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Letino

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Por Marcelo Caruso 

Desde la ventana, Campaci sólo pudo distinguir el cuerpo delgado de un muchacho, como de veinte años o menos, que vagaba por la calle siguiendo el dibujo de las piedras. No era curioso que lo mirara en ese momento (Nora acababa de decir que el depósito del baño perdía agua, y él se había asomado a la ventana, tratando de no oírla), lo verdaderamente curioso era el uniforme; algo que, después de un minuto, hacía aparecer la imagen del muchacho como interpolada entre los edificios, como si hubiera sido el fruto de un equívoco. Tal vez la inclinación de la luz, el sol quebrado por el monte o la mole pedregosa del palazzo Porti, a sus espaldas. Campaci no supo, pero había algo vagamente confuso en la imagen, como si al verla no se comprendiera del todo la realidad.

No obstante, mientras Nora acomodaba el equipaje dando vueltas por la habitación, pensó que era gratuito otorgar sentido a imágenes tan fugaces, tan alejadas de él, y que por fin, después de casi un mes de  haberse  abarrotado  de  ciudades  europeas,  ruinas  y  madonas  renacentistas,  tenía  su habitación en el Hotel Sannita y podía mirar hacia afuera, hacia los grandes bancos y columnas de la plaza, como alguna vez, en la infancia, habría hecho su propio padre.

Entonces ya no importaba el recuento de dólares, liras, ni la alarmante anemia de la tarjeta de crédito. Tampoco importaba Nora, que toda la semana (Campaci lo supo por sus ojos, porque al mencionar el viaje se le agrandaban los enormes ojos grises) había soportado la idea convencida de que era ridículo desperdiciar los únicos días libres del tour en un pueblito de montaña.

En la madrugada de ese día, después de recorrer cientos de kilómetros de montes, bosques, rebaños de ovejas y pastores, habían cruzado el viejo puente de piedra sobre el río Lete. Cuando subían por la primera calle, lo había sorprendido la manera violenta, desnuda, en que resumía la vida de su padre: una valija colorada, en una dársena del puerto de Buenos Aires, veintiocho años y tres heridas de guerra confundiéndose con la multitud.

Después tuvo la inexplicable sensación de que hasta en el aire del pueblo perseveraba una especie de acto de reverencia, de lealtad, como si cada piedra hubiera continuado el viejísimo rito de vasallaje con el castillo ruinoso de la cumbre. Y en vez de sentir que visitaba, sintió que estaba de regreso.  En  el  atropellamiento  de  imágenes  que provocaba  el  micro,  confundiendo  tiempos  y espacios, había vuelto a las mañanas de escarcha en Villa Crespo; a los Particulares 30 que siempre iba a comprarle, previo ensayo de vueltos en el patio, al kiosco de la calle Lavalleja; o al borde de una pileta de loza, donde tantas veces lo había mirado en pijama, con una navaja en la mano y la cara de jabón, para preguntarle si él también, de grande, iba a afeitarse.

Campaci se cansó de esperar a su mujer. Bajó solo hasta el bar y se preocupó de conseguir una mesa frente a la ventana. Reconocía el escudo de bronce del Comune, el antiguo edificio de la cárcel y un fragmento de la plaza. Fugazmente, notó la ausencia del muchacho.

Nora tardó demasiado en bajar de la habitación. Tardó exactamente tres cafés y el trabajoso trámite de comprar un planito del pueblo a un viejo inescrutable. Después fue lenta en el almuerzo, y más lenta aún para subir a ese micro con el que, por fin, visitaron la iglesia, el cementerio del siglo XI y el castillo semiderrumbado.

Campaci se demoró en los graneros señoriales, en las caballerizas, en las celdas de una pequeña capilla donde estaban los restos de toda una familia noble. Después se alejó del grupo y de Nora para observar el pueblo desde un promontorio. No habría podido explicar a nadie aquello, pero él había visto ese paisaje allá, en una piecita gris de Villa Crespo, en boca de su padre. Había visto el azul diáfano del lago, los bosques de abedules, la gran cumbre del Matese envuelta en brumas y aquellos pequeños tejados en declive, amontonándose sobre las piedras, alrededor de un modesto campanario que llamaba a misa hacía más de cuatrocientos años. Todo encintado por el viboreo cristalino, restallante, de un dulce riachuelo sin memoria. Y así, mirando el pueblo como quien se mira las venas, entró nuevamente en los recuerdos. Revivió con los mismos ojos aquellas viejas historias de campesinos, de noches, de aullidos de lobos en el bosque, de tíos, primos, abuelos, todo lo que en Villa Crespo se había ido borrando después de la muerte del padre, transformándose en un retrato sobre el aparador de la cocina, en una escuela nocturna, en clases de contabilidad, en la monótona obligación de llevar siempre unos pesos a la casa.

