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Lo que no fue

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MENCIÓN

Por Marcelo Pitrola

Obra El abrazo Pablo Picasso

«En mi memoria, Nathalie, y en la tuya, allí nos desencontraremos para siempre».

Enrique Lihn. “La despedida”, Poesía de paso.

Aún había algo en mí que era yo. Apenas se cerró la puerta del café detrás de ella, dejó correr su mirada por los rostros y me reconoció al instante. Cuando me levantaba para el abrazo, reencontré su sonrisa inconfundible. Aún había algo en ella que era ella; los años habían gastado su piel, pero vi también sus ojos a salvo del tiempo. Cuando la conocí, estaba en mi anteúltimo año de la escuela secundaria. Su padre era un ingeniero que fue a Córdoba a trabajar en una empresa alimenticia norteamericana. Con Rolando Mercader, Laura y Carlos Klüger, formábamos un grupo de estudio llamado «Logia de la noche». Nos reuníamos, a la noche, en el living de los Klüger o en un bar que estaba en Boulevard San Juan y Cañada. Nos dedicábamos a molestar al profesor de filosofía que nos quería revelar el mundo a través de Aristóteles, Santo Tomás y Jacques Maritain. Discutíamos hasta hartarnos y luego, en los exámenes, seguíamos la contienda demostrando que habíamos leído a Maritain, pero también habíamos leído a Marx para rebatirlo.

Era la mejor amiga de Laura, la hermana de Carlos, y ambas tenían un año más que nosotros. Fue una tarde en la habitación de Carlos cuando hicimos algo parecido al amor por primera vez. Carlos, Laura, Rolando y una chica que salía con él, llamada Matilde, lo imaginaron porque no entraron a la habitación hasta dos horas después. Habíamos estado todo aquel día vaciando la heladera y escuchando discos de Spinetta y Charly García; los padres de Carlos se habían ido el fin de semana afuera. En un momento de la tarde, mientras hablábamos y hablábamos, ella fijó su mirada en mis ojos y sonreía. Tan manifiesta fue su actitud que todos comenzaron a incomodarse y yo, un poco también. Parado sobre una mesa ratona, Carlos leía un poema de Cummings, mientras sonaba “No me dejan salir” de fondo. Ella no dejó de mirarme; nunca había sido objeto de ningún tipo de conquista, así que la situación era nueva para mí. En un momento se levantó, dijo que iba a buscar un mazo de cartas a la pieza para jugar al póker. Me levanté y caminé tras ella, entré en el cuarto y cerré la puerta. Se dio vuelta, con un gesto sacó el pelo que le tapaba la cara y sonrió. «¿Puedo tocar?», le dije. «How much?», me dijo. En la confusión de besos y fricciones, sentí su mano nerviosa que hurgaba en mi pantalón.

Los hermanos Klüger recibieron con suma alegría la noticia; no así Rolando. Aquella tarde, cuando Dorothy y yo salimos de la habitación, Rolando se había ido bastante irritado, según me dijo después Carlitos. Luego pude saber que Rolando tenía un interés especial en la amiga norteamericana. Esto podía significar una ruptura de la logia; debía actuar con cautela, sobre todo por el carácter irritable de él. La sesión del 22 de agosto de 1988 tuvo que ser suspendida por una «indisposición» de Rolando. Era la primera reunión, desde la fundación, que no se realizaba cuando había sido planeada. Carlitos me llamó y me impelió a conseguir una reconciliación. Me reuní con Rolando en el bar de la esquina del colegio; su labio superior temblaba y fumaba sin parar. Él llevaba el mismo sweater escote en ve con rombos de colores que tenía cuando nos conocimos en el primer año de la escuela. Conversamos largamente; traté de hacerle entender que me interesaba Dorothy, que no era solo un asunto sexual. Él insistía en interpretarme, que yo lo único que quería era pasar el rato, y que él, en cambio, sí que estaba enamorado.

-¿Y Matilde? -le dije.

-Es una relación casual; nos estamos distanciando -me dijo.

-Bueno, pero no voy a dejar a Dorothy porque vos creés que estás enamorado. Además, parece que no le interesás a ella.

