Estuve buscando la casa de Virginia Woolf, pero sólo han dejado unas antiguas cabinas rojas de teléfono. Están vacías y sucias. Escenografía para turistas. Premoniciones de la intriga. Sucias cabinas donde los dueños de burdeles cercanos (o los encargados o los de marketing, quién sabe) pegan pequeñas stickers con fotos de putas tetonas y provocativas, y las indicaciones para llegar en cinco minutos o llamar y concertar una cita. Me hago una foto y me voy al hotel, muy cerca, en Tavistock Square. Pido un scotch en el bar. Hay una luz mortecina y polvorienta. Un bar con cierto aire miserable y perdido, sólo para borrachines pobres. Saco un recibo que me dieron hoy en alguna tienda, y, al dorso, escribo: Atento a las derrotas, a los pequeños percances familiares, a la angustia lacerante, controlo el resplandor para que no disminuya. Oh, qué sonriente, el hombre optimista y sardónico que se niega a hundirse. A trasmutar en garrapata. Esta noche oscura las pesadillas me hacen despertar asustado y lejos de casa. No sé. Áspero como un tiburón, me sumerjo en aguas profundas y heladas. El whisky es malísimo y este lugar es real pero parece un jodío invento de pésima novelita policiaca, ¿Qué hago?