Todos hemos tenido trato con Caperucita. Forma parte de nuestra educación sentimental. Su relación con el lobo nos enseñó desde muy temprana edad que había que tener cuidado con los extraños. Además de ser reinterpretada en novelas, filmes, videojuegos, cómics, basta ver la expresión de horror y fascinación de los niños en una representación convencional de Caperucita roja y el lobo feroz para constatar su vigencia: las pulsiones que están en juego en el acto de temer, pero también desear, ser devorado.
En 1697 Charles Perrault adaptó varios cuentos de la tradición oral para entretenimiento de los salones de la corte de Luis XIV. Al retomar el caso de Le Petit Chaperon Rouge lo hizo sabiendo que se trataba de un tipo de relato que los alemanes llaman «Schrechmärchen», es decir, una historia de miedo para prevenir a las niñas del trato con desconocidos. Fueron los hermanos Grimm en 1812 los que introdujeron un final feliz en el que ella y la abuelita son salvadas por un cazador, que es como nos ha llegado en las adaptaciones inofensivas de la historia. Pero hay un lado en sombra que escritores, directores de cine, videoastas y creadores de animé no se han cansado de explorar. Y ese lado mórbido se encuentra en la entraña del cuento original.
Evidentemente la historia de Caperucita roja alerta sobre los peligros de abandonar el ámbito protector de la familia, la sociedad y la cultura para adentrarse en el bosque de lo desconocido, el caos, el no-límite. Sin embargo, más allá de los matices entre las diferentes versiones, es posible detectar un simbolismo respecto a la inocencia y la virginidad infantiles. Bruno Bettelheim concibe en el rojo de la caperuza que la abuela le regala a la nieta la representación de la pulsión irrefrenable de la sexualidad. Otros la consideran una marca de la menstruación y la llegada de la pubertad.
El sugerente lance de la cama entre Caperucita y el lobo es a todas luces una escena de seducción por partida doble: primero, por el lobo que la invita a la cama para «calentarse»; segundo, por las preguntas aparentemente ingenuas de la niña que, cual Alicia curiosa, interroga sobre el tamaño de los atributos corporales de su predador. Es posible ver en el acto de devorar a Caperucita, y antes a su abuela, una metáfora de la penetración, e incluso, la violación. De hecho, en la versión de Perrault, el lobo no se disfraza de abuelita sino que simplemente se acuesta en la cama. Al llegar Caperucita, le pide que se meta entre las sábanas. Ella se desnuda y se acuesta con él con las consabidas consecuencias.
Más allá de la intención moralizante, el relato de la niña que se adentra en el bosque y atrae la atención del presunto lobo, pone en evidencia la circulación del deseo provocado por una pequeña virgen. A esto se suman su comportamiento equívoco al contravenir las instrucciones maternas de no hablar con extraños, confiarle al lobo toda la información sobre su destino la primera vez que lo encuentra en el bosque, así como el intercambio seductor que, con apariencia de inocencia y curiosidad, sostiene con su predador en la cama. De este modo, nos encontramos ante uno de los antecedentes literarios del fenómeno de Lolita, no solo por el lado de la voracidad de apetitos que desencadena la pureza de la infancia, sino por la actitud de la niña que juega con fuego y sigue sus propios instintos transgresores y sexuales. Esta ambigüedad fue percibida por el grabador Gustave Doré en una de las más famosas representaciones de Caperucita en la cama con el lobo (1883), donde el rostro de la niña transpira fascinación.
Es innegable que existe un contenido sexual que subyace en su núcleo que ha llevado a varios estudiosos a considerarlo un «cuento literario de estupro y violencia».
¿Qué diferencia respecto a la mayoría de cuentos tradicionales cuyas heroínas juveniles buscan preservar su pureza, no obstante las pruebas y tentaciones a que se ven sometidas?. Blancanieves, Cenicienta, Rapunzel, son personajes femeninos cuyas desventuras ejemplifican el difícil tránsito de la adolescencia a la madurez virtuosa. Pero ninguna de ellas se vuelve objeto-de-deseo/sujeto-deseante de forma tan declarada como en el ambiguo caso de Caperucita en la cama.
