Cuando desperté no reconocí donde estaba. Al fondo había una ventana cerrada y al darme vuelta, mi cara quedó frente a una puerta también cerrada. Por debajo de la puerta se colaba la claridad del amanecer. A través de las hendijas de la ventana entraba la luz de la calle y se reflejaba en la pared. Oía los pasos de la gente que caminaba por la acera y luego veía sus sombras reflejarse en la pared. Los pasos se acercaban primero y luego las sombras comenzaban a crecer y alejarse de la ventana y marchaban al compás de los pasos, refugiándose en el rincón más oscuro, mientras las pisadas se perdían en la calle.
Me senté en la cama y enseguida recordé que mi padre se había ido lejos la noche anterior y que dormía con mi madre. En el cuarto también estaba la cuna de mi hermano. Él y yo dormíamos juntos en el otro cuarto, pero ahora mi madre nos había traído para el suyo y así tenernos cerca y vigilarnos. Yo le llevaba cuatro años a mi hermano y él era grande aunque todavía durmiera en la cuna: tenía cuatro años y dormía en la cuna porque no había otra cama. Ahora no estaba en la cuna y caminaba derecho, pero cuando estaba en la cuna tenía que dormir doblado y yo temía que se quedara así jorobado para siempre, pero mi madre no parecía darle mucha importancia al hecho.
Me levanté y abrí la puerta que daba a la cocina. Con el aire entró un agradable olor a tierra húmeda, a rocío y el acre aroma de la cuaba al arder. Mi madre encendía la candela disponiendo las astillas de leña en pirámide sobre un pedazo de papel colocado dentro de la hornilla. Ella había cortado las astillas con el cuchillo de cocina y mi hermano jugaba en el patio con el cuchillo cortando astillitas de madera y clavándolas en la tierra mojada, imitando una cerca.
—¿Se levantó ya el dormilón? —preguntó con afecto mi madre, mientras echaba agua en la palangana—. Lávate.
Me lavé y me senté entre dormido y despierto en uno de los taburetes, junto a la mesa. Encima de la mesa, en la pared, había un cuadro que no era más que una litografía sobre cartón duro. La litografía representaba un palacio construido en el agua. A la izquierda, dentro del palacio, había un lecho y en él dormía una dama envuelta en muy escasas ropas transparentes. Inclinado sobre ella aparecía un individuo rojo, de rabo terminado en flecha y cuernos puntiagudos, algo que debía ser un diablo sin que acabara de serlo del todo. Era un anuncio. Ahora yo sé que el palacio debía ser alguna mansión de Venecia y que el caballero rojo era la representación de un mosquito. El anuncio tenía una inscripción en inglés que decía más o menos: Do you want to SLEEP?, y mencionaba un producto que debía aniquilar con premura cierta al diablo rojo, a los mosquitos. Yo me pasaba las horas en la cocina mirando el cuadro, hipnotizado tratando de leer el letrero y de comprender su significado, pero éste siempre se me escapaba.
—Ven a ver —me llamó mi hermano desde el patio y allá fui yo.
Había completado la pequeña cerca y en medio de ella había un cangrejo colorado tirando de una cajita de cartón llena de piedras. Me senté a su lado.
—¿Como lo hiciste?
No me contestó. Me mostró las dos muelas del cangrejo en su mano y fue entonces que me di cuenta de que el cangrejo estaba desmuelado, completamente desarmado sin sus tenazas. Pero en sus ojos solidificados había un sordo rencor que demostraba torcidamente, arrastrando su «carreta» como en espera de una mejor oportunidad de venganza.
Mi madre me llamó y me pidió que fuera a comprar el pan. Salí de la casa y sentí esa inquietante sensación de libertad que experimentan todos los niños en la calle. Es un sentimiento confuso de miedo y alegría ante la amplitud del espacio: las calles anchas, abiertas, y el techo inalcanzable del cielo, la luz inmensa y el aire, ese aire indescriptible de los pueblos que el que vive en la ciudad no se puede imaginar. Caminé despacio las dos cuadras hasta la panadería y no hallé a nadie por la calle. Al regreso, me encontré con Fernandito frente a casa. Vino a mi lado.
