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El último segundo

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Por José Salem

Levantó la vista sobre la montura de los anteojos y advirtió que el custodio acababa de cerrar la puerta. Eran las tres de la tarde. Atendería a las cinco o seis personas que estaban en la cola, haría el arqueo de caja con la parsimonia que acostumbraba y terminaría otro día de trabajo.

Ver el gesto del policía clausurando la entrada significaba que la jornada laboral llegaba a su fin y le arrancaba un suspiro, no de alivio precisamente.

Hacía más de veinte años que trabajaba ahí, siempre como cajera. Nunca hubiera cambiado de ocupación. Detrás del vidrio blindado que la separaba del público podía levantar la vista y mirar de frente a todos, sin temor. Contar con personal de seguridad cerca la tranquilizaba, se sentía resguardada. Cada vez necesitaba más protección. El círculo se iba cerrando en torno suyo sin prisa, sin pausa. Era su íntima convicción.

Salir del trabajo la angustiaba. Como todos los días, dobló la esquina y esperó a que la luz del semáforo le diera paso para cruzar la avenida. Parada sobre el cordón de la vereda sintió una mirada clavada en la nuca. No tuvo coraje para darse vuelta, nunca se animaba. Prefería ignorarla o, al menos, tratar de hacerlo, aunque las piernas temblaran; aunque el cuerpo sudara un sudor helado; aunque la uña de su índice izquierdo se fuera incrustando cada vez más profundo en la yema del pulgar de la misma mano hasta lastimarla, a punto tal que el dedo gordo exhibía ya, por acumulación, una segunda trama superpuesta de huellas dactilares.

Contaba las rayas blancas que formaban la senda peatonal, una a una, a medida que las iba pisando. No dejaba de ser una tarea que la distraía. Una, dos, comenzó a avanzar; tres, cuatro, trataba de ubicarse en el centro andando al mismo ritmo que los demás de manera de tener transeúntes a ambos flancos; cinco, seis, la urgencia le hacía acelerar el paso picando en punta, dejando atrás a sus ocasionales acompañantes; siete, ocho, el apuro la hizo trastabillar; nueve diez, chocó con un hombre que cruzaba en sentido contrario, creyendo que aquello de lo que huía se le había aparecido de frente; once, doce, no respondió a las disculpas que el gentil hombre le expresó; trece, catorce, su cuerpo transpirado se acercaba a la meta; quince, dieciséis, en tanto avanzaba, la asfáltica piel de cebra parecía alargarse hasta el infinito demorando desmedidamente su llegada a la otra vereda.

Caminó unos cincuenta metros y entró en la panadería. Mientras la empleada que todos los días la atendía envolvía los dos pancitos de salvado sin siquiera habérselos pedido, miró hacia la calle de reojo, solo por un instante. Le daba miedo confirmar que la estaban vigilando aunque su certeza no necesitaba ratificación.

Salió y anduvo otra media cuadra hasta llegar a su casa, apretujando el paquete con los pancitos contra la cadera, convirtiéndolos en dos piezas de pan ázimo no precisamente por falta de levadura.

No podía haber encontrado mejor lugar para vivir. En los cien metros que separaban el banco de su departamento tenía todo lo que necesitaba. Panadería, mercado, kiosco, una tienda de alquiler de DVD y hasta un cine, uno de esos modernos con tres salas pequeñas para cuando se animaba a salir ocupando siempre una butaca de la última fila de modo de tener la zaga cubierta. Esos cien metros eran su contención. Más que eso, los límites del mundo.

Apenas entró puso llave a las tres cerraduras y corrió el pasador. Apoyó la espalda contra la puerta tratando de descargar la tensión acumulada. Miró hacia la mesita del recibidor y advirtió que solo quedaba un atado de cigarrillos, más que suficiente para pasar la noche aunque no podía tener tan poca reserva. ¿Y si al día siguiente enfermaba o había una huelga general y no podía conseguir más tabaco? La blusa que se iba adhiriendo al envés indicaba que el sudor había recomenzado su tarea. 

Detestaba volver a bajar pero sabía que con veintidós cigarrillos no estaría tranquila. Había un kiosco lindando con su edificio aunque el tipo que lo atendía desde hacía unos días no le gustaba. Tal vez porque mientras buscaba con sus manos los cigarrillos y las pastillas de anís que siempre compraba, sentía la mirada de él, profunda, clavada sobre ella. A riesgo de exponerse unos cuantos metros más, prefería cruzar la avenida e ir al otro kiosco. Trataría, incluso, que el de los ojos penetrantes no advirtiera sus movimientos desde la vereda de enfrente. Temía que lo hubieran puesto ahí para vigilarla.

Antes de abrir la puerta observó en todas las direcciones, con insistencia, a través de la mirilla panorámica que había hecho instalar y que le permitía una visión de ciento ochenta grados. Quietud, silencio, vacío, nada extraño del otro lado. Ni bien salió a la avenida volvió a sentir los ojos apuntándole a la nuca. Recordó, repentinamente, la primera vez que había tenido esa sensación; tenía entonces nueve años.