Si uno recuerda las versiones literarias de Perrault y los Hermanos Grimm, en las que la niña ingenua se acerca al fuego en vez de echarse a correr, pensaría que es tonta o bien que quiere que se la coman porque, en respuesta a la seducción tan evidente y directa del lobo por meterla en la cama, no hace ningún movimiento para escapar ni para oponerse a ello.
¿Pero qué tal si nos dijeran que hemos sido engañados, que la verdadera Caperucita era una chica lista que sabía usar su ingenio para salir adelante de las pruebas que se le presentaban en el camino?
Lo increíble es que no se trata de una revisión contemporánea del cuento tradicional, ni de un rescate de género con mirada reivindicadora, sino de versiones orales previas que dan cuenta del crisol narrativo original. En su fascinante prólogo a The Trials and Tribulations of Little Red Riding Hood (1993), el especialista Jack Zipes da cuenta del nacimiento y desarrollo del célebre personaje, así como de los trabajos y abusos a que ha sido sometido a lo largo de su vida literaria.
Al parecer, existen versiones orales en Asia que circulaban antes y al mismo tiempo que el cuento de referencia que se propagó en la Europa del XVII, variantes conocidas en China, Corea y Japón con el nombre genérico de «The Wolf and the Kids», cuyas resonancias literarias llegan hasta nuestros días.[I] Sin embargo, para Zipes esa posible genealogía no resulta tan evidente ni tan directa puesto que el núcleo narrativo de las diferentes versiones recopiladas en el siglo XIX en el sur de Francia y el norte de Italia, es muy compacto y, aunque presenta variantes, resulta bastante fiel a sí mismo. Es decir, que Caperucita forma por sí misma un corpus narrativo vigoroso. Por supuesto guarda parentescos con mitos del amanecer y del ocaso, con leyendas de ogros y engullimientos como el de Jonás y la ballena, incluso con lecturas maniqueas sobre las fuerzas de la oscuridad que buscan apropiarse de la virtud cristiana.
Sin embargo, señala Zipes, los estudios actuales apuntan a que los elementos básicos del cuento se desarrollaron a partir de la tradición oral, en las postrimerías de la Edad Media, sobre todo en la región que incluye a Francia, el Tirol y el norte de Italia, y dieron origen a un grupo de historias de advertencia dirigidas explícitamente a los niños. En palabras del estudioso, Caperucita roja es un «añejo cuento de hadas moderno», en la medida en que su primera versión literaria consignada, la de Charles Perrault en 1697, indudablemente fue escrita a partir de esos cuentos de la tradición oral, esparcidos y arraigados en su época en Francia. Pero lo que es más importante: al tomar prestados esos elementos del folclor popular, los reelaboró conforme a las necesidades de la clase alta que sería su audiencia en la corte de Luis XIV, cuyos parámetros sociales y estéticos eran diferentes de los del pueblo. Es decir, creó una versión burguesa refinada basada en la «tosca» historia de tradición popular.
Pero ¿cómo era el cuento de Caperucita antes de Perrault? Para reconstituirlo, Zipes contextualiza el momento histórico que pudo darle origen a través de datos históricos que aporta para sustentar la presencia (y frecuencia) de «hombres lobo» en la Europa de las postrimerías de la llamada Edad Media: testimonios de juicios a los que fueron sometidos hombres que habían atacado y llegaron a comerse literalmente a niños y niñas, con sus propios «colmillos y garras» por influencia de la luna y del demonio. Un caso de especial importancia para nuestro tema fue el de Jacques Raollet, a quien se le probó que en su metamorfosis de hombre lobo atacó y devoró al menos a un muchacho, y fue condenado a muerte por las autoridades de Angers, Tourraine, en 1598. Este caso resulta particularmente singular porque, al parecer, los padres y la nana de Perrault pudieron ser testigos de los sucesos.
Nótese el uso generalizado para referirse al predador de la niña como «hombre lobo», y sólo una vez como «lobo».