El resto de la tarde lo perdió dentro del hotel. Volvió a quedarse en el bar (Nora había decidido bañarse a toda costa, aunque hubiera poca agua), bien ubicado frente a las ventanas, mirando constantemente hacia la calle. Entonces, sin explicarse cómo ni en qué momento, se topó inesperadamente con el muchacho, puesto de cuclillas junto a una criatura, ante un cordón desparejo de flores. A Campaci lo atrajo la figura de esa nena, tan  agachada que la bombacha blanca, asomando debajo de la pollerita, casi le tocaba el suelo. Tenía las manos aparatosamente entrelazadas, como solamente puede hacerlo una criatura, y miraba las flores con asombro, delante de los grandes borceguíes del muchacho. Al rato apareció una mujer vestida de luto, con una mantilla oscura sobre los hombros. Alzó a la nena, pareció decir algo duro al muchacho y se alejó por una calle transversal. Campaci pensó en la mujer y en la variación de otra imagen, una que había visto durante años envuelta en los malvones del patio, en Villa Crespo. “Cualquier mujer de luto se le parece”, pensó, porque esa ropa anticuada, los pobres zapatones, la mantilla oscura, habían sido el patrimonio de un millón de mujeres como su abuela.

El muchacho se quedó de pie, mirando la figura cada vez más lejana de la mujer. Y Campaci volvió a inundarse de ese signo secreto, equívoco, que infundía la luz en su uniforme. Signo que terminó diluyéndose con la llegada de Nora, con el pelo todavía mojado de Nora acercándose a su mesa, diciendo que la ducha apenas si sudaba un goteo de desesperación, que tenía jabón hasta en la hipófisis y que no veía la hora de estar en Madrid para visitar a su tía Consuelo.

Después, en el comedor, los dos se trenzaron con un bodrio difícilmente masticable, mezcla de grasa de cerdo y zapatería italiana, que la cocina del hotel había bautizado “Assato all’Argentina” en su honor. El café se sirvió en una salita más íntima, y no menos pueblerina. Campaci se quedó con su taza a medio camino de la boca, mirando la burda pintura que decoraba una pared. Y fue como algo roto, como  una grieta  entre  los  ojos,  recién  entonces  descubierta,  ver  aquellas  pinceladas  crudas formando un desfiladero y un prado hirviendo de ejércitos antiguos, tiendas de campaña y estandartes.

— Las Horcas Caudinas —dijo.

Nora levantó una ceja, miró la pared y siguió con su café. Pero Campaci acababa de recordar algo. Recordaba a su padre, la mano de su padre envolviendo la suya, y una lámina en una librería de Chacarita. Con asombrosa nitidez reprodujo la larga fila de soldados agachando la cabeza.

—¿Vos sabés quiénes eran los samnitas —preguntó.

Nora lo miraba, elaborando su escueto e infalible mohín de impaciencia.

—Hace diez años que me lo venís contando.

Pero había algo que Campaci nunca había contado, un episodio que necesitó enterrar desde muy chico. Su padre lo había llevado de paseo por Chacarita (Ya estaba enfermo; podía notarse en el paso, levemente rígido, y en la mirada). En la librería le mostró una página donde había soldados desarmados, que pasaban debajo de una horqueta fabricada con lanzas, ante una multitud de soberbios enemigos. “Esos”, le había dicho, “son los samnitas, humillando a los romanos que les hacían la guerra. Los samnitas eran de mi pueblo, y pelearon más de cien años antes de que les ganaran los romanos”.

Campaci miró a su mujer, el perfil un poco fatigado de su cara, emergiendo de la maroma de pelo oscuro, y siguió para sí mismo el resto de la historia. Escuchó su propia voz pidiendo la lámina y preguntando, al rato: “Papá, ¿por qué somos pobres?” “Porque no tenemos plata, hijo”. Su padre sonreía. Y Campaci volvió a pensar, exactamente como entonces, que eso no explicaba el ser pobres, lo definía, pero no decía por qué aquella lámina con las samnitas iría a parar a otro chico o a la basura y no a él, que era hijo de un samnita.

