En ese tiempo, en esos dos meses, Vespa no pudo dejar de preguntarse por qué hablaban de Saadi. Al principio estaba deslumbrado por el veneno con el que Dora hablaba sobre el mundo y por cómo ese filo punk cedía, en algunos de sus posteos en redes sociales, a explosiones de ternura: la foto de ella con tres cachorros de gato, imágenes de su embarazo juvenil o la instantánea del portero eléctrico del edificio donde había pasado su niñez. Él, que no la conocía y había empezado a chatear con ella por accidente, no estaba tan lejos de ese odio (mucho más lejos estaba de la ternura), pero era incapaz de sostenerlo. Estaba resbalando hacia los cincuenta, y su vida parecía esa canción horrible que dice que a partir del día siguiente habría que cuidarse, que moderarse, pero sabía que no era una cuestión de edad, que siempre había sido un cobarde. De todos modos se llevaban tan bien que al principio esa distancia de grados no importó. Vespa puso en piloto automático las cosas que ya estaban en piloto automático (las clases que daba, los artículos que escribía), y empezaron a chatear con Dora casi las veinticuatro horas del día, hasta que se vieron.