La historia se remonta a casos de licantropía en el sur de Francia y norte de Italia, presuntos hombres lobo que atacaban a los aldeanos y a los niños. Luego, al calor del fuego de la imaginación popular, se fraguó una «historia de advertencia» tradicional, en la que subyacen elementos simbólicos de ritos de paso de la infancia a la pubertad, una celebración en torno al advenimiento de la plenitud sexual — presentes en la alusión del camino de las agujas o de los alfileres que refiere el tipo de labor a la que estaría destinada una joven aldeana—, o el relevo de generaciones en el acto de Caperucita al aceptar comer la carne y beber la sangre de la abuela recién destazada por el lobo que representa la continuidad y preservación de los roles sociales. Otro dato importante, es el reconocimiento de las pulsiones sexuales naturales en la detallada escena de desnudamiento de la joven, previa a meterse en la cama con su predador y que a todas luces alerta sobre la amenaza de la violación. Lo curioso es que en todas las versiones orales previas a Perrault, de las que sin duda abrevó para darle forma literaria al cuento, no aparece ninguna referencia a la caperuza roja. Y este elemento que se vuelve característico del personaje hasta volverlo popular en nuestros días, ha dado pie a un sinnúmero de interpretaciones de carácter sexual, maniqueo y religioso con su carga de tentación, sensualidad y pecado atribuibles al color encarnado: una prenda de la que Perrault hace envanecerse a la niña para presentárnosla frívola y tonta, en una franca suplantación de la chica lista e ingeniosa del cuento original.
Pero lo singularmente ausente en la versión de Perrault son las capacidades de la propia muchacha, a través del juego escatológico de ingenio, para que el lobo la deje salir de la cabaña a «hacer sus necesidades», con lo que consigue escapar sin necesidad alguna de ayuda exterior: el justo premio por haber logrado equilibrar sus debilidades y fortalezas. En otras palabras, un auténtico cuento de hadas, una historia que a través de la imaginación permite al escucha incorporar zonas amenazantes de su inconsciente y de la realidad circundante, a fin de lograr una verdadera maduración del yo.
Pero Perrault, y luego los hermanos Grimm, que respondían a intereses y gustos de una clase refinada y conservadora, censuraron los elementos «grotescos» y presentaron una versión moralizante de la niña desvalida a quien había que castigar por ceder a sus impulsos, o a quien había que rescatar con la ayuda de un varón para salir a salvo de los peligros del bosque y de la vida. Y así empezaron las tribulaciones y penurias de la antes lista y poderosa Caperucita…
Valorados como «exploraciones espirituales» unas veces, otras como medios para «lograr una conciencia más madura para apaciguar las caóticas pulsiones del inconsciente infantil», los cuentos de hadas son a menudo retomados por creadores contemporáneos que encuentran en sus núcleos originales una mina de significados que laten en el tiempo. Uno de los que ofrece más revisiones es precisamente el de la joven con una ambigua relación con su predador: el lobo feroz. Recordemos que la verdadera Caperucita, la de las versiones orales que se extendieron por el sur de Francia y el norte de Italia desde finales de la Edad Media, era en realidad una chica lista que sabía usar su ingenio para salir adelante de las pruebas que se le presentaban en el camino. Pero entonces llegó el refinado y moralista Charles Perrault con su versión literaria de 1697, y la condenó a perecer devorada por ceder a sus impulsos vitales.
Y luego los hermanos Grimm, en 1812, que le otorgaron «clemencia» al permitir que un cazador la rescatara de las entrañas de la bestia.
Así, de ser una muchacha frontal, valiente y astuta en las versiones populares originales, que lograba engañar al lobo y salvarse por sí misma, fue transformada en una bonita, ingenua e indefensa criatura, un modelo de moralidad conveniente y aleccionador. Tal vez por eso, en las revisiones más contemporáneas, pareciera como si el personaje «condenado» o «perdonado» reclamara una reivindicación por haber sido colocado en el altar de los sacrificios sin su consentimiento. Pero vayamos por partes, primero con el responsable de su primera profanación, después con los responsables de su domesticación.
