¿Por qué, siempre que recordabas tu estancia alemana, esas palabras se teñían del mismo gris terroso en que se convertía la nieve en las calles de Berlín? Un gris sucio y a la vez frío, anclado en tu cabeza con el terco empecinamiento de las pesadillas; imagen capaz de reproducir en tu cabeza el tono que Mahler dio a “pequeñas diferencias”, como si pretendiera ─siguiendo tal vez una encomienda espiritual de Mahler─ que estuvieras preparado para todo lo que vendría después: el regreso en 1900 a una Habana enrarecida por la presencia del ejército yanqui, que se resistía a ser gringa sin querer ser tampoco española; la gira de conciertos por la isla que no interesó ni a la prensa ni al público ─”hay sólo seis personas en el Teatro, señor. ¿No quiere cancelar su presentación?”, te había preguntado, apenado, el director del Teatro Campoamor─; la acechante presencia de la miseria confirmada día a día en la volatilidad del dinero que habías acumulado en tus años de gloria y que comenzó a desangrarse como una bestia herida de muerte entre borracheras y farras y bacanales en La Habana, Pinar del Río o Santiago de Cuba, hasta que confirmaste, desilusión tras desilusión, cuánta razón tenía tu padre cuando, al ver el costo de tus diversiones, dijo: “el dinero, como la luz, atrae siempre a falsos amigos, mijo, y esas son polillas más dañinas que las polillas de verdad”; las giras por América y Europa, que parecían estar marcadas por una rara resistencia de tus manos a dominar el violín como lo hiciste en los grandes tiempos, haciéndote creer que el mal signo tenía que ver con América, pues en Europa siempre el instrumento era como una extensión de tu cuerpo y no ese objeto extraño en que se había transformado desde que abandonaste Alemania; y, finalmente, descubrir que quizás Mahler tenía razón: ya no existías, el genial Brindis de Salas se había esfumado lentamente en los últimos diez años y solo quedaba ese negro descorazonado que ─lo confiesas, después del vergonzoso y todavía ensordecedor fracaso del último concierto en el Teatro Vicente Espinel, de Ronda, en España─, acosado por la intensa tos, los esputos sanguinolentos y el dolor en el pecho y los pulmones, decidió tomar el único camino en el que quizás quedaría alguna luz, aún cuando fuera una remotísima esperanza: viajar a Buenos Aires, ir a la búsqueda de Gina y de esa hija que, según había dicho White alguna vez ya casi perdida en tu memoria, podría ser la única posibilidad de mostrar que poseías un alma o, si es que realmente la habías perdido, de rescatarla.