Su padre, la cara gris de su padre, recordó entonces que una vez, a principios de la guerra, le había regalado a un argentino una estampa con esa escena. Era también una acuarela, pero del tamaño de una postal. Y había terminado su relato con unas palabras que a Campaci lo pusieron peor: “Si no se la hubiera dado a él”, le dijo, “ahora te la quedabas vos”.

En el camino de vuelta Campaci preguntó si no podían buscar a ese hombre para que les devolviera la postal; si no estaría su dirección en la guía de teléfonos; si no podía decirle, por lo menos, cómo era. Imaginaba a su padre más joven, el brazo musculoso blandiendo una espada, la coraza de bronce desafiando a los romanos, y en cada hombre, por las calles de Villa Crespo, había tratado de ver al argentino que tenía su postal.

—Qué habrá pensado mi viejo —dijo después de un rato —para irse de un lugar así.

Nora no contestó, o contestó a la manera suya: una leve inclinación de la cabeza, la mirada desde abajo, los labios afanosamente cerrados.

Campaci buscó en el mapa la ubicación de la casa de su padre. Tardó bastante, porque muchas de las calles que había oído mencionar tenían otros nombres y otras habían dejado de existir para siempre después de algún bombardeo. Pero además porque él tenía una idea más que imprecisa del sitio. Al fin hizo un circulito sobre el mapa, lo rellenó con una pequeña cruz y dijo:

—Acá está: Corso Marconi y Via dei Poveretti.

Volvió a contar, también por enésima vez, el aspecto que la casa de su padre tenía en las fotografías. El gran techo gris a dos aguas, las ventanas del primer piso, los gruesos arcos de los almacenes, cavados en la roca viva.

Nora dijo que fueran a la cama, que ahí le iba a mostrar lo que era roca viva. Campaci decidió tomar otro café y subir más tarde. Cuando la espalda de Nora desapareció en el piso, salió del hotel como quien se arranca un vendaje. Había decidido algo unas horas atrás, pero todavía no se daba cuenta. Sólo percibía el aire filoso de la noche, el hondo derrame de estrellas sobre las piedras y la rara quietud, como un estancamiento, que perpetuaban en todo su enigma los viejos edificios. No encontraba la esquina de la casa, pero se dejaba llevar por esa estrecha red de callecitas sin veredas, casi ahogadas bajo el peso de tantos aleros y balcones. Emocionado, confuso, subió y bajó escalinatas que morían en patios de piedra, caminó por pasillos para desembocar en pasadizos ciegos de los que sólo guardó la impresión de una ventana iluminada, una cariátide rota y aquella luna redonda, repentinamente pálida, incapaz de ahogar a las estrellas, que bañaba apenas un portal antiguo, una inscripción en latín o el aleteo inmóvil de un águila sobre su columna romana. Al mismo tiempo, un recuerdo demasiado dormido iba subiendo a su memoria. A veces, fragmentado; por momentos, luminoso como una revelación de Dios. Campaci se sentía vivo, se sentía solo y vivo y enormemente ansioso de gastar esa vida mientras el recuerdo de una placita de Buenos Aires terminaba de armarse en su memoria y le hablaba de una tarde invernal, un grupo de hamacas embarradas y un viejo con un enorme atado de globos. Ahora podía recordarlo: el día más hondo de su vida, cuando acompañó a su padre al hospital para que lo revisaran, después de la operación. En realidad no había querido hamacarse, ni tener un globo, sino simplemente estar sentado con él en uno de los bancos, porque había escuchado algo en el pasillo del hospital, veinte días antes, y creyó que iba a morirse en la operación. Tampoco había podido hablar; sólo tenerle la mano, para que pasara el tiempo, todo el tiempo del mundo. Su padre lo había entendido. Después de un largo hueco de silencio, le preguntó:

—¿Cómo te llamás?

—Alberto.

—¿Y el apellido?

—Campaci.

—¿Y qué quiere decir “Campaci”?

Él no sabía. Sólo sabía que su padre tenía una voz extraña esa tarde. Una voz  muy baja, de secreto, una voz infinitamente dulce.

—En el dialecto de mi pueblo, quiere decir: “Vivid”. “Vivan”.

