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Oda al Calamaro que todos llevamos dentro

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Por Valeria Agis

Esta semana, el músico argentino entró en la sexta década de vida. Desde Be Cult, lo saludamos con una columna que evoca recuerdos dejados por su obra.

En mi memoria es 1983 y hace calor. Mucho; ese ardor decembrino, insoportable. También es el último día de clases de cuarto grado y, después de la escuela, meriendo en casa de mi amiga Viviana G.

Entonces, de repente, allí estamos las dos: frente a una bandeja con sándwiches recién preparados y dos vasos llenos hasta el borde de Coca-Cola helada, que llevamos a su habitación de inmediato porque esa tarde la comida es lo de menos. Lo que realmente nos importa a Viviana G. y a mí es un cassette que acaban de comprarle sus padres, y que ella -al menos en mi hilo de recuerdos- me muestra como una ofrenda, como si fuera un frágil tesoro, tomándolo con emoción entre las manos.

La tapa, una evocación -entiendo ahora- a una de las célebres chicas del arte pop de Roy Lichtenstein, es de un amarillo vibrante, poderoso. Al pie se lee, en cursiva roja, ‘Vasos y besos’. El botón del radiograbador no dice ‘Play’, sino ‘Reproducir’, y para nosotras el cassette no es de Los Abuelos de la Nada, sino de ‘la banda de Calamaro’.

Calamaro, Andrés Calamaro, es ese chico jovencísimo a quien miramos detenidamente en fotos de la revista Aló Chicas y por TV, supongo que en un programa llamado Música Total, que nunca nos perdemos. Calamaro usa camisas amplias, casi siempre arremangadas, y una corbata finita. También camisetas rayadas, sacos con hombreras y musculosas estampadas. Tiene una melena de resortes en la cabeza, que rebotan cuando baila detrás del teclado, y esas patillas tan prominentes.

Para nosotras, dos nenas de un colegio religioso del conurbano bonaerense, que de lunes a viernes llevamos uniforme –jumper azul, camisa celeste, zapatos negros-, Andrés Calamaro es ‘distinto’. No solo su entera iconografía es tan diferente de la nuestra; hay algo en él que también lo distingue de entre ese combo creativo-danzante-sudoroso de músicos que aparece sobre el escenario cuando Los Abuelos de la Nada tocan en vivo. Su estética es fresca, vanguardista; habla de otra cosa.

Además es, claramente, un hacedor de hits, de esos que apenas empezamos a bailar en los cumpleaños de la pre adolescencia y que ahora -esa tarde irrespirable- escuchamos, tiradas en el piso de la habitación de mi amiga. “Tengo un cohete en el pantalón, y vos estás tan fría”, canta Andrés. A nosotras la metáfora nos pasa inadvertida y solo entendemos literalidades por el momento, pero aún así nos fascina la historia del pobre tipo enamorado que espera bajo la lluvia dos horas, mil horas, como un perro.

Calamaro es moderno. Calamaro tiene la edad que quisiéramos tener nosotras. Y estamos seguras, segurísimas, de que él a esta hora no está tomando Coca-Cola sino, quién sabe… Otra cosa, algo de adultos; uno de esos tragos coloridos en vasos largos, con sombrillitas.

Esta escena inocente yacía enterrada en algún hueco opaco de la memoria. Pero al visitarla ahora en un avance rápido ultra vertiginoso, comprendo que Calamaro, ese Andrés Calamaro, encarnaba a la perfección la promesa de felicidad de unos nuevos tiempos que corrían, en un país que despertaba de la oscuridad a la fiesta, a la audacia, al romance, al arte, a la expresión, a la libertad.

Apoyado en ese ímpetu, el músico al poco tiempo optó por la vía solista y ahí emprendió otra etapa; también, quizás, como la Argentina. Atrás quedaron las remeras fluorescentes y el ‘Así es el calor’, y el Andrés Calamaro de esos años se abrazó a una poética costumbrista de la cual haría -para siempre y con altibajos- su marca registrada. Fueron los tiempos de Por mirarte y Nadie sale vivo de aquí; los primeros eslabones del narrador de cotidianidades, del Calamaro romántico, que sucumbe con dolor y obsesión a chicas de aquí y de allá. “Por mirarte, estoy accidentado”, lo escucho cantar ahora, y deduzco que sí, que fue entonces cuando Calamaro empezó a hablar con una simpleza abrumadora de las cosas que nos pasan a todos. O al menos a muchos de nosotros.

