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Ellos escriben bien

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Tres  periodistas, editores de las principales revistas, suplementos y páginas culturales de América Latina en su faceta como escritores. Especial para revista BeCult, Matilde Sánchez (Argentina), Jaime Bedoya (Perú) y Fernando Araújo (Colombia)

Ellos escriben bien. Encontraron la respuesta a la pregunta de Tomás Eloy Martínez de cómo seducir usando un arma tan insuficiente como el lenguaje. Tienen el olfato para hacer que las páginas de Cultura que editan en tres de los medios de prensa más importantes de Latinoamérica sean reconocidas más allá de sus países. Excelentes narradores han relegado de muchas maneras el oficio de escritor para anteponer al editor-periodista. Cada tanto las columnas que escriben en sus medios se convierten en un libro, una selección de crónicas, una novela o una mezcla de géneros. Entonces, la literatura, construida e instalada, desde ese lugar lateral, gana con un tremendo y preciso reconocimiento.

Matilde Sánchez. Ellos escriben bien. Be Cult. Revista Be Cult.

Matilde Sánchez 
(Clarín. Argentina).

Jaime Bedoya. Ellos escriben bien. Be Cult. Revista Be Cult.

Jaime Bedoya 
(El Comercio. Perú).

Fernando Araujo Vélez. Ellos escriben bien. Be Cult. Revista Be Cult.

Fernando Araújo Velez 
(El Espectador. Colombia).

La mirada establecida

Matilde Sánchez

El turismo es la parodia del viaje. Los aeropuertos son grandes aparatos de radiografías de gente, como en la película El vengador del futuro. Se supone que es el ámbito de mayor anonimato y sin embargo, está allí la gran policía del mundo que escanea a todo aquel que transita por esos espacios. La ciudad es todo lo contrario, está hecha de madrigueras. Además, hoy en día es muy difícil viajar con una mirada virgen. Todo se ha visto por televisión. Se viaja para confirmar miradas de otros. Uno reconoce pero no descubre. Y a la vez, esa canción que se escucha es lo que transforma el viaje en una película. El viaje y el cine me resultan afines. Es cierto que hay sitios en los que la mirada está establecida. En la Muralla China hay una silla y un cartel que anuncia: «Desde aquí usted tiene la mejor panorámica para su foto». ¡Uno ni siquiera precisa tomarse el trabajo de buscar desde dónde mirar! 

No te pases

Jaime Bedoya

Llegas a una esquina de una calle de doble sentido. Hay un letrero de PARE. Hay un rompemuelles. Hay un crucero peatonal. Recuerdas que hay videos de patos que respetan las señales de tránsito en Suiza. Te detienes. Inmediatamente empiezan a tocarte bocina.
El auto detrás del tuyo no es una ambulancia. Es un camión refrigerador. Lo miras por el espejo y le explicas con señas al conductor que piensas cruzar la avenida y no hay pase posible. A menos que te eleves y planees, deseo oculto detrás de una bocina.
El conductor del camión decide no esperar más. Te sobrepasa contra el tráfico, acelera y dobla a la derecha, al mismo tiempo que avanzas, impactándote. En un acto reflejo, coges el teléfono y registras el momento como evidencia, porque la gente miente. Entonces el tiempo se detiene. La fuerza gravitacional de una espiral ilógica sin comienzo ni fin, aquella que atrae todo lo peruano, te arrastra.
La conversación empieza cortésmente. “¿No vio el cartel de PARE, el rompemuelles, el crucero peatonal, la flecha que le indica que estaba contra el tráfico?”, preguntas. La respuesta es premonitoria: “Estoy apurado y usted estaba estacionado en la esquina hablando por teléfono”.
¿Cómo se responde a lo irrazonable? ¿Con Basadre, con patos suizos, con Gareca? Llega el procurador de la compañía de seguros y le dices, como quien da el pésame: “Vamos a la comisaría”. Él mira con cara de no, por favor. Cancelas todo lo que tenías que hacer.
Llega el dueño del camión refrigerador. Un señor mayor, respetable vecino que peina canas y fuma a las nueve de la mañana. La estampa de la respetabilidad. Hasta que luego de informarse de los hechos sentencia: “Aquí hay responsabilidad compartida”. El procurador entorna los ojos. “Vamos a la comisaría”, insistes.
Habían pasado dos horas y media del accidente idiota. No había sangre ni heridos, a diferencia de lo que mata a cientos de peruanos al mes, pero el germen era el mismo: la ley no está hecha para respetarse. Está hecha para doblarla, amoldarla y pasarse por la entrepierna de aquellos a los que una civilización en común les vale madres.
“Vayamos a medias”, plantea el caballero parado a dos metros de una inmensa flecha blanca que indica el sentido inverso en que se desplazaba su camión. No sabes cómo responderle. Cuesta insultar a la gente mayor.
El susodicho aprovecha el bloqueo sináptico: “Tu nombre me suena”, dice, recurriendo al falso halago como cortesía previa al embuste. “Trabajo en un periódico”, le respondes. “No, no por eso”, aclara con un gesto de desprecio. “No leo periódicos”, sentencia blandiendo su desinformación como una medalla.
El conductor, su empleado, se yergue empoderado. Piensa: “Mi jefe, viejo y blanco, no lee periódicos, se caga en la ley”. La barbarie siempre se reclama invencible. Por eso es idiota.
Subes al auto y le dices al procurador, con menos paciencia, sígueme a la comisaría. Pero apenas arrancas el del seguro hace una señal. El señor que no lee le consulta al oído si es que tiene opción, de una manera u otra, de tener la razón. “Esa manera no existe”, le dice. Entonces todo cambia.
Bipolarmente el que no lee se deshace en disculpas, firma la responsabilidad ante el seguro y, tras horas de argumentar que sí se puede manejar contra el tráfico, pide perdón por el inconveniente. Un pato suizo cae del cielo, se estrella sobre el asfalto y nadie lo ve.
El inconveniente, por tu parte, fue tiempo irremediablemente perdido. Por la otra, cinco mil soles en reparaciones que tendrá que asumir. Pero no se enterará por acá.
Él no lee.