De acuerdo con Jack Zipes, autor del invaluable The Trials and Tribulations of Little Red Riding Hood (1993), habría que ver las contribuciones literarias y estilísticas de Perrault a la luz de la historia social francesa y de los prejuicios personales del autor. En su reelaboración del cuento tradicional pesaron elementos ideológicos de una clase social —la alta burguesía— en franca legitimación con la aristocracia todavía imperante. Esa legitimación, ubicada en terrenos de un refinamiento en sus maneras y de una decencia en sus contenidos, buscó el adoctrinamiento a través de la educación de los niños. Numerosos manuales de conducta y urbanidad cristianas se publicaron en aquella época. Perrault era miembro de la nueva clase pujante y poderosa, pero también un siervo leal de la corte de Luis XIV —sus Histoires ou Contes du temps passé, entre los que se incluyó Le Petit Chaperon Rouge, estaban dedicados a una joven de entonces 19 años: la duquesa Élisabeth Charlotte d’Orléans—. Así, cuando recreó la historia tradicional y censuró elementos violentos y «groseros» estaba pensando en el público delicado a quien irían destinados, pero también en una suerte de compromiso con la formación moral y de urbanidad para mejorar a la sociedad y a sus miembros. La joven que se aventura en el bosque y responde a las preguntas del lobo, que se deja llevar a la cama pero que sale del peligro por sus propios méritos, debía forzosamente de parecerle no solo salvaje y contraria a las buenas costumbres en una mujer, sino peligrosa y subversiva: podía avalar un terreno de independencia y autonomía personales que por supuesto las muchachas no debían tener. Comenzó por ponerle la caperuza roja de la que la hace envanecerse. Pero no solo la vuelve vanidosa, sino tonta e incapaz de manejar los territorios de deseo en los que se mete con la bestia —y de este modo la responsabiliza de su propia violación.
En el tema de la relación con el lobo, Zipes revela un rasgo peculiar: la ironía de que para armar una «historia de advertencia» para niños, el autor francés conserve el ritual de seducción solo para terminar castigando a Caperucita al no permitir que use su ingenio para salir bien librada del trance, cuando un verdadero cuento de hadas suele premiar a sus heroínas el sortear las pruebas que se les presentan para su desarrollo.
De hecho, bajo los patrones y modelos de conducta propuestos en los cuentos de Perrault, es posible detectar fuertes nociones de dominación masculina perpetuadas como parte del proceso civilizatorio y estabilizador de la sociedad. Zipes cita en este renglón a Lilyane Mourey en su Introduction aux Contes de Grimm et Perrault (1978), quien analiza a las mujeres retratadas en los cuentos de Perrault en los siguientes términos:
El concepto de «moralidad» asume aquí un valor muy particular mezclado con ironía y sátira. Perrault defiende la total sumisión de la mujer a su marido. La coquetería femenina (concedida solo como privilegio de la clase dominante) lo perturba y molesta: podría ser una señal de independencia femenina pues abre el camino para el escarceo amoroso que pone en peligro uno de los valores fundamentales de la sociedad: la pareja, la familia. Las heroínas de sus cuentos son muy bonitas, leales, dedicadas a las tareas del hogar, modestas y dóciles, y a veces ligeramente estúpidas puesto que la estupidez es casi una cualidad femenina para Perrault. La inteligencia puede ser peligrosa. En su manera de pensar, como en la de muchos hombres (y mujeres), la belleza es un atributo de la mujer como la inteligencia es un atributo del hombre.[II]
Sin duda, el asunto se torna especialmente revelador a la hora de estudiar a Caperucita a la luz del proceso civilizatorio de dominación patriarcal pues, en esa primera versión escrita y censurada, ampliamente difundida en Europa y América, es posible detectar, en palabras de Zipes, que Caperucita roja es una proyección de la fantasía masculina en un discurso literario, destinado a civilizar y controlar las inclinaciones naturales de los niños.
