Los femicidios son modos extremos de aleccionar. Por eso no son asesinatos de persona a persona, cualquiera sea su género. Son intentos desesperados de sostener la propiedad del cuerpo de la otra, que muestra que no, que no es una cosa; que no, que no quiere más. Desesperados intentos por sostener la epistemología que se heredó y se cae: la de la mujer-propiedad, pasiva, objeto a disposición, sirvienta, atenta al goce y la mirada ajenos. Por eso, el femicida alecciona: a los otros, les recuerda su común inscripción en la mala educación compartida; a las otras, les muestra lo impotentes que pueden ser, en su calidad de víctimas potenciales. Pero resulta que surge una otra que no entiende y se niega y otra y otra y los femicidas se multiplican y multiplican su no-poder desesperado. Se les escurre de las manos una forma social que se derrumba y que en su sombra que cae, los oscurece, como también oscurece a las muchas mujeres que se sentían protegidas y privilegiadas por ese edificio en ruinas. Porque la división no es la sobreimposición moral de una biología: las mujeres intrínsecamente buenas, los hombres intrínsecamente malos. Tampoco hay división moral de los géneros. Pero sí hay socialización, sí hay mala educación, sí hay privilegio que no se ve más, de tan arraigado a la carne.