Después había hablado de Italia, de un lago y unos bosques y Campaci creyó ver en la tarde y en ese banco los signos más evidentes de algo cercano a la resurrección.

Al fin, seguro de estar irremediablemente perdido, Campaci desembocó en una cuadra, algo así como un enorme mercado al aire libre, donde había una fuente y grandes argollas de hierro, que siglos atrás habrían servido para amarrar carros o mulas. Al fondo, los arcos en sombra de un edificio y una especie de tablado monumental e inexplicable, que bien pudo haber sido un teatro o un patíbulo, rodeado de gruesos bancos de piedra.

En uno de los bancos, Campaci descubrió al muchacho.

 Era difícil ver en la penumbra, pero pudo componer la imagen de su cuerpo sentado, las manos escondidas en los bolsillos de un enorme sobretodo, una gorra o algo parecido cubriéndole parte de la cara y la chispa de un cigarrillo entre los labios. Casi al mismo tiempo, un anacrónico cartel, sobre un muro, que decía: “Matteotti vive”.

Campaci contuvo la angustia. Solo, perdido en las calles de un pueblo perdido, ante la soledad de un muchacho en cuya estampa intuía algo desplazado, al margen de todo. Ensayó un par de veces su italiano básico y caminó hasta él. Dijo:

—Perdone, ¿podría indicarme el camino al hotel…

No alcanzó a decir “Sannita”. El muchacho se había puesto de pie y Campaci supo que tenía que sentarse. Miró la boina, el distintivo del Gruppo Folgore de paracaidistas, el sobretodo demasiado grande para su cuerpo. Otra vez el cartel: “Matteotti vive”, y la expresión de esos ojos, la nariz aguileña, la forma peculiar del labio inferior, partido al medio por una leve cisura.

Era increíble. Campaci recordó fotografías y tantas historias narrando el hambre de los sitios ocupados en Albania, la encandilada sed de una marcha y contramarcha por los desiertos de África, las heridas, los hospitales, la ocupación alemana de su tierra. Y de golpe tuvo la revelación de que había llegado a un pueblo hecho de tiempo, de un oscuro y cíclico tiempo de eternidad, dócil e inmutable como el alma de esa noche.

El muchacho dijo, en un italiano límpido:

—¿Qué hotel busca, señor?

A Campaci le tembló la garganta.

Dijo: —Hotel Sannita —y el muchacho uniformado preguntó si era extranjero.

—Argentino —dijo él.

El muchacho alzó las cejas en un gesto de admiración.

—Mi madre dice que si no me hago matar, me vaya a la Argentina.

Campaci no tenía clara la fecha. Pensó: “1939, ’40 ó ’41, pero supo que de todos modos iba a ser inútil decir algo, que todo estaba dado, escrito en esa calle. Y que tal vez otra mirada descifraba en las piedras los episodios de esa vida casi anónima. Pensó que ese muchacho aún no sabía de esquirlas de granadas, de obúses, ni de que alguna vez iba a ser capaz de ofrecerse como rehén a cambio del hermano, la mañana en que apareció muerto un suboficial alemán. El mundo de ese muchacho era una Europa peligrosa, una España recién salida de la guerra civil, una Polonia y una Checoslovaquia cubiertas por la svástica, e Italia inyectada con el virus ceniciento y frenético de la Roma imperial. Era increíble.

—Alberto —dijo, y le tendió la mano. El muchacho se la estrechó.

—Campaci —respondió —. Davide Campaci.

El sintió extraña la mano del muchacho. Era delgada, más pequeña incluso que la suya. Era la mano de un chico. Y sin embargo, el joven que estaba delante de él algún día le tomaría su mano, y la pequeña mano de Campaci se vería rodeada, envuelta, cobijada en la gran mano de ese muchacho. Algún día que ya había pasado.

—Mi madre no soporta la idea de que me envíen al frente —dijo el muchacho—. Hoy me pidió que no los viera. No pude despedirme de mi hermana.

Campaci permaneció el silencio, mirando hacia todos lados como para fijar las imágenes en ese instante. Recompuso la escena de la tarde: la mujer de luto, las manitas entrelazadas, tal vez, de su tía Claudia. Todo eso era real: la mujer, el saludo cálido del joven. No había falla ni quiebra visibles. Sólo esa luna vieja, lenta y pálida, cuya luz pegaba en las piedras e iluminaba la fuente, en la que descubrió una cabeza de Medusa ahogada en verdín.