En particular, rescato especialmente la idea de una «proyección de la fantasía masculina», cargada de ansiedad y ambigüedades, para poner a Caperucita en el altar de los sacrificios, para transformarla en un objeto de deseo al que se le responsabiliza de las pasiones que desata, de manera semejante a la entronización que siglos después habrá de situar a la Lolita como una «enfant fatal», la niña perversa que es capaz de manipular y seducir a los adultos. El camino que media entre un personaje literario y otro parece quedar allanado por los hermanos Grimm, quienes al «salvar» a Caperucita de las garras del lobo, de redimirla como la pecadora de esa lección moral conocida como la «virtud seducida», no hicieron sino enterrar su verdadera naturaleza: la de una joven en contacto con sus pulsiones que sabía enfrentar, con ingenio y valentía, las vicisitudes de la vida.
La fuerza del dispositivo de represión ejercido sobre la antes vigorosa niña es solo comparable al simbolismo oculto tras ser rescatada del vientre de la bestia, cuando el cazador la conmina a rellenar al lobo de piedras en la versión de los Hermanos Grimm: las mismas piedras estériles que pesarán en la psique de Caperucita para prevenir su renacimiento o su auténtica realización. Tenemos así a una joven domesticada, a la que se le ha permitido descender del altar de los sacrificios porque tiene ya los mecanismos represivos interiorizados, lo mismo que las normas de sexualidad convenientes: nada de jugar con lobos. Entonces, ahora sí, puede ser perdonada para perderse en los entretelones del sometimiento y la mediocridad: adiós a las fuerzas vitales que la hacían atreverse a jugar y a salir victoriosa con su naciente sexualidad.
«Es posible ver en el acto de devorar a Caperucita, y antes a su abuela, una metáfora de la penetración, e incluso, la violación».
Pero la joven se resiste a perecer bajo la norma y el castigo. No está de acuerdo con la versión de Charles Perrault (1697) que la convirtió en lección moral por ceder a sus impulsos vitales, devorada por el lobo. Ni con la variante de los hermanos Grimm (1812) que la salvaron en aras de enaltecer una caridad cristiana en torno a la «virtud seducida». ¿Cómo estar conforme con esas visiones de sometimiento y represión cuando ella, en su origen de cuento popular, era valiente y astuta, capaz de lidiar con los obstáculos que se encontraba en el camino, y salir victoriosa sin otra ayuda que su propio ingenio?
Es una rebelde por naturaleza. Aquí y allá encuentra reductos de reelaboración para hacernos saber de la fuerza de su naturaleza boscosa. Ahí están, entre las recreaciones literarias más recientes y destacadas, las de Anne Sexton (Red Riding Hood, 1971), Rudolph Otto Wiemer (The Old Wolf, 1976), Angela Carter (The Company of Wolfs, 1979), Chiang Mi (Goldflower and the Bear, 1979), Anne Sharp (Not So Little Red Riding Hood, 1985), Sally Miller Gearhart (Roja and Leopold, 1990), Carmen Martín Gaite (Caperucita en Manhattan, 1990), Luisa Valenzuela (Si esto es la vida, yo soy Caperucita roja, 1993).
Yo me la topé en el bosque de la escritura de una novela que hablaba sobre el corazón humano, y como toda una Caperucita Loba me dijo: «Mira, acá hay una buena historia que contar» y me desvié del camino para escribir una novela corta que en principio se llamó «Corazón de lobo». Entonces todavía no había leído el valioso estudio de Jack Zipes y no conocía tampoco las versiones orales previas a la versión literaria —y censurada— de Perrault. Pero algo me decía que la niña podía tener también una naturaleza predadora y que sería interesante explorarla.
Entonces concebí la idea de escribir el relato de una Caperucita contemporánea, con ojos enormes para comer mejor, en una relación de seducción con su tutor cuando es pequeña, en una relación de cacería con otros hombres cuando es adulta… Se me ocurrió ponerla entre plantas carnívoras y un gusto por la carne que la llevaría a estudiar gastronomía y poner primero una «Cucina Vorace» y después un restaurante llamado «Corazón de Lobo».