Ofuscado, se pasó la mano por el pelo, sin mirarme dejó la plata de su café y se fue. En el colegio, circulábamos por carriles separados; varias semanas más tarde nos volvimos a hablar. Carlos estaba desesperado por la momentánea disolución de la logia, hacía de correveidile y trataba de restituir las cosas a su cauce. Para la reunión suspendida, Carlos ya había preparado una ponencia sobre El 18 brumario de Luis Bonaparte; él era el principal impulsor de nuestro acercamiento hacia el marxismo. Encandilado por Sartre, Rolando bregaba por una brumosa combinación entre la versión francesa del existencialismo y el marxismo. Laura nos hizo leer La interpretación de los sueños y ya daba las primeras señales de que quería ser psicoanalista. Supongo que yo estaba más cerca de Laura, seducido sobre todo por Nietzsche, cuyo materialismo dionisíaco creía entender en una lectura fragmentaria y torrentosa.

El abrazo, inmediatez de aromas y miradas; los besos, ligeramente húmedos. En su español rústico pude escuchar que su voz se había agravado quizás un tono. Luego, cerrar el diario y dejarlo junto a mi carpeta. Ella depositó su cartera y su impermeable en la silla, su attaché sobre la mesa pegada a la nuestra. Su cordialidad estaba intacta; la pude reencontrar en delicado movimiento de su cabeza al escuchar y en la mirada atenta. Exuberante y espeso, el pelo negro tomaba forma en una cola de caballo. Me miraba expectante; claro, no teníamos más que contarnos nuestras vidas desde los diecinueve años, cuando nos separamos definitivamente en el aeropuerto cordobés Pajas Blancas. Esa fue la última vez que nos habíamos visto y no habíamos vuelto a hablar.

-Te mudaste a Buenos Aires -dijo.

-Hace nada más que veinte años que estoy acá. Me vine con Sabina y mi hija nació acá.

-¿Seguís casado con Sabina?

-No, me separé hace diez años.  Y vos, ¿te casaste?

-Sí, me casé primero y tuve un hijo; luego me separé y, terca como soy, me casé otra vez hace doce años con Henry.

-¿A qué se dedica Henry?

-Es sociólogo y trabaja en un organismo.

-¿Qué materia enseñás en la universidad?

-Psicología Genética.

-«Piaget» es lo único que puedo decir al respecto. No, miento, también podríamos hablar de Chomsky.

-¿Gustas de Chomsky?, pero no eres lingüista, ¿o sí?

-No.

Suspiró y sentí el aire que salía por su boca en mi cara, como una brisa perfumada que perdía su calidez al alejarse del cuerpo. Otra vez sonrió y, con un gesto que me tomó desprevenido, me acarició la cara con su mano fría.

-Estás casi igual, salvo esas canas. Tienes el gesto un poco más adusto; la barba te queda muy bien. Contame de tu vida -dijo, acunándome con su tono de extranjera.

-Son muchos años para relatarlos en una mesa de café -dije y tomé su mano fresca-. Te hago una síntesis laboral: trabajé en la mitad de los diarios de esta ciudad, y en la otra mitad no trabajé, dado que no me aceptaron por haber sido despedido de la primera mitad. La Prensa, Tiempo Argentino, La Nación, Buenos Aires Herald. También trabajé en la mitad de las revistas, con similares repercusiones en la otra mitad. No he cambiado mucho.

-Siempre por cuestiones gremiales…

-Conflictos, huelgas, cierres, empresarios fugados, insultos a un jefe -se rió.

-¿Ahora estás en algún diario?

-No. Trabajo para una revista de caza y pesca. La redacto completamente, la mando a diagramar y a imprimir; es mensual y está online también.

-¿Caza y pesca?

-Aprendí… Cubro las principales actividades del país: pesca del Dorado en el Paraná, caza de perdices en la pampa alta, pesca de trucha en el sur, caza de patos en Santa Fé, etcétera. También voy a los países limítrofes. Viajo con un fotógrafo algunas veces, y otras directamente me mandan las fotos y escribo, con algunos cambios, lo mismo de la temporada pasada. Se escribe sola la revista.

-¿Cuántos años tiene tu hija?

-Veinte.

-¿Estudia?

-Cine, pero no está muy convencida.

-Qué bien. ¿Cómo se llama?

-Martina. ¿El tuyo?

