Como lectora, me atrapan mucho las historias de triángulos amorosos, los amores imposibles, pero también las amistades, con toda su carga de cariño, de incomprensión, de celos a veces. Y hay algo de esos triángulos en la novela. En primer lugar, el que se genera entre los dos objetos de fascinación de Elena que son Greco, el artista al que le dedicó su tesis, y Grace, la chica misteriosa que aparece en su vida y que encarna todo lo que a Elena le parece inaccesible.
Al mismo tiempo, hay otra serie de amores imposibles que van ritmando la narración: el de Greco con el pintor chileno Claudio Badal, pero también la amistad tirante entre Greco y Laurence Iché o “Sofía”, como Greco la llama en sus cartas. Laurence alias Sofía era una poeta francesa surrealista que se enamoró de Greco y con la que él tuvo una relación complicada, porque la quería y no sabía qué hacer con ese amor y esa atracción no correspondidas.
Me gustó reconstruir esas historias de amores imposibles y de amistades complicadas. Greco es además una figura genial para reflexionar sobre las penas de amor porque su sensibilidad se adelanta al camp, ese tan mentado “mal gusto de buen tono”. Su obra y sus escritos están embebidos de una sensibilidad afectada, pasional y obsesiva. Greco juega el rol del amante despechado, paranoico, completamente abandonado a sus pasiones y a la pena de amor. No le teme a lo cursi ni a ser kitsch y, al mismo tiempo, es muy pop. Por ejemplo, si pensamos en una obra como Besos brujos, que es un mix de texto y de arte visual porque incluye collages, dibujos y garabatos, vemos que esa obra también puede ser leída como una carta de amor desesperada. Y es justamente esa obra la que obsesiona a Elena que presiente que algo falta ahí, que hay un misterio en esa obra que solo Grace puede ayudarla a develar y que ese misterio puede darle la clave para entender el suicidio de su artista querido.