Pero el placer por la carne derivaba en primer lugar como metáfora sublimada del amor. Yo recordaba que en mis años universitarios había leído un ensayo de Montaigne donde se hablaba de la costumbre de ciertos pueblos indios que acostumbraban devorar a sus muertos porque creían que no había mejor lugar para guarecerlos que el cuerpo propio. Atisbé entonces que Artemisa, así nombré a mi Caperucita, sería capaz de devorar el corazón de su amado como un acto de eucaristía y amor. Por supuesto, no es que fuera desalmada, pero tampoco era una chica desvalida. Más bien, no se atemorizaba ante sus instintos, era curiosa y se arriesgaba a explorarlos justo hasta el límite de su supervivencia. Entonces al ver cómo se exponía, jugaba y se arriesgaba, con la misma pureza de un cachorro que va aprendiendo a hacerse independiente, descubrí que más que corazón de Caperucita o de Lobo, de papeles asignados de víctima o predador, en su interior había enramadas, penumbras, claroscuros, luces, sombras. Por eso, en algún momento de la novela en que Artemisa está a punto de cometer una transgresión fatal, descubre que en realidad:
En todo corazón habita un bosque. Con sus árboles frondosos, sus musgos iridiscentes, sus cascadas y riachuelos sinuosos, sus criaturas salvajes. También pájaros que cantan a los rayos del sol que se cuelan en la enramada y una cabaña recóndita entre el sueño y la espesura. Ahí se fraguan los deseos más poderosos, los que nos abisman gota a gota en la vida, los que nos arrojan lo mismo al éxtasis que a la disolución.[III]
Decía el poeta Antonio Machado que el hambre es el primero de nuestros conocimientos. Por los labios empezamos a saber. La boca siempre conoce. La boca no se equivoca. Es que siempre pensamos con el cuerpo. ¿Por dónde si no nos puede entrar el mundo si desde el principio somos bocas que se beben la constelación del pecho materno? Tal vez por eso, para hablar de lo esencial o de lo profundo, nos sentimos tentados a acercar lo inefable con lo físico. Y ahí, siempre al alcance, el vasto territorio de la piel, con una pequeña boca en cada poro para beberse el mundo.
Como ya no se trataba de determinar quién tenía el corazón de lobo, sino que había yo reconocido con Artemisa que «en todo corazón habita un bosque», la novela cambió de nombre. Hace cerca de treinta años había leído el Bestiario de amor de Jean Rostand. Siempre que lo recordaba me venía a la mente la frase que serviría de título al libro: El amor es hambre (Alfaguara 2015) y su resonancia con el tema de mi novela me llevó a considerar que así debería llamarse mi historia de esta Caperucita contemporánea.
Cuando revisé de nuevo el libro de Rostand para citarlo textualmente en una nota aclaratoria, descubrí sorprendida que la frase no aparecía. Donde el reconocido biólogo, hijo del autor de Cyrano de Bergerac, había escrito:
Bajo su aspecto más elemental, el amor se relaciona directamente con la ingestión de alimentos. Se trata de una especie de hambre común a todo ser viviente, dirigida hacia un semejante que no es del todo idéntico y que le ofrece la misteriosa sugestión de lo desconocido…[1]
Yo había asimilado una metáfora nominal: “El amor es hambre”. Extrañas maneras que tienen la imaginación y la memoria de alimentarse para prodigarse vorazmente. O para devolver, ya digerida y con nueva in/vestidura, no Atenea sino Artemisa transgresora, la historia de una niña que resurge de la entraña del lobo, reconciliada con su predador y con ella misma a través de asumir sus propios y legítimos deseos.
De igual forma, para reconstruir una versión original, Zipes retoma el relato oral de 1885 de los hermanos Louis y François Briffault, de Nièvre, titulado Le Conte de la Mère Grande y recogido por Paul Delarue en Le Conte Populaire Français, junto con otras variantes orales tradicionales de la zona. El cuento dice así en esta traducción mía pues no hay todavía edición en español.
Había una vez una mujer que había hecho un poco de pan. Le dijo a su hija: «Ve a llevarle esta hogaza de pan recién horneado y una botella de leche a tu abuela».
Así fue como la pequeña partió. En una encrucijada se encontró con un hombre lobo que le preguntó:
—¿A dónde vas?