-Jason. Está recién empezando un bachelor con orientación en ciencias sociales.

Por un momento, me detuve y solo la contemplé; sus ojos pardos me inquirían, casi me tocaban. Sus cejas, tan negras y tan finas como rayones de crayón. Tenía una gran Pregunta ‒así, con mayúscula‒ para hacerle, pero estaba tratando de buscar el momento apropiado. En el momento en que vi sus uñas pintadas color marfil tuve el impulso de tomar su mano, para tenerla, fresca, como instantes antes y como miles de días antes. Sentí cariño por esa mujer con la que compartí casi dos años de mi primera juventud y que ahora, más de treinta años después, me era bastante extraña. Recordé sus simpáticas salidas idiomáticas que, aunque cuando la conocí ya hacía un año que vivía en Argentina, eran muchas.

-¿Por qué conjugás con el tú a veces, si aprendiste acá el castellano? -dije.

-Puede ser porque estuve varios años dando clases de español y utilicé libros de allá. Enseñaba español de España contaminado por cordobés, para pagarme los estudios -se rió-. ¿Tenés pareja? –dijo con énfasis “tenés”.

-Hace un año que estoy saliendo con Lina, una profesora de filosofía.

-¿Viven juntos?

-No.

Noté que no hablábamos más que del presente o del pasado cercano; parecía haber un tabú respecto de los días remotos. Nuestro encuentro se debía a un lejano pasado en común y lo único que hacíamos era hablar del presente. Pero en alguna medida aquellos días estaban en el aura de la conversación, en las miradas, en la mano fresca, en la sonrisa, en los gestos que construían ese diálogo. Estaban y no estaban. ¿Para qué me había buscado? No podía entender bien nuestro encuentro, me sentía extraño frente a ella después de tantos años. Nos miramos reposadamente, en suspensión; había cierto sosiego en ambos que combatía con mi sensación de extrañeza y con el pavo Interrogante que martillaba mi cabeza.

-¿Me notás muy diferente a la última vez que nos vimos?

-La verdad es que estás más bonita que entonces -se rió e hizo un gesto con la mano como callándome.

Podía ver la humedad de su boca, que aún estaba aprisionada en la risa. Su cara parecía salir del gesto en el que se había fijado, pero no podía y resurgía el rictus con leves suspiros que se volvían risa.

-¿Qué te parece si vamos a caminar y después a comer?

Dorothy tomó su celular e hizo una llamada, mientras yo le pagaba al mozo. Retratos fotográficos de Agustín Magaldi, Carlos Gardel y Aníbal Troilo cubrían las paredes revestidas en madera. Allí me quedé mirando a Pichuco con su cuerpo acoplado al bandoneón y su rostro regordete pegado al fuelle.

La calle estaba oscura y húmeda, desde la ventana de una casona venían los acordes de un violonchelo, una melodía muy básica, pero agradable. Pasó un colectivo rugiendo y opacó el sonido dulce de las cuerdas. Ella estaba por decir algo, pero se interrumpió y dejó pasar el colectivo. Iba por la vereda angosta, mientras yo transitaba por el empedrado. Entramos a una casa colonial que funciona como paseo de compras. Se oía un vocerío de extranjeros y locales, un bullicio de tenderío. Algunos turistas compraban y otros tomaban fotos con sus celulares. Dorothy quiso comprar una estatuilla de una pareja bailando un tango; la esperé afuera sentado en un banco. Se me acercó un hombre que parecía japonés y me preguntó si conocía un lugar donde tocaran orquestas de tango; le indiqué uno en la calle Balcarce. Una vez que ella salió, caminamos lentos por Defensa. Al ritmo de sus pasos, podía sentir la fricción del perramus con sus piernas, que asomaban por el tajo del impermeable. Una vereda rota hizo que nos desviemos; ella caminó con dificultad entre unas baldosas saltadas, posó su mano en mi hombro. Su peinado se aflojaba; un mechón se soltó de la cola y le caía sobre la cara. Se lo levantaba con la mano y lo llevaba detrás de su oreja, pero volvía a caer. Miraba las casas con un gesto, casi impostado, de visitante ávida; yo, miraba con ella, pero la miraba a ella. Me sorprendió cuando se dio vuelta bruscamente.

