Era la mejor amiga de Laura, la hermana de Carlos, y ambas tenían un año más que nosotros. Fue una tarde en la habitación de Carlos cuando hicimos algo parecido al amor por primera vez. Carlos, Laura, Rolando y una chica que salía con él, llamada Matilde, lo imaginaron porque no entraron a la habitación hasta dos horas después. Habíamos estado todo aquel día vaciando la heladera y escuchando discos de Spinetta y Charly García; los padres de Carlos se habían ido el fin de semana afuera. En un momento de la tarde, mientras hablábamos y hablábamos, ella fijó su mirada en mis ojos y sonreía. Tan manifiesta fue su actitud que todos comenzaron a incomodarse y yo, un poco también. Parado sobre una mesa ratona, Carlos leía un poema de Cummings, mientras sonaba “No me dejan salir” de fondo. Ella no dejó de mirarme; nunca había sido objeto de ningún tipo de conquista, así que la situación era nueva para mí. En un momento se levantó, dijo que iba a buscar un mazo de cartas a la pieza para jugar al póker. Me levanté y caminé tras ella, entré en el cuarto y cerré la puerta. Se dio vuelta, con un gesto sacó el pelo que le tapaba la cara y sonrió. “¿Puedo tocar?”, le dije. “How much?”, me dijo. En la confusión de besos y fricciones, sentí su mano nerviosa que hurgaba en mi pantalón.