Su padre había muerto una noche así, tres días después de que hablaran en la plaza, con la cara, con la mirada gris y ausente, debajo de un crucifijo de latón.

—Mi padre murió en Argentina —dijo—. Nunca pudo volver a Italia.

—Es triste —contestó el muchacho. Miraba hacia la cumbre. La noche estaba tan detenida que el humo del cigarrillo los rodeaba suavemente, apenas barrido por las respiraciones—. Cuando vengo a este sitio me olvido de la guerra. Vuelvo al pueblo de cuando era chico, cuando buscábamos huevos de águilas en el monte y nos bañábamos en el lago.

Campaci volvió a ver el cartel: “Matteotti vive” y creyó recordar. Recordó esa misma voz hablando de los fascistas, de la violencia, y de un mártir del Socialismo: Giacomo Matteotti.

—¿Qué sitio es éste? —preguntó.

—Lo llaman “Piazza Sannita” —dijo el muchacho—. En este sitio, dicen, los samnitas devolvieron rehenes a los romanos, al fin de su tercera guerra.

Campaci recordó de nuevo la pintura. Los soldados con las manos amarradas a la espalda, pasando debajo de las lanzas. Eso había sido en otro sitio, en las Horcas Caudinas, o en una librería de Chacarita, cuando él, con muchos años menos, le había preguntado por qué eran pobres.

—Fueron valerosos, los samnitas —dijo el muchacho—, pero perdieron la guerra, al final. Se quedó pensativo unos segundos y después arrojó el cigarrillo en la fuente.

Campaci miró la cabeza de Medusa, repleta de verdín y de serpientes, maltratada, eternamente muerta bajo el agua. Y de pronto creyó ver sombras a lo lejos. Parecían marchar contra los muros sin un solo ruido, sin alterar el frágil abanico con que los miraba el cielo.

—Mi hermano se hace el enfermo —dijo el muchacho—. Se orina todo el tiempo los pantalones, para que no lo trasladen.

Campaci sonrió. Era cierto, entonces.

—El miedo es contagioso —agregó después el muchacho—. Anteayer estuve a punto de volarme un dedo del pie, con tal de no ir al frente —miró a Campaci un poco avergonzado—. Lo peor es no saber cómo será uno, cómo será cuando… —hizo una minúscula sonrisa, donde había algo de angustia—. ¿Usted cree que ganaremos?

Campaci no contestó.

El muchacho se quedó mirando el cartel del muro.

—Italia está enferma —dijo—. Aunque pase la guerra, no sé si podré volver a este pueblo.

Campaci habría querido describirle aquella pensión rasposa de la calle Venezuela, donde le contaron que su padre, todavía soltero, extendía la camisa debajo del colchón para que se planchara, y donde se tumbaba a la noche, después de haber trabajado como buey en una fábrica de baterías.

—Es triste desterrarse —dijo.

—¿Sabe por qué se llama “Letino” el pueblo? —el muchacho se había apoyado en el borde la fuente y miraba el cadáver de Medusa—. Este era el límite de la Magna Grecia. Para este lado, cruzando el río, desterraban a los ciudadanos caídos en desgracia. Por eso lo llamaron Lete, de Leteo, río del olvido. Y al pueblo que se formó con esos desterrados, con los sin patria, lo llamaron Letino.

Campaci pensó que, en cierto modo, él también era un desterrado. Y recordó algo, una frase que había escuchado de chico en un pasillo de hospital. Una frase trunca, sobre la acción del plomo en el organismo de un hombre. “Saturnismo”, había dicho un doctor. Plomo en la sangre, en los huesos, en todos los tejidos. Su padre había sido maestro, maestrino en Italia, antes de la guerra, y obrero en una fábrica de baterías en Buenos Aires. Y había enfermado de eso, de saturnismo.

Pero todo iba a pasar así, sin una leve variación, o ya había pasado. Ahora ese muchacho que estaba frente a él lo miraba como nunca antes ni después lo había hecho. Esperaba una palabra, esperaba de él algún consejo.

—En el adiestramiento —siguió el muchacho—, una vez apareció un oficial con cuatro condecoraciones. Era de infantería, y famoso. El oficial quería probar un paracaídas. Le aconsejaron que subiera a la torre de ejercicios, primero. El tipo subió, ofendido, y cuando estaba arriba, se congeló, no pudo saltar. Miraba la lona, abajo, y decía: “No…No…”

Campaci no supo qué decirle.