—¿Jugamos hoy a los bandidos? —me preguntó.
—No puedo.
—¿Por qué?
No quería tener que explicarle que iba a salir con mi madre. No era muy bien visto en el pueblo el muchacho que salía con la madre a hacer visitas.
—No puedo.
—¿Pero por qué?
—Tengo que salir con mi madre.
No quise ver la expresión de desaliento en la cara de Fernandito y comencé a patear con un cuidado exquisito una piedra. Fernandito caminó a mi lado en silencio y se detuvo en la puerta de casa.
—¿Ya hiciste la carta? —le pregunté para variar el tema.
—Yo no, todavía. ¿Y tú?
—Anoche.
—Yo no me apuro. Total. Todos los años es lo mismo: yo pido una cosa y me traen otra
Fernandito siempre se quejaba los Días de Reyes de no recibir el regalo que pedía. Si pedía un revólver, le traían un guante y una pelota; si pedía un traje de vaquero, le traían un camión de cuerda; si pedía un juego de carpintería, le traían una carriola. Yo no podía quejarme. Mis regalos casi siempre estaban de acuerdo con mis deseos: es decir: ellos se ponían de acuerdo entre sí.
—Ya yo hice mi carta y la cerré. También le hice la de mi hermano.
—¿Qué pediste?
—Ah, no señor. Eso sí no te lo digo.
—¿Y tu hermano?
—Tampoco. Es un secreto. Ni mi mamá lo sabe.
—¿Eh y por qué, tú?
—Es un secreto simplemente.
—Está bien, guardia —dijo y se fue bravo.
—Eh, oye —le grité—, ¿jugamos mañana?
Pero desapareció tras la esquina sin responder.
Cuando entré en casa abrí las ventanas y dejé la puerta entreabierta asegurada con una aldaba chica. Me dirigí hasta el almanaque y arranqué la hoja del día anterior. Frente a mí surgió el número y la fecha: 3 de enero. Levanté las dos hojas siguientes y leí: Visita de los Reyes Magos al Niño Jesús. Dejé el almanaque donde estaba.
A eso de las once mi madre me mandó a comprar los mandados del almuerzo y al llegar a la tienda, me la encontré llena de gente. Todos escuchaban la palabra llena de ruido de Evensio, un mulato alto y fuerte y joven que siempre hablaba de todo. Ahora el tema era las posibilidades de un negocio en el Día de Reyes. Lo primero que pensé era que Evensio había pedido una tienda o una venduta a los Reyes Magos. Pero al seguir hablando, deseché esa idea. Evensio hablaba de otros negocios, de negocios ajenos.
—Vamos a ver, la posibilidá de negosio es ótima, porque los muchachos siempre piden y los padres siempre compran y las compras hay que pagarlas tarde o temprano….
—¿Lar que tú hazes también, Evenzio? —le preguntó Saralegui, el dueño de la tienda.
La gente se rió y yo rambién me reí aunque no entendía nada de lo que hablaban. Aproveché que Evensio se había callado un momento para pedir mis mandados. Antes de que acabase de leer la lista, Evensio había recobrado la palabra.
—Sí, Sara, las mías también. Pero esas vendrán mag adelante, tan pronto cuando me avisen del sentral. Lo que yo desía, caballero, es que las Pacuas y el año nuevo y los Reyes Magos han sido inventados por los comersiantes. ¿Quién se benefisia con esos días? No soy yo…
Seguía hablando todavía, cuando me echaban todos los mandados en un cartucho.
—Dice mi mamá que lo apunte —le dije al dependiente. El muchacho volvió a coger el cartucho y me dijo:
—Espérate.
Fue hasta donde estaba Saralegui y habló con él, bajito. Saralegui me miró y yo no pude sostenerle la mirada y volviéndose al dependiente, hizo seña de que sí con la cabeza mientras movía los labios.
—Dise don Pepe que le digas a tu mamá… Deja, dise que está bien.
