Adentro la casa estaba fresca y oscura, y desde afuera llegaba como una onda de ruido blanco el rumor del que venía huyendo. Caminó por los pasillos y llegó hasta una alta biblioteca de arrinconada en el living. Y entonces vio el muñeco, que tenía el tamaño de un pulgar, apoyado en uno de los anaqueles.

Lo tomó tan de sorpresa que sintió como un impulso magnético tironeándole la mano, hasta que por fin lo agarró y se lo acercó a los ojos: ahí estaba la cara de tortuga de Borges, el cuerpito de caricatura adelgazado en una jibarización invertida, y abajo el error de impresión que lo destacaba del vasto universo de las artesanías mediocres.Todos los invitados estaban alrededor del bebé o yendo y viniendo por el pasillo que llevaba al baño, nadie en esa zona apartada del living. Sintió que el error de impresión significaba algo en esa cadena de encuentros que había llevado de Dora a Saadi, de Saadi a él, de él a Dora. Pero, ¿qué? ¿Y qué significaba meterse el muñeco en el bolsillo, salir caminando, saludar con una mueca temblorosa a los que se cruzaba por el camino mientras huía? El pecho le latía como en ninguno de los encuentros que había tenido con Dora, como nunca había latido a causa de su ausencia. El golpeteo era tan fuerte que sentía que podían oírlo. Trató de adivinar dónde estaba Saadi.

Llevarse el muñeco era una estupidez, pensó apoyando la base membretada en el anaquel sin decidirse a soltarlo.

Unos minutos después salió a la calle. Se alejó unas cuadras hasta la avenida y (había llegado hasta ahí en el auto de Juan o Pedro) decidió buscar un taxi. Era una tarde de sol espantoso, de una claridad hiriente. Mientras caminaba por el barrio apacible en el que vivía Saadi su cabeza no podía parar. Se preguntaba si el odio que le tenía, si haber pasado casi todo el tiempo hablando con Dora de lo injusto que era un mundo en el que un trastornado como Saadi era el consejero espiritual de la provincia, si incluso ese impulso de robar el muñeco no eran simplemente tumores de bronca.

El taxi deambulaba con una lentitud ensoñada y lo sacó de sus pensamientos. Vespa le hizo señas y dijo “al centro”, se acomodó en la butaca y, todavía tenso pero aflojándose, se desentendió del chofer y de la estridencia de la música que salía del estéreo, miró la palma de la mano derecha y vio el muñeco que se balanceaba solemne sobre el brillo de su transpiración.

Flavio Lo Presti

Lo Presti nació en 1977 en la ciudad de Córdoba, es  licenciado en Letras por la UNC y profesor en Letras Modernas en la Universidad Nacional de Córdoba. Hace dos décadas se desempeña como crítico literario y periodista cultural en La voz del interior, Ñ y Cuaderno Waldhuter, entre otros medios. Ha publicado dos libros de crónicas autobiográficas, Recuerdos de Cordóba (China Editora, 2013) y Yo escribo mucho peor (Llanto de mudo, 2015, reeditado en versión aumentada como Mucho peor por 17 grises en 2019), y los libros de cuentos Los veranos (17 grises, 2018) y Los nombres (Obloshka, 2021).

• Las obras que ilustran los cuentos han sido autorizadas por sus artistas o ya han sido publicadas en portales y redes sociales.