—El miedo —dijo el muchacho —es que en el frente me pase lo mismo que a ese hombre.

Campaci hundió un dedo en el agua de la fuente. Y se extravió mirando la onda, la luz lunar sobre la onda, moviendo el rostro de Medusa.

—¿Qué le dirías a tu hijo? —preguntó. El muchacho lo miraba —. Si te encontraras ahora con el hijo que vas a tener algún día.

El muchacho observaba la mano de Campaci, que goteaba lentamente. Después buscó con los ojos en la plaza, en los bancos, en el edificio.

 —Que fuera un buen samnita —contestó, inseguro, sin saber para quién lo había dicho—. ¿Qué hora tiene?

Campaci sintió de golpe el corazón. Eran cerca de las cuatro. El muchacho agitó una mano y se puso de pie.

—Siga por esta calle —dijo— hasta la Via dei Condottieri. Ahí doble a la derecha y desemboca en la plaza. Después va a ver el hotel.

—¿Tenés que irte? —Campaci tembló.

—A las cuatro y cuarto pasan revista en el cuartel —dijo el muchacho.

Campaci sintió que había vivido toda su vida para ese momento, para ese instante tan puro e inexplicable que ahora estaba acabando. Volvió la cabeza y miró el tablado, el edificio, los bancos de piedra. Algo estaba cambiando en la luz, algo indefinible clavaba los objetos en un orden vagamente burdo y desgastado.

—Podría volver a verte —dijo—. Invitarte a comer.

Era imposible; incluso imbécil. Campaci lo sentía, pero la frase ya estaba dicha y en cualquier caso sólo retenía la escena un par de segundos, antes de que el tiempo la extraviara en esas calles.

—Mañana me transportan a Albania —dijo el muchacho.

Campaci sintió, como un golpe, la gravedad que había en su voz. Y pensó por primera vez, lleno de angustia, en tener un hijo.

Ese muchacho, su padre, volvía a lanzarse a la guerra, a las heridas, pero vivo, en alguna zona secreta del tiempo, esperando el momento de ver por primera vez una ciudad de Sudamérica, con una valija colorada en la mano, en medio de la multitud.

No pudo despedirse. Decidió volver sin mirar más esas calles ni esa noche que estaba dejando de ser un sueño. Pero al tercer paso una mano lo detuvo. Era el muchacho. Campaci vio la escena en un segundo de extravío, como al costado de sí mismo. Vio al muchacho uniformado frente a él, ofreciéndole un pequeño rectángulo de cartón.

—Tome —le dijo—. De Letino: un recuerdo del olvido.

Campaci volvió a ver a los soldados desarmados, pasando debajo de las lanzas, y se quedó inmóvil, sin reaccionar, zambullido en el vértigo de tantos años recobrados, detenido en esa otra fracción de eternidad en que el cuerpo uniformado de su padre, alejándose, cruzaba en diagonal la plaza, dejaba atrás el tablado, los arcos del gran edificio y acababa confundiéndose con las sombras de una calle. Volvió al hotel, casi de día.

Nora dormía boca abajo, sepultada por las cobijas.

Campaci tuvo el impulso de acomodar la postal en la mesa de luz. Pero después se paró frente a la ventana, miró los últimos restos de la noche vagando sobre la plaza y comenzó a desabotonarse la camisa en la oscuridad. Despacio, suavemente, con una sola mano.

Marcelo Caruso

Nació en Buenos Aires en 1958. Cursó estudios de Letras e Historia de las Artes. En 1988 recibió el primer premio del Concurso Hispanoamericano de Cuento de Puebla, México, y el primer premio ex aequo de cuento de la Bienal de Arte Joven de la Municipalidad de Buenos Aires. Ha publicado el libro de relatos Un pez en la inmensa noche (1988) y Brüll (1996), su primera novela, que obtuvo el Primer Premio de Novela Fortabat, fue finalista del Premio Planeta Biblioteca del Sur en 1995 y fue distinguida con el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires en la categoría novela en 1996. Sus cuentos han sido editados en México y España. En 2019 obtuvo el primer premio Clarín de novela por su libro Negro el dolor del mundo. Jurado de Selección del Premio Internacional de Cuento Abelardo Castillo, Revista Be Cult.

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