Ya iba a marcharme, cuando acerté a pasar por debajo del brazo extendido de Evensio. Él hablaba del mismo tema todavía.
—Son los muchachos que aunque no haya mucho embullo, siempre piden… —y se detuvo para mirarme inquisitivo.
—Vamos a ver, ¿tú qué le pediste a los Reyes?
Traté de buscar en la mente algo que no se pareciese a lo que yo había pedido, pero que fuera semejante a un regalo.
—Un mascotín de primera base.
—Ven; un mascotín de primera base. Eso vale como uno sincuenta, sin contar otras cosas que también te se hayan ocurrido, eh. Pue bien, ahí lo tienen: un mascotín de primera y el otro de allá querrá un velosípido y otro…
Después del almuerzo, dormimos la siesta mi hermano y yo. Mi madre nos despertó como a las cuatro, nos bañó y nos vistió de limpio. Salimos con ella a visitar un tío de mi padre que tenía algún dinero, pero a quien no le gustaban los niños, ni las mujeres, ni las visitas de los parientes. Mi madre durante todo el camino no cesaba de advertirnos cómo comportarnos, qué no hacer, cuál asiento ocupar, cuándo levantarse o pedir la bendición. Caminamos por la calle que bordea los límites del pueblo y nadie podría haber dicho que era invierno. Soplaba un aire tibio, evanescente, que venía del mar y los árboles se recostaban contra un cielo pálido y brillante. A lo lejos, en la bahía se veían las velas blancas de dos o tres barcos cortando las aguas azul oscuro como las aletas de un pez inmaculado. Afortunadamente, por el camino no vi a Fernandito ni a ninguno de los muchachos del barrio.
Mi madre tocó en la puerta con un toque que tenía tanto respeto como incertidumbre de no ser oído. Nerviosa, nos agarró a nosotros por los brazos, para no volver a tocar. Cuando sintió que adentro comenzaban a quitar los cerrojos de la puerta, nos dijo muy bajo, entre sus dientes apretados:
—Recuerden.
Entramos. Ya me iba a preguntar yo cómo alguien podía caminar sin caerse en un lugar tan oscuro, cuando mi hermano tropezó con una silla, que cayó al suelo con estrépito. Por la queja estirada hacia arriba de mi hermano, comprendí que mi madre le halaba una oreja. Nos sentamos en la sala en unos muebles grandes, demasiado llenos de adornos de cobre y hechos de cuero repujado en relieve alto, demasiado alto para ser cómodos. Mis pies colgaban sin llegar al suelo y mi madre cargaba a mi hermano.
Hacía dos meses que yo no veía al tío y me preguntaba si todavía llevaría la barba canosa llena de migas de pan. La última vez que lo vi acababa de comer y se levantaba de la mesa con la barba llena de pan. Vino a besarme en la cabeza y durante días me quedó el olor a tabaco y a vino tinto en el pelo. Al menos, eso me pareció a mí, aunque insistí con mi madre que me lavara la cabeza tres veces esa semana. El tío apareció tras una cortina tan negra como la sala y vino hacia nosotros con su cuerpo enorme. Debía sonreírse, pero no se veía nada bajo la barba espesa.
—Buenas tardes, María —dijo.
—Buenas tardes, don Mariano —dijo mi madre.
Nosotros dos corrimos hacia él con los brazos cruzados y le gritamos a coro, con tanto miedo al tío como a nuestra madre en la voz:
—La bendición, tío.
—Dios los bendiga, sobrinos —dijo tío Mariano con su voz con eco.
Miré a mi madre y la vi mirándome fijamente con sus ojos endurecidos y me pregunté qué habíamos hecho mal. Enseguida recordé que nos habíamos olvidado de darle las buenas tardes, antes de pedirle la bendición.
—Buenas tardes también, tío —dije yo, dejando en la estacada a mi hermano, pero él no se preocupó mucho por ello.
—Un poco demasiado tarde, me parece —dijo mi madre, con dureza.
—Déjalos, María, son niños. ¿Y qué te trae por aquí, sobrina?