De este mundo un infierno

Fernando Araújo Velez

Quiero recuperar las viejas lentitudes, largarme a caminar sin rumbo por la orilla de un riachuelo y sentarme entre algunas piedras a ver pasar la vida. Quiero escribir con un palito sobre la arena una, dos y tres palabras que formen una frase, y concluir esa frase sin puntos para terminar de convencerme de que la vida no tiene ni puntos seguidos ni puntos aparte y, tal vez, ni siquiera ese fatídico punto final que nos espera.
Quiero caminar despacio, pensar despacio, escribir despacio, y si llego a amar de la manera en que he decidido volver a amar, amar despacio. Hacer de cuenta que hago parte del reparto de una de aquellas películas francesas de Lelouch, de Truffaut o de Godard, escuchar de la protagonista cinco palabras, rumiarlas, darles vuelta, entenderlas y desentenderlas, valorarlas, y responder lo mínimo y lo necesario, si es que encuentro alguna respuesta.
Quiero andar cada vez más despacio, sin guarecerme del sol o de la lluvia y sin tener que correr para subirme al bus que se detuvo una cuadra más allá. Dar cada paso como si fuera el último, porque puede ser el último, y tararear una de aquellas canciones de los tiempos en los que se hacían canciones para decir algo, no para vender. Quiero jugar a no pisar las líneas de las aceras, como antes, y seguir creyendo que pisarlas es de mala suerte, y hablar de la buena o la mala fortuna con una de las señoras que lee el chocolate, o el cigarrillo o el café o las cartas o las líneas de las manos.
Quiero arrojar mi celular encendido a lo más profundo de un lago para ver cómo se van desconfigurando las palabras, los colores, los muñecos, las recomendaciones y las noticias de última hora, oír cómo se mezclan el estallar de las burbujas con los metálicos acordes de su ring tone, y después, acostumbrarme a la vida sin mensajes urgentes y sin algoritmos.
Quiero volver a tener el tiempo que alguna vez tuve, jugar a las escondidas con un amigo imaginario, volver a creerme futbolista o cantante, y aburrirme y buscar después la manera de desaburrirme. Quiero tirarme al pasto, bañarme en los ríos, conversar con los albañiles y regalarle un poema a la profesora de español de la escuela de mi pueblo.
Quiero creer de nuevo en el diablo y en un dios, y hacerme amigo de todos los diablos para saber cómo lograron hacer de este mundo un infierno.