Fue luego de la explosión, cuando todo era fuego, humo, confusión y ella era arrastrada por una vecina hacia la calle. Todavía podía escuchar el estruendo, los gritos, las sirenas que iban llegando, más gritos; de dolor, de desgarro, de queja, de desconsuelo, de desazón, de indignación, de incredulidad.

Aún podía ver la expresión de la cara de su padre que era llevado en camilla y también la pierna del padre, separada del cuerpo pero al lado del cuerpo de su padre en la camilla.

Esa fue la última imagen que tuvo de él y la de su pierna. La de su madre era apenas un rato más antigua, cuando la había acostado, arropado y dado el beso de las buenas noches minutos antes de que estallara la bomba colocada en el edificio en el que vivían.

En el preciso momento en que entraban la camilla a la ambulancia, con su padre y con la pierna de su padre, había sentido por primera vez los ojos en la nuca. En aquella oportunidad se había dado vuelta y logrado ver cómo esos ojos la miraban directamente a ella, a sus propios ojos. Esos ojos le dijeron “la próxima te toca a vos”. Y solo tuvo la mano de la vecina para apretarla bien fuerte.

Habían pasado casi treinta años. Nunca más pudo darse vuelta, simplemente no lograba hacerlo. La posibilidad de reencontrar esa mirada la aterraba. Jamás fue capaz de borrar de su cabeza el mensaje “la próxima te toca a vos”. Esos ojos, mezclados en la multitud de ojos curiosos, no habían mentido. Tenía la convicción de que, más temprano, más tarde, aquella promesa sería cumplida.

El ruido del ascensor, al detenerse, la devolvió al presente. Tuvo un escalofrío, hacía mucho tiempo que no habían vuelto esos recuerdos. Concentrarse en el pasado la relevó de la tarea de ir girando sobre sí misma —como un trompo en cámara lenta— para controlar a través del enrejado del viejo elevador que nadie la siguiera por la escalera que envolvía la caja en la que viajaba, impidiendo, al mismo tiempo, los mareos que de tanto en tanto la aquejaban cuando se detenía en el séptimo piso.

Volvió a poner llave a todas las cerraduras, a correr el cerrojo. Dejó los dos cartones de cigarrillos sobre la mesita. Se quitó el abrigo, negro como casi todo su vestuario; pasado de moda como su peinado; largo como su sombra. Cerró la única cortina que quedaba apenas abierta durante el día para que el sol alimentara el ficus. Recién entonces pudo sentirse tranquila.

El timbre del teléfono la sorprendió. No tenía amigos. Casi no tenía familia,  únicamente un par de tías que vivían en España tras haber huido de la desgracia que se desató en la Argentina en la segunda mitad de la década del setenta. Sin lograr ignorarlo, dejó que el timbre se cansara. Volvió a sonar. Sus músculos se tensaron, su expresión se oscureció, el rostro se volvió más seco en milésimas de segundo. Sus tacones comenzaron a resonar en uno y otro extremo de la sala atacándola con un eco que llegó a resultarle insoportable. Dudó una vez más. Ante la insistencia, al fin detuvo el paso, respiró hondo y atendió.

Era un compañero de trabajo que se había incorporado al banco hacía un par de meses. Fue un alivio que hubiera sido él quien llamara. O no tanto. Después de hablar sobre detalles cotidianos y pequeñas rutinas laborales, el invasor desnudó el verdadero motivo del llamado: la invitó a cenar para el día siguiente.

El alivio inicial se esfumó. Seguro que el convite no se debía a su linda cara. ¿Cómo podría salir a comer con un casi desconocido? ¿Qué trampa le querría tender?, fue preguntándose y concluyendo mientras escuchaba la persistente propuesta. No tuvo que hacer el más mínimo esfuerzo para tomar una decisión.

Contestó que no, una y otra vez. Antes de cortar, con el eco de una sonrisa cuyo sarcasmo se le metió por todos los poros, su interlocutor le dijo: “mucho más pronto de lo que pensás estaremos cenando juntos, no lo olvides, muy pronto. No te voy a dejar alternativa. ¡Ah!, y esta noche apareceré en tus sueños. Un beso. Chau”

Demoró en colgar. Estaba temblando. Ese “mucho más pronto de lo que pensás” fue para ella una amenaza. El “no te voy a dejar alternativa”, una sentencia.

Tras permanecer exánime junto a la mesa del teléfono, casi inerte por el terror que fue ganando cada palmo de su cuerpo, un ligero movimiento que le pareció percibir en una rama del ficus la hizo reaccionar. Se frotó los ojos presionando con los puños hasta causarse dolor, como si quisiera desalojar a un fantasma, y fue corriendo hasta el armario de madera oscura que cubría una de las paredes del pasillo que separaba la sala del cuarto. Lo abrió y tomó la gorra de su padre que descansaba en el estante del medio. Acariciarla un rato le transmitía seguridad, la tranquilizaba un poco.