Mi madre nos mandó a que fuéramos a tomar agua a la cocina. Allí la criada nos enseñó la despensa del tío: del techo colgaban unas sogas a las que se amarraba en el medio una rodela de latón. Las sogas sostenían una tarima de cedro y encima de ella había jamones, latas de chorizos, pomos de galleta, plátanos, un pilón y una serie de latas, cartuchos y cajas de cartón que debían contener más comida. La criada nos dio el agua y nos volvió a traer a la cocina. Fue entonces que mi hermano vio las rodelas de latón.
—¿Eh, y esas ruedas de lata para qué son? —preguntó.
—Para los ratones —contestó la criada muy oronda, como si ella fuese la autora del sistema.
—¿Para que duerman? —preguntó mi hermano con una mueca de perplejidad.
—Para que no se coman la comida, imbécil —le dijo la criada.
—Usted no le diga eso a mi hermano —le dije yo— porque se lo digo a tío Mariano.
La criada estaba molesta porque no había dicho la última palabra, pero de repente se mostró muy complaciente:
—¿Quieren comer jamón? —nos preguntó y cuando le dijimos que sí, muy entusiasmados, nos respondió con la sonrisa más bestialmente malvada que he visto en una mujer, diciendo:
—Pues cómprenlo.
Cuando regresamos, ya mi madre estaba de pie.
—¿Nos vamos ya? —preguntó mi hermano.
—Sí, nos vamos ya —dijo mi madre.
Mi madre se despidió del tío, que se había quedado sentado.
—Hasta otro día, don Mariano. Y muchas gracias.
—De nada, María. Para servirte. Perdona que no me ponga de pie, pero me duelen demasiado las piernas.
—No se preocupe por eso. Niños —y con esa palabra quería decir que nos despidiéramos.
—La bendición, tío.
—Dios los bendiga una vez más.
—Adiós —esta vez lo dijimos los dos.
Afuera casi oscurecía y toda la calle se llenaba de un color rojo violeta. Caminamos por el pueblo para ver las vidrieras de las tiendas llenas de juguetes y en cada una mi hermano encontraba algo nuevo que añadir a la lista, señalándomelo por lo bajo. Al doblar para regresar a casa, nos encontramos con Blancarrosa, una prima de mi padre que era divorciada. Venía con su hijo. Hablaba tan rápido siempre que yo no podía menos que mirarle a los labios para ver cómo los movía. También abría y cerraba los ojos al hablar y se permitía otras muecas más o menos sincronizadas con la voz. Mi madre decía que era muy expresiva.
—¿Qué, vienen de paseo? Mirando los juguetes, seguro. Yo también saqué a mi muchacho, que me tenía loca, hija, para que viera los juguetes. Lo traje para que señalara los que le gustaran más y ver cuánto costaban…
Aquí mi madre pareció oír algo grave en la conversación, porque nos miró rápidamente y tocó en el brazo a Blancarrosa y la miró fijo.
—Vieja —le dijo—. Fíjate, por favor.
Blancarrosa se rió con su risa gutural y dijo:
—Ay, hija, ¿pero tú todavía andas alimentando esas paparruchas?
Me pregunté qué animal sería aquél, al que mi madre daba comida, pero no pude prestarle mucha atención porque el hijo de Blancarrosa estaba haciéndole unas señas de lo más feas a mi hermano y le pegué un manotazo.
—Niños, ¿qué es eso? —dijo mi madre—. Dejen que lleguemos a casa, para que vean.
—Deja a los muchachos que se peleen, para eso nacieron machos —dijo Blancarrosa y continuó—: Pues sí, hija, yo estoy por lo positivo. Yo no me explico cómo tú, teniendo las ideas que tiene tu marido, andas todavía con esas boberías.
Mi madre estaba molesta, pero también aparecía apenada.
—Bueno, Blanca —dijo finalmente—-, te tengo que dejar porque me voy a hacer la comida.
—Ay, hija, qué esclavizada estás. Ahora cuando yo llegue a casa, le abro una lata de salchichas a éste y se las come con galletas y ya está —eso fue lo último que dijo, porque mi madre se fue.