También allí apareció el casi treintañero que comienza a pagar las cuentas desagradables de la fiesta, ‘llorándole a un Pescadas su borrachera cruel’. ¿Hace falta más claridad para esta imagen perfecta de ‘el día después’?

 

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En los 90, Calamaro se subió a un avión en primavera, cruzó el Atlántico y aterrizó en el otoño de Madrid. Era una nueva década, tanto en su vida como en el calendario, y en España Andrés encarnó a Andrelo, un apodo que venía de la infancia pero que en esos años se volvió visible, corpóreo; otra de las personas del artista. En las calles madrileñas hubo secuencias de doce horas seguidas de bares, como él reconoció más de una vez, y hubo también otra banda, Los Rodríguez (con Ariel Rot, Germán Vilella y Julián Infante), que contagió a su rock algo de rumba catalana y le hizo tender puentes hacia otros estilos populares. Andrelo es quien profundiza la obsesión amorosa hasta llevarla a lo insondable; es un tipo con el pelo largo y las patillas en su máxima expresión, ebrio de sentimiento: “Voy a sacar a pasear mi dolor como un tonto, hasta acabar conmigo”, dice en Engánchate conmigo.

El periplo español dura hasta 1996 y se transforma, finalmente, en el germen de su álbum solista más cabal y perfecto. Alta suciedad es el inicio de aún otra reinvención de Calamaro. Es un disco soleado, de esos que se dejan cantar por la ruta; con hits improbables, un himno amoroso a perpetuidad (Flaca), músicos estupendos y la lírica calamaresca en su apogeo -rimas consonantes y todo-.

La tríada prodigiosa se completa con sus sucesores, Honestidad brutal y El salmón, con los que el artista cierra otra década y trasciende toda frontera posible en la industria: los edita en formato doble y quíntuple (¡103 temas!), respectivamente. Son años donde la calidad empieza a abrirse camino como puede, muchas veces a tientas, en una era donde la fertilidad incontenible, la urgencia por grabar y decir T-O-D-O, parece ser lo que prima en él. Calamaro chorrea canciones -algunas tan hermosas como Los aviones-, amplía el refranero popular delirante -‘Vieja, me quedo en casa, tomando mate y bizcochos de grasa’- y se convierte desde este momento en una suerte de pariente para sus fans. Sus shows ya no son un concierto de rock, son ahora celebraciones folclóricas; una fiesta de pueblo, donde todos se conocen y entienden, saben de qué se trata todo.

La línea de tiempo sigue, porque Andrés, Andrelo, El Salmón y todos sus demás sujetos artísticos son inagotables. Pero confieso que la historia, para mí, podría detenerse acá. Es una elipsis tan injusta como personal, privada, porque hasta aquí llegan mis recuerdos con estas, sus -muchas, muchas- canciones. Hasta aquí las vivencias, las madrugadas, las bromas y la suite Cacho Fontana, como bautizamos con amigos a tantas de las habitaciones donde hemos dormido. Después de esa etapa, su retórica se tornó un terreno más esquivo; entrevistarlo es una emboscada, casi una misión imposible, e hilvanar sus tweets exige una paciencia a contramano del espíritu mismo -instantáneo, inminente- de las redes. Con seguridad, el problema es mío (‘revísenme a mí, el coche no tiene nada’, Calamaro dixit).

En tanto, Andrés sigue siendo Andrés: un Bob Dylan cruza salvaje con tanguero de barrio; el primo ocurrente que llega tarde y desaliñado a las grandes celebraciones familiares. Y posiblemente sea también el único músico argentino que puede titular a sus canciones Culo sin asiento, o Me cago en todo, en una maniobra tan, pero tan pedestre, que se torna de repente una genialidad.

Es imposible no escribir con cariño de él, precisamente porque es parte de la vida que pasó. De las primeras tardes de sándwiches y gaseosa después de la escuela, y de las muchas fiestas, desvelos, amores y viajes que vinieron después. O, como diría Borges, ‘del plástico ayer irrevocable’.

Valeria Agis es periodista, especialista en crítica de artes. Escribe desde Argentina para medios de Latinoamérica y EE.UU. En Instagram: @valeriaagis