-Ernesto, ¿vos lloraste cuando nos despedimos en el aeropuerto de Córdoba? -me soltó, con cara de que venía pensando en eso y no en la arquitectura colonial.

-Pasó mucho tiempo; no me acuerdo -dije y sonreí.

-¿En verdad no te acordás o te da vergüenza?

-¡Abbiamo arrivato al ristorante! -dije y corté la indagación.

Un señor nos recibió cortés y servicial, detrás de unos anteojitos que semejaban quevedos. El lugar era cálido; las mesas estaban bastante apartadas bajo una sutil iluminación ambiental. Nos ubicaron en una mesa que estaba junto a una ventana. Ya instalados, pedimos una entrada con un tinto. Conversamos sobre restaurantes, comidas y esas cuestiones, hasta que nos trajeron el vino. Dorothy se soltó el cabello, que cayó sobre sus hombros, y volvió a recogerlo en una cola de caballo sin mechones sueltos. Tomó la copa y la llevó hasta sus labios rojos que se humedecieron. Qué bien le quedaba beber; embellecía esa acción tan elemental y vital. Trajeron la entrada; constaba de varios platos. Las manos se comenzaron a agitar; iban y venían, de los platos a las bocas, de las copas a las bocas, de las bocas a las copas, de las copas a los platos.

-Ayer soñé con vos. Eras vos joven, pero con el pelo largo, muy largo, peinado con una trenza. Estábamos en una pileta tan gigante que parecía infinita, yo adentro y vos sentado en el borde, con las piernas en el agua. Me mirabas y te reías -dijo e hizo una pausa pudorosa-. Yo estaba desnuda, nadando. Vos te reías y te reías, y me decías una palabra que nunca había escuchado, creo que era alemán. Eso me decías: «qué lindo nadás, geschiklikeit«. Te reías. ¿Vos hablás alemán?

-No.

-Quizá, el origen de ese sueño sea aquella noche en el lago San Roque, cuando te llevé a navegar en el yate de los Klüger. ¿Te acordás?

-Sí, claro que me acuerdo. Cómo olvidarme.

Súbitamente, se descargó parte del pasado sobre la conversación. Sus ojos estaban más húmedos y sus pómulos ligeramente rosados. Luego pedimos otra botella de vino y los platos principales.

-¿Cómo está Carlos? Sé lo que le pasó, pero Laura no me cuenta mucho de él -dijo.

-Cuando terminó el colegio siguió Derecho en la universidad y se recibió. Siempre sostuvo su pasión por la política y la literatura. Me acercaba sus escritos; la mayoría eran extrañas combinaciones de sus ideas políticas con lecturas que no tenían directamente que ver, como los románticos de Jena o los malditos franceses o poesía latinoamericana. Se casó con una periodista y se divorció al año. Después se fue a España y allá empezó una vida ambulante…

-Tendrías que verlo. Ustedes eran muy amigos. Quizás, sea útil para su tratamiento.

-Nos alejamos hace mucho tiempo… Una vez me enteré de que estaba en Buenos Aires y le propuse encontrarnos; me dijo que no podía. No recuerdo qué excusa me dio.

-¿Y Rolando?

-A Rolando lo veo cada tanto. Es el gerente general de una empresa de emergencias médicas. Tiene tres hijos y vive en un barrio cerrado.

Cuando salimos del restaurant, Dorothy, estaba completamente borracha, caminaba con dificultad y se había olvidado de toda la formalidad académica de sus modales. ¿Querría venir a mi casa? ¿Querría pasar la noche conmigo? Se reía de sus traspiés y se lamentaba porque al otro día tenía un almuerzo de trabajo. En la oscuridad, refulgían los manchones amarillos de los faros; eran las tres de la madrugada. Caminamos por Carlos Calvo hasta que paramos un taxi.

-¿Querés que te acerque al hotel? -el taxista nos miraba por el espejo.

-En este estado no puedo volver al hotel, comparto la habitación con una chica. Me siento mal -el mechón rebelde caía otra vez sobre su cara-.

-Bueno, entonces vamos a mi casa, tomamos un café y una vez que estés bien te vas para el hotel.

-Okey, okey, okey, okey -dijo.

Indiqué al conductor la dirección. Ella suspiró y apoyó la cabeza sobre el respaldo del conductor.