Al día siguiente —día 4— encontré a mi madre muy preocupada por la mañana. Le pedí permiso para ir a jugar a los pistoleros y me lo dio, pero no pareció oír lo que yo decía. Sólo cuando mi hermano quiso ir también dijo:
—Lo cuidas bien.
—Pero, mami, si es muy chiquito.
—Es tu hermano y quiere ir.
—Pero es que cada vez que lo llevo no puedo jugar. Siempre pierdo, porque él saca la cabeza cuando nos escondemos y me denuncia.
—Llévalo o no vas.
—Está bien. Vamos, avestruz.
Estuvimos jugando toda la tarde y no gané ni una sola vez. Mi hermano sacaba la cabeza del refugio cada vez y disparaba su «pistola» —dos pedazos de madera clavados en ángulo— a diestro y siniestro. Yo no sabía bien lo que era un avestruz, pero había visto su figura en unas postalitas de animales que coleccioné una vez y no podía dejar de pensar en la similitud del cuello de mi hermano, estirado por sobre cualquier parapeto que nos ocultara, muy semejante al pescuezo del avestruz en la litografía. Regresamos tarde y cansados.
Llegamos a casa, comimos sin bañarnos y nos tiramos en el suelo sobre unos sacos de yute a coger el fresco del patio que soplaba por encima de las enredaderas y los crotos y hacía crujir la alta mata de grosellas, trayendo el aroma dulce y picante de la madreselva y el chirrido mecánico de los grillos y más allá el ruido del mar y el ocasional croar de las ranas en el aljibe. El aire fresco me daba de lleno en la cara y yo cerraba los ojos y soñaba con los juguetes que me traerían los Reyes. Era un secreto entonces, pero no era un secreto más que para Eernandito. ¿Por qué? A qué decirle lo que contenían las cartas, si no contenían nada. Es verdad que las había hecho y las había cerrado y guardado, pero los papeles que contenían los sobres estaban en blanco. Yo intuía que los Reyes no podrían traer muchas cosas ese año y por eso había dejado las cartas en blanco. Serían los regalos los que llenarían después el espacio en blanco.
—No te duermas, que quiero hablar contigo —me dijo mi madre sacudiéndome por un hombro. Me senté, alarmado.
—¿Qué es?
—No te asustes. No es nada malo. Ven para acá —y me llevó para la sala.
Me hizo sentar a su lado en el viejo sofá de mimbre.
—Ahora que tu hermano está dormido quiero hablar contigo.
Se detuvo. Parecía no saber cómo seguir.
—Tú eres ya un hombrecito, por eso es que te digo esto. ¿A qué tú crees que fuimos a ver a tu tío Mariano, a quien nunca vemos y que no tiene muchas ganas de vernos tampoco?
Un niño sabe más de lo que piensan los mayores, pero él también conoce el doble juego y sabe qué parte le toca.
—No sé —dije—. Me lo figuro, pero no sé bien. ¿A pedirle dinero?
—Eso es: a pedirle dinero. Pero hay algo más. Tu padre se ha ido lejos a buscar trabajo y es probable que no lo encuentre enseguida. Yo quiero que tú me ayudes en la casa. Que no ensucies mucho tu ropita, que me hagas los mandados, que cuides a tu hermanito. Otra cosa: mientras tu padre encuentra trabajo no podrá mandarnos dinero, así que yo lavaré y plancharé. Necesito que tú me lleves y me traigas la ropa.
Vi el cielo abierto. Yo creía que ella me iba a decir otra cosa y todo lo que hacía era pedirme ayuda.
—Todavía hay más: vas a tener que ir a menudo a casa de tu tío, aunque no te guste. El nos va a mandar alguna de su ropa para lavar.
—Está bien, yo voy.
—Recuerda que tienes que ir a buscarla por el zaguán, no por la puerta de alante y se la pides a la criada.
Mi madre siguió dándome instrucciones y cuando observé que las repetía más de una vez, sentí que se me hacía un hoyo en la boca del estómago: ella trataba de decirme algo más, pero no podía. Por fin se detuvo.
