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La luz de una estrella muerta

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Alberto Greco (Buenos Aires 1931-Barcelona 1965) escribe en su mano izquierda la palabra Fin y se suicida. Poco antes, en la pared de la habitación, deja una frase también de su puño y letra: Esta es mi mejor obra.

El artista tenía 34 años, una vida trashumante que lo llevó por  Brasil, Francia, Italia, Estados Unidos y España y una obra pródiga en descubrimientos que “No le teme a lo cursi ni a ser kitsch y, al mismo tiempo, es muy pop”. Aunque fue uno de los impulsores del informalismo y destacado exponente del arte conceptual, su obra escapa a definición alguna.

Paula Klein (Buenos Aires, 1986) enseña literatura latinoamericana y comparada en Francia, en la Université Paris-Est-Créteil y el próximo 17 de septiembre presenta en Buenos Aires su novela: La luz de una estrella muerta (Editorial Mansalva) en la que Greco, viviendo en París, es protagonista y, un personaje muy parecido a ella, según sus amigos, también.

Sobre la novela que juega con varios géneros se pregunta y responde ella misma.

Por Paula Klein

¿Cómo te decidiste escribir la novela? ¿por qué?

Prácticamente desde que me instalé en París, hace ya unos diez años, comencé a interesarme por una serie de escritores y de artistas argentinos que se exiliaron acá durante la posguerra y, luego, por los que se exilian en los años 60 y 70. Desde el mítico viaje a París de Rubén Darío, la “Ciudad Luz” se transforma en una especie de parada obligatoria para los artistas latinoamericanos. Esa idea del viaje de “perfeccionamiento”, que es también un viaje de iniciación, me parecía particularmente fuerte y productiva en el caso de los argentinos. Desde Sarmiento, Miguel Cané o Cambaceres, hasta Victoria Ocampo, Julio Cortázar o Juan José Saer, el topos del exilio en París opera con mucha fuerza. Y si bien las razones del viaje van cambiando en función del momento histórico y de la coyuntura política, me atraía la idea de ese París mítico, de ese París-faro que encandila con su luz artificial a muchos compatriotas.

Al mismo tiempo, venía trabajando sobre los “vivo-ditos” de Alberto Greco, esos señalamientos de situaciones, cosas y personas de la vida cotidiana que, como ocurre con el ready-made de Duchamp, transforman lo cotidiano en una obra de arte por el solo hecho de ponerlo adentro de un círculo de tiza y de firmarlo. En algún momento, leí que la primera exposición de Arte vivo-dito ocurre en París, en 1962 junto al escultor Alberto Heredia que posó y tomó algunas de las fotografías. Fue durante la segunda estadía parisina de Greco. A partir de ahí empiezo a hacerme preguntas: ¿cuándo llegó Greco a Paris? ¿Cómo, por qué, con quién salía? ¿Habrá conocido a Copi o a Raúl Escari? ¿Habrá participado de los encuentros de los Efímeros pánicos creados por Jodorowsky, Topor y Arrabal?

Al cabo de mucha lectura y toma de notas, se me activó el chip de lo que David Viñas llamaba la “imaginación crítica”: algo así como la capacidad de especular y de emitir hipótesis y conjeturas sobre lo real, a través de la ficción. En ese momento, empiezo a darme cuenta de que lo que quiero hacer es darle voz a Greco y a sus aventuras con una novela.

¿Por qué Greco?

Más allá de ser un artista extremadamente disruptivo, alguien que se adelanta a su época (recordemos que Greco hace, por ejemplo, happenings o que reflexiona acerca del arte de los medios de comunicación antes de que los teóricos identifiquen esos conceptos), me fascinó su conciencia de que para ser un gran artista hay que crearse un mito, pero también saber venderse como cualquier otro producto, si es necesario con alto parlantes y afiches empapelando la ciudad con su nombre.

Me gusta mucho su manera de reírse de las modas para intentar trazar su camino un poco al margen de lo que dictan las instituciones, los críticos, los premios. Y, por supuesto, el mito que se crea entorno a su suicidio tan trágico, la voluntad de transformarlo en una última performance, es algo que me interpeló desde el principio. Incluso hoy, ese suicidio sigue siendo muy poderoso y, de alguna forma, ilumina su obra y particularmente Besos Brujos, la obra-testamento escrita justo antes del final.

¿Qué fue lo más difícil del proceso?

Me costó bastante entender cómo podía tender un puente entre el París de los años 50 y 60, en el que vivió durante algún tiempo Greco, y el París actual en el que transcurre la ficción de Elena y Grace, las dos amigas. Y, por supuesto, me generó también muchas dudas la decisión de integrar en la novela una voz ficcional, en primera persona, de Greco. La idea de meterme en su piel y de darle voz a sus pensamientos, a sus deseos, me daba pudor. De ahí vino la necesidad de incorporar esa especie de preámbulo con el que se inicia la novela y que lleva el título “Espiritismo”. En esas primeras páginas explico mis dudas y los sentimientos contradictorios que siento al querer abordar una vida y una obra como las de Greco. Al mismo tiempo, el hecho de explicitar el “pacto de lectura” y de decir que se trata de una ficción; documentada, es cierto, pero ficción, me tranquilizó y me permitió avanzar.

¿Alguna anécdota del libro?

Como lectora, me atrapan mucho las historias de triángulos amorosos, los amores imposibles, pero también las amistades, con toda su carga de cariño, de incomprensión, de celos a veces. Y hay algo de esos triángulos en la novela. En primer lugar, el que se genera entre los dos objetos de fascinación de Elena que son Greco, el artista al que le dedicó su tesis, y Grace, la chica misteriosa que aparece en su vida y que encarna todo lo que a Elena le parece inaccesible.

Al mismo tiempo, hay otra serie de amores imposibles que van ritmando la narración: el de Greco con el pintor chileno Claudio Badal, pero también la amistad tirante entre Greco y Laurence Iché o “Sofía”, como Greco la llama en sus cartas. Laurence alias Sofía era una poeta francesa surrealista que se enamoró de Greco y con la que él tuvo una relación complicada, porque la quería y no sabía qué hacer con ese amor y esa atracción no correspondidas.

Me gustó reconstruir esas historias de amores imposibles y de amistades complicadas. Greco es además una figura genial para reflexionar sobre las penas de amor porque su sensibilidad se adelanta al camp, ese tan mentado “mal gusto de buen tono”. Su obra y sus escritos están embebidos de una sensibilidad afectada, pasional y obsesiva. Greco juega el rol del amante despechado, paranoico, completamente abandonado a sus pasiones y a la pena de amor. No le teme a lo cursi ni a ser kitsch y, al mismo tiempo, es muy pop. Por ejemplo, si pensamos en una obra como Besos brujos, que es un mix de texto y de arte visual porque incluye collages, dibujos y garabatos, vemos que esa obra también puede ser leída como una carta de amor desesperada. Y es justamente esa obra la que obsesiona a Elena que presiente que algo falta ahí, que hay un misterio en esa obra que solo Grace puede ayudarla a develar y que ese misterio puede darle la clave para entender el suicidio de su artista querido.

#recomendadosbecult

La aventura de lo real. Escritos de Alberto Greco

(Ediciones Julián Mizrahi), reúne la primera transcripción de los textos del artista, la mayoría inéditos.