La llamada le había quitado el poco apetito que tenía, las ganas de ver tele y de leer otro capítulo del libro tal como, siguiendo un ritual casi religioso, hacía diariamente.

Aumentó los miligramos, la dosis de ansiolítico. Solo lo hacía muy de vez en cuando, aquellas veces en que sentía que el agua, o mejor dicho la soga, le llegaba al cuello.

Volvió hacia la puerta. Chequeó que todas las cerraduras estuviesen bloqueadas con las llaves puestas —con un único giro para hacer más difícil un intento de abrirlas— y que el pasador estuviera corrido.

Empujó la consola, la de los cigarrillos, hasta apoyarla contra la puerta de entrada. Pese a la reja que la protegía desde el exterior, comprobó que la ventana de la cocina se encontrara cerrada. Chequeó el baño. Abrió las demás puertas del único armario y verificó que todo estaba en su lugar, que nada ni nadie sobraba. No podía parar de tiritar. Fue corriendo hasta la cama.  Se dejó caer, se tapó con la frazada sin siquiera haberse quitado la ropa. Sus pies se trenzaron en lucha libre para deshacerse de los zapatos; la hebilla de uno de ellos lástimó la pantorrilla opuesta; uno cedió y fue desalojado de la cama por una seguidilla de patadas cortas, espasmódicas; el otro quedó a medio calzar en el pie derecho. Como siempre, se acostó de cara a la puerta de la habitación para estar atenta por si alguien aparecía por ahí; aunque de esa forma dejaba su retaguardia a expensas de quien pretendiera entrar por el ventanal que daba al balcón.

Ni la persiana, ni las rejas externas del balcón —que lo envolvían por los tres lados convirtiéndolo en una jaula vacía— atenuaban su temor. Giró, mirando hacia la ventana, y sintió que exponía la espalda a la puerta de la habitación. Así estuvo un buen rato, volviéndose a un lado, luego al otro; con cada vuelta, las cobijas se iban enrollando más en su cuerpo, cubriéndolo como si se tratara de las capas de una cebolla, hasta que el sopor fue venciéndola. El sueño terminó de aquietarla y la dejó, por otro rato, en la misma posición.

En medio de la noche, aún dormida, comenzó a escuchar ruidos. Metálicos, primero. Quedó petrificada. Abrió los ojos y los mantuvo bien abiertos. No se animaba siquiera a pestañear. Luego, un chirrido como de mueble empujado, de choque de maderas. Contuvo la respiración. Con las pocas fuerzas que le quedaban aguzó el oído. Un paso, ahogado; otro, sigiloso; uno más, cercano. Y escuchó nuevamente, con las retinas, “la próxima te toca a vos”.

Y volvió a ver esos ojos que desde hacía casi treinta años tenía clavados en la nuca. Esta vez los vio, como aquella primera vez, de frente, como dos ojos de gato brillando en la oscuridad bajo el marco de la puerta. Quiso taparse la cara para no mirar pero no pudo, sus brazos no le respondieron. No pudo moverse, no pudo gritar, no se animó o no pudo levantarse; o tal vez, simplemente, no quiso. Lo único que pudo hacer es seguir mirando esos dos puntos luminosos que se acercaban a la cama. Los reconoció, eran los mismos. Penetrantes, amenazantes, dispuestos, enérgicos, inevitables, decididos, decisivos. Esta vez no estaba la mano de la vecina tomando la suya; esta vez no estaba su padre, aunque desangrándose, cerca; ni tampoco estaba la pierna de su padre; ni las cenizas de su madre esparcidas entre los escombros. Esta vez no hubo explosión ni se escuchaban sirenas ni gritos ni había humo, ni siquiera un mínimo lamento, la más tibia queja. Esta vez había llegado la hora.

Un segundo antes de la asfixia, de la imposibilidad absoluta de respirar, se sintió agradecida. Parecía que terminarían, al fin, largos años de andar escapando de su destino, huyendo de su propia vida, la que le había tocado. Quedaba un segundo, solo uno, de suplicio. No se podía evitar lo inevitable. Lo había aprendido de pequeña, a los nueve años.

José Salem

José Rafael Salem, nació en 1959. Es argentino y español. Vive en París y en Buenos Aires. Es abogado y escritor. Estudió Historia del Arte, en Buenos Aires y Lengua y Civilización, en París en la Sorbona.

Ha publicado en español el libro de relatos «Donde la vida nos lleva» (Paradiso Ediciones, marzo 2021).

Es autor de «L’ imprudence de l’inconscient«; y de dos libros de poemas: «Le pas suivant» y «Le pas précédent«, en francés.