Luciérnagas eran las del tango
en el llanto celuloide
de las películas argentinas de tarde
y también en los libros
de aquella abuela que contenía el mundo.
Pero entre racimos de plátanos y rosales,
aquel titilar verde del tono más inquieto
se llamaba cocuyo
y nunca viajaba solo.
Entonaban en sincopado tropel
su danza entre la brisa oscura
en aquelarre colorido, incierto,
como esa libertad del patio de la infancia.
Jamás los encerró en una prisión de vidrio
no quiso amaestrar su luz de ningún modo.
Si la sinfonía de lluvia se adueñaba del patio.
a veces emigraban
(ese verbo luego tan gastado).
Pero de repente, sin fanfarria alguna,
regresaban a los ojos
de la niña que vigilaba a escondidas la noche.
Muchos años después
cada vez que se preguntaba
cómo respirar en extrañas calles
sin escribir con goma de borrar
sobre las puertas cerradas de la memoria,
cómo soportarlo
sin caminar sobre las ajenas espaldas
sin apretarle el cuello
siquiera a los malvados,
la respuesta llegaba
como un murmullo de luz: