Contaba las rayas blancas que formaban la senda peatonal, una a una, a medida que las iba pisando. No dejaba de ser una tarea que la distraía. Una, dos, comenzó a avanzar; tres, cuatro, trataba de ubicarse en el centro andando al mismo ritmo que los demás de manera de tener transeúntes a ambos flancos; cinco, seis, la urgencia le hacía acelerar el paso picando en punta, dejando atrás a sus ocasionales acompañantes; siete, ocho, el apuro la hizo trastabillar; nueve diez, chocó con un hombre que cruzaba en sentido contrario, creyendo que aquello de lo que huía se le había aparecido de frente; once, doce, no respondió a las disculpas que el gentil hombre le expresó; trece, catorce, su cuerpo transpirado se acercaba a la meta; quince, dieciséis, en tanto avanzaba, la asfáltica piel de cebra parecía alargarse hasta el infinito demorando desmedidamente su llegada a la otra vereda.