-¡Cuánto que hemos bebido! Hacía mucho que no bebía tanto. Estaba muy bueno, muy, muy, muy bueno.

-Sí, tomaste mucho.

-Tú también, tú también.

-Menos.

-¿Te acordás del primer encuentro amoroso que tuvimos? -dijo.

No quería que continuara esa conversación; el taxista nos miraba por el espejo, evidentemente ansiando detalles de aquel encuentro.

-¿Quiénes son los psicólogos argentinos con los que estás trabajando? -dije.

-Estabas muy nervioso aquel día.

-¿Qué?

-Nervioso. Estabas nervioso.

-Puede ser. Después lo hablamos. ¿Son psicoanalistas, psicólogos conductistas o cognitivistas?

-Puede ser, no. Estabas nervioso, Ernesto.

Por primera vez en la noche tuve la música de su «Ernesto« de vuelta en mi oído; fue el tañido de una tecla que recién volvió a ser pulsada la noche en que escuché a Dorothy preguntar desde el otro lado del celular: «¿Ernesto?». El sonido de su «Ernesto» fue nítido, único; imposible no reconocerlo.  Tuve que ayudar a Dorothy a subir las escaleras hasta la puerta de entrada. Se instaló en el sofá, volvió a recoger su pelo y reubicó el mechón rebelde que ya estaba consiguiendo adeptos en otras zonas de la negra cabellera. Sobre una bandeja, llevé dos tazas de café que tomamos en silencio. Me acerqué al sofá, me senté junto a ella y la miré. Sonriente y lánguida, ella levantó su cabeza y estampó su boca sobre la mía. Con movimientos imprecisos y apurados, nos fuimos desvistiendo. La confianza y la afinidad del pasado se hicieron presentes de pronto, como si nuestros cuerpos se reconocieran, a pesar de las pieles un poco ajadas y marcadas. Luego de ponerse otra vez la bombacha y su sweater, Dorothy me miró, recostada sobre un almohadón. Desde el otro extremo del sofá, le devolví una sonrisa somnolienta. Una lágrima surcó su cara, imprevista y contundente.

-Cuando me fui de aquí, a las dos semanas de llegar a Boston me enteré de que estaba embarazada -dijo.

Me incorporé y la miré en silencio, quizás algo sorprendido, pero sin juicio. Después de llorar un poco más, me dijo que había abortado, que tenía diecinueve años y que no podía hacer otra cosa. Me acerqué, la abracé y le dije que había hecho lo correcto. En el abrazo, con mi cara hundida en su pelo espeso y perfumado, lloramos los dos.

-¿Por qué lloramos? -dijo.

-¿Por lo que no fue? -dije.

Pasado el momento de tristeza, Dorothy se sintió mal y vomitó; le di un vaso de agua, la acompañé hasta la cama y se quedó dormida. La cubrí con una manta y me acosté en el sofá a dormir unas horas.  A la mañana siguiente, dejé una notita al lado de la otra almohada en la que la invitaba a que se sintiera como en su casa y le pedía que cuando se fuera dejara la llave en el departamento de mi amigo Villanueva, que siempre estaba en las mañanas y las tardes en el piso inmediatamente superior. Cuando volví todo estaba muy ordenado; las tazas que había en la pileta, lavadas; la alfombra, prolijamente despejada. Una nota decía: “Perdón por lo de anoche. Te llamo luego. Dorothy”. Conmigo bajó Villanueva que al ver la nota se rió socarronamente.

-¿Qué te hizo anoche Dorothy? ¿Te mordió el pitín?

-No, vomitó la alfombra –dije.

-Olalá… Nos dicen los mareados.

A los dos días, tenía un mensaje de Dorothy en mi contestador. Nos encontramos en un café que estaba cerca de su hotel, Pellegrini y Arenales. El Interrogante se me planteó nuevamente, imponente, único, monolítico. Ella me miró desde la mesa y se quitó los anteojos oscuros que llevaba. Me dio un beso de cachete con duda, pero beso de cachete al fin.

-Perdón. No estoy acostumbrada a tomar tanto -dijo.

-Nada que perdonar.

-Igualmente, quiero decirte que lo pasé maravillosamente.

-Me alegro. Yo también.