—Voy a llevarle esta hogaza de pan y una botella de leche a mi abuelita.
—¿Qué camino tomarás? —preguntó el hombre lobo—. ¿El camino de la agujas o el camino de los alfileres?
—El camino de las agujas —respondió la niña.
—Muy bien, entonces yo tomaré el camino de los alfileres.
La pequeña se entretuvo recogiendo agujas. Mientras tanto el hombre lobo llegó a la casa de la abuela, la mató, puso algo de su carne en un cuenco y una botella con su sangre en una repisa. La niña llegó y tocó la puerta.
—Empuja la puerta —dijo el hombre lobo—, está trabada con paja húmeda.
—Buen día, abuelita. Te he traído una hogaza de pan caliente y una botella de leche.
—Ponlos en la alacena, mi niña. Toma un poco de la carne que está en un cuenco y de la botella de vino de la repisa.
Una vez que hubo comido, un gatito que estaba por ahí le dijo: «Jey… Zorra es quien come la carne y bebe la sangre de su abuela».
—Desvístete, mi niña —dijo el hombre lobo—, y ven a acostarte a mi lado.
—¿Dónde pongo mi capa?
—Arrójala al fuego de la chimenea, mi niña, no la necesitarás más.
Y cada vez que ella preguntaba dónde poner el resto de ropas, el chaleco, el vestido, el fondo, las medias, el lobo respondía:
—Arrójalos a la chimenea, mi niña, no los necesitarás más.
Cuando se recostó en la cama, la pequeña dijo:
—¡Oh, abuelita, que peluda estás!
—¡Para mantenerme más caliente, mi niña!
—¡Oh, abuelita, que uñas más grandes tienes!
—¡Para rascarme mejor, mi niña!
—¡Oh, abuelita, que hombros más grandes tienes!
—¡Para cargar mejor la leña, mi niña!
—¡Oh, abuelita, que orejas más grandes tienes!
—¡Para escucharte mejor, mi niña!
—¡Oh, abuelita, que nariz más grande tienes!
—¡Para aspirar mejor mi tabaco, mi niña!
—¡Oh, abuelita, que boca más grande tienes!
—¡Para comerte mejor, mi niña!
—Oh, abuelita, tengo ganas de hacer del baño. Déjame salir fuera.
—¡Hazte en la cama, mi niña!
—Oh no, abuelita, quiero hacerme afuera.
—Está bien, pero hazlo rápido.
El hombre lobo ató una cuerda de lana al pie de la niña y la dejó salir. Cuando la pequeña estuvo fuera, amarró la cuerda a un ciruelo del jardín. El hombre lobo comenzó a impacientarse y dijo: «¿Estás haciendo todo un cargamento allá afuera? ¿Estás haciendo todo un cargamento?»
Cuando el hombre lobo se dio cuenta que nadie le respondía, saltó de la cama y miró que la pequeña había escapado. La persiguió pero solo pudo ver que llegaba a su casa exactamente en el momento en que ella entraba y cerraba la puerta.
[I] Cit. por J. Zipes, en el prólogo a la 2a. edición de The Trials and Tribulations of Little Red Riding Hood, 1993. A su vez Bettelheim afirma: «Cuando Perrault publicó su colección de cuentos de hadas en 1697, Caperucita roja ya era una historia antigua, algunos de cuyos elementos se remontaban incluso a tiempos lejanos. Tenemos el mito de Cronos que devora a sus propios hijos, quienes, sin embargo, salen sanos y salvos del vientre de su padre, siendo sustituidos por una piedra. Encontramos asimismo una historia en latín de 1023 (de Egberto de Lieja, llamada Fecunda ratis) en la que aparece una niña en compañía de los lobos vistiendo ropas de color rojo muy importantes para ella; los eruditos aseguran que estas ropas debían ser una caperuza roja. Así pues, seis siglos o más antes de la historia de Perrault, encontramos ya algunos elementos básicos de Caperucita roja: una
[II] Cit. por Zipes, op. cit., p. 13.
[III] A. Clavel, El amor es hambre, México, Alfaguara, 2015, p. 146.