—Atiéndeme, hijo. Lo que voy a decirte es una cosa grave. No te va a gustar y no lo vas a olvidar nunca —y sí tenía razón ella—. ¿Recuerdas, mi hijito, la conversación que tuve con Blancarrosa ayer? ¿Sí?… ¿Te diste cuenta de algo?
—Sí, que nosotros comemos mejor que los hijos de ella.
Mi madre se rió con una risa apenada.
—Todavía eres más niño de lo que yo pensaba. No es eso, es referente a los Reyes Magos.
Por fin: lo había visto venir desde el principio. ¿Qué será?
—¿Lo de los Reyes?
—Sí, hijito, lo de los Reyes. ¿No te diste cuenta que ella trataba de decirles a ustedes que los Reyes no existían?
No me había dado cuenta de ello, pero comenzaba a darme cuenta de lo que mi madre se traía entre manos. Ella tomó aliento.
—Pues bien: ella lo hizo sin malicia, pero de despreocupada que es, yo lo hago por necesidad. Silvestre, los Reyes Magos no existen.
Eso fue todo lo que dijo. No: dijo más, pero yo no oí nada más. Sentí pena, rabia, ganas de llorar y ansias de hacer algo malo. Sentí el ridículo en todas sus fuerzas al recordarme mirando al cielo en busca del camino por donde vendrían los Reyes Magos tras la estrella. Mi madre no había dejado de hablar y la miré y vi que lloraba.
—Mi hijito, ahora quiero pedirte un favor: quiero que mañana vayas con este peso y compres para ti y para tu hermano algún regalito barato y lo guardamos hasta pasado. Tu hermano es muy chiquito para comprender.
Eso o algo parecido fue lo último que dijo, luego agregó: «Mi niño», pero yo sentí que no era sincera, porque esas palabras no me correspondían: yo no era ya un niño, mi niñez acababa de terminar.
Pero las lecciones de la hipocresía las aprende uno rápido y hay que seguir viviendo. Todavía faltaban muchos años para hacerme hombre, así que debía seguir fingiendo que era un niño. Al día siguiente me encontré con Fernandito cuando venía de la tienda. Llevaba yo bajo el brazo un par de sables de latón y sus vainas y un pito de auxilio, que me habían costado setenta centavos. Me acerqué a Fernandito que pretendía no haberme visto.
—Oye, Fernandito —le dije, amistoso—, un amigo vale más que un secreto. Te voy a decir lo que le pedí a los Reyes.
Me miró radiante, sonriendo.
—¿Sí? ¿Dime, dime qué cosa?
—Un sable de guerra.
Y para completar el gesto infantil, imité un guerrero con su sable en la mano, el pelo revuelto y una mueca de furia en el rostro.
Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 22 de abril de 1929 – Londres, 21 de febrero de 2005). Escritor, periodista y crítico de cine. En 1951 funda la Cinemateca de Cuba junto a Néstor Almendros y Tomás Gutiérrez Alea, y lo dirige hasta 1956. Trabaja como crítico de cine con el seudónimo de G. Caín desde 1954, en el semanario Carteles, del que tres años más tarde es redactor-jefe. En 1959, tras el cambio político en Cuba, se le nombra director del Consejo Nacional de Cultura y, a la vez, subdirector del diario Revolución. Poco después es director del magazine cultural cubano Lunes de revolución, desde su fundación hasta su clausura en 1961. Durante el primer gobierno de Fidel Castro (1962-1965) es enviado a Bruselas como agregado cultural y también como encargado de negocios, pero sus discordancias con el nuevo gobierno llegan a su punto máximo en 1968, cuando concede una entrevista a la revista argentina Primera Plana criticando al régimen cubano; esto provoca una fuerte reacción en Cuba que le lleva a abandonar su cargo diplomático. Pasa una temporada en Madrid y, más tarde, pide asilo político en Inglaterra donde se nacionaliza, fijando su residencia en Londres. Entre sus libros se encuentran La Habana para un Infante Difunto · Tres tristes tigres · Cuerpos divinos · Mapa dibujado por un espía · Puro humo