-Limpié todo. Qué vergüenza.

-Vergüenza es entrar a robar y salir sin nada, decía mi abuela.

-Mañana te vas -le dije.

-Y, sí. No podía ser de otra forma.

-En algún momento volverás.

-Sí, procuraré volver. También podés ir para allá algún día.

-Sí, podría ser. Tendría que ir a cubrir alguna temporada de caza o pesca… ¿Cómo siguieron tus actividades académicas?

-Bien, muy bien. Leí mi ponencia y se generó una discusión muy interesante con colegas de aquí. Pienso que fue un viaje bien provechoso para mí y para los colegas que vinieron.

-¿A qué hora salís?

-A las tres de la tarde.

-Bien. Te llevo al aeropuerto.

-No, de ninguna manera. Prefiero que no vengas. Te quiero decir que la pasé muy bien contigo. Fue muy lindo reencontrarte y verte tan bien, tan vehemente, tan Ernesto, como cuando te conocí. Aunque te parezca increíble, siento mucha nostalgia de mis años en la Argentina. Aprendí mucho aquí; para mí fue muy importante tener un contacto tan estrecho con otra cultura, con otra lengua, con este país tan hermoso, tan variado, tan interesante. Una parte central de ese contacto, y más que eso, fue haberte conocido.

-Parece que salir conmigo fue una experiencia antropológica.

A la vez podía ver que había en ella una resistencia a que nos despidamos, a formular el fatal goodbye, arrevoir, addío, chau.

-Ya estamos partiendo, Ernesto -dijo.

-Te voy a acompañar hasta Ezeiza -dije.

-No insistas, por favor.

-¿Por qué no?

-No me gustan las despedidas.

-Nos vamos a despedir, aquí o en Ezeiza.

-Mejor hacerlo aquí. Es una imposibilidad mía. Ya no puedo despedirme en el aeropuerto.

-Sin embargo, en Córdoba quisiste que fuera a Pajas Blancas…

-Tenés razón. Quizás es una fobia que desarrollé de mayor. Te voy a escribir.

-Cuando quieras, podés escribirme o podemos hablar por teléfono.

-Hay algo que te quiero preguntar, Ernesto. Es algo sobre el pasado -dijo.

Pude percibir un leve temblor en su voz que acompañó con una mirada hacia abajo. Tomó un sorbo de su café y yo del mío.

-¿Nos hubiéramos casado, si yo me hubiera quedado en Argentina?

Aturdido, revoleé los ojos hacia la ventana, como si buscara una salvación en algún transeúnte perturbado o en un episodio callejero que nos expulsara del momento. Sin otra alternativa, tuve que volver a sus ojos pardos y enfrentarlos.

-Imposible saberlo, Dorothy -dije.

El inevitable, cargado silencio se hizo de su voz, acompañado por un incipiente gesto de pena. Se sacó el pelo de la cara y soltó un largo suspiro. La miré, terminé de tomar mi café y sonreí, acaso para disipar la solemnidad. Mi Interrogante seguía al acecho, silencioso, oculto, un poco bobo después de tanto ajetreo; sin duda seguiría así, agazapado, inarticulado. No había manera de formularlo en ese momento, con los dos así, un poco tristes, y luego de que ella me espetara su propio interrogante. Después del extenso y sentido beso, Dorothy se fue hacia el hotel, para más tarde partir a Boston con su comitiva académica. Lento, caviloso, caminé a través del multitudinario y caótico centro de la ciudad, con la certeza de que a medida que me alejaba de Dorothy se empezaba a escribir en mi memoria el relato de este viejo desencuentro.

 

Marcelo Pitrola

(Córdoba, 1974). Es licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, dramaturgo, guionista y docente en la Universidad Nacional de las Artes. Su obra Princesa peronista obtuvo en 2005 el primer premio en el IV Concurso Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. Para teatro, escribió también La zanja, Qué me has hecho vida mía (con Diego Lerman y María Merlino), versiones de Tres hermanas, de Chéjov; de La dama del mar, de Ibsen, entre otras obras y adaptaciones. Escribió, con Hernán Belón, el guión del largometraje Sangre en la boca, nominado a mejor guión adaptado en los Premios Sur. Es editor de la sección Teatro y escribe en la revista cultural Otra Parte.

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