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Moscas, parpadeos y luces que titilan

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Por Mauricio Koch

Obra: «Los ojos del Artista» – Pablo Picasso

Sobre la relación entre miopía y estilo 

Hace tiempo empecé a tener una molestia en el ojo derecho, un parpadeo constante y algo irregular que al momento de contarles a mis familiares y amigos más cercanos describí como una polilla aleteando cerca del ojo. En la comisura exterior, puntualmente. Busqué información en Internet y encontré que lo que más se acercaba a ese síntoma era la miodesopsia, también conocida como “moscas volantes”. No quise seguir leyendo. Esperé un par de días con la fantasía de que cediera o fuera algo pasajero, pero no tuve suerte, la mosca o polilla o incluso diminuto colibrí seguía ahí, persistente. Así que fui al oculista. Y era eso nomás, un desprendimiento del humor vítreo que suele darse en los miopes por tener el ojo más “alargado”, una característica que tiende a acelerar el proceso de envejecimiento de esa estructura. Hay diagnóstico pero no tratamiento, me informó la oftalmóloga que me atendió: la mosca (o moscas, porque pueden ser varias) se quedará allí. Supongo que al ver mi cara de susto, la oftalmóloga sintió la necesidad de decirme que no me preocupara, que en breve me iba a acostumbrar.

En el primer capítulo de El último lector, Ricardo Piglia parte de una foto famosa de Borges en la que se lo puede ver intentando descifrar las letras de un libro que tiene literalmente pegado a la cara: “Uno de los lectores más persuasivos que conocemos, del que podemos imaginar que ha perdido la vista leyendo, intenta, a pesar de todo, continuar”, dice. Y más adelante: “En la clínica del arte de leer, no siempre el que tiene mejor vista lee mejor. (…) Primera cuestión: la lectura es un arte de la microscopía”.

Podía ser un consuelo de tonto, pero estaba ante un dato alentador que en ese momento me vino bien; lo necesitaba. Un miope progresivo como yo se va acostumbrando a la visita sistemática y semestral al oftalmólogo y sabe que en esa visita posiblemente tenga que duplicar la graduación de sus lentes, pero no se espera este tipo de reveses entomológicos.

Hay muchísimos escritores miopes –es sin dudas la imagen más trillada de toda persona que lee, la caricatura del escritor viene siempre con gruesos anteojos–, pero más allá del cliché, lo cierto es que hay un vínculo ancestral entre arte y miopía que no deja de ser sugerente. Muchos pintores sufrieron también esta anomalía visual. La legión completa de los impresionistas franceses: Monet, Renoir, Cézanne, Degas, Matisse, Pizarro… veían mal. Y sus pinceladas tienen mucho en común. Esta característica fue compartida también por compositores de música como Beethoven, Schubert, Wagner, Bach, Bizet, Mahler, Stravinski. En literatura, por nombrar apenas algunos de los más célebres: Milton, Quevedo, Flaubert, Paul Groussac, Mircea Eliade, James Joyce, Giovanni Papini, Jorge Luis Borges.

El escritor y fotógrafo francés Maxime Du Camp tenía la teoría de que toda la literatura puede dividirse en dos escuelas diferentes, la de los miopes y la de los présbites. “Los miopes ven por los bordes, le dan importancia a cada cosa porque cada cosa se les aparece aisladamente. Se diría que tienen un microscopio en el ojo que todo lo aumenta, lo deforma. Los présbites, al contrario, ven el conjunto, en el cual los detalles desaparecen para formar una suerte de armonía general”. La teoría de Du Camp está inspirada o surge a partir de la observación crítica de la obra de su amigo Flaubert, quien, según él, escribía con una lupa, “el espectador mira y cree ver monstruos allí donde no había más que criaturas humanas semejantes a él”. Damián Tavarovsky, en Literatura de izquierda, retoma esta idea: “Flaubert es un miope literario, su escritura se detiene en un punto y lo deforma, lo destroza, lo hace volar en pedazos. La miopía, su escritura, el estilo, lo opone a la armonía general, lo convierte en sospechoso, un extranjero”.

Este defecto clásico del ojo se manifiesta porque los rayos de luz paralelos procedentes del infinito sufren una refracción excesiva, formando la imagen en un punto focal situado delante de la retina, y no sobre ella, como sería lo normal. En la práctica provoca dificultades para enfocar bien los objetos lejanos, generando un déficit de agudeza visual. Las figuras se ven borrosas, sin contornos definidos. Esta deficiencia se intenta superar con una mirada que focaliza en segmentos particulares de los cuerpos que se observan, con una extrema aproximación: Borges intentando descifrar las palabras del libro que tiene pegado a la cara; Flaubert escribiendo con lupa, detenido durante horas en una frase, deformando la realidad y transformando para siempre la idea de literatura.

La miopía es una de las maneras en que el arte se relaciona con el mundo: ser miope condiciona la mirada. El artista ve mal, o no mal sino desajustado respecto de la armonía y nitidez que el statu quo se empeña en instaurar y sostener. Literariamente esto puede traducirse en una escritura desenfocada, borrosa, de contornos indefinidos. O, como en el caso de Flaubert y Borges, enfocada en exceso, detenida en un punto minúsculo hasta hacerlo resplandecer o estallar. El Aleph. Piglia otra vez: “Borges domina el arte de la microscopía, ¿no?. Ponía en La Pampa unas especies de objetos casi invisibles, que tenían una gravitación que todavía hoy estamos tratando de descifrar”.

Quizá sea John Berger uno de los artistas que más reflexionó sobre la relación entre modos de ver y modos de hacer, o el arte como resultado de una mirada. Para él lo importante no era ver, sino cómo vemos las cosas, y nos enseñó también que, desde la aparición de la fotografía, es el ojo de la cámara el que modifica el sentido de lo que vemos. El impresionismo, y especialmente el cubismo, fueron la manifestación de una nueva mirada en la pintura, fruto de la llegada de ese nuevo ojo mecánico.

Paul Cézanne, el más moderno de los pintores impresionistas e inspirador del movimiento cubista, se basaba para realizar sus trabajos en las percepciones ópticas que hacía de la naturaleza con sus ojos miopes de tres dioptrías, pintaba siempre sin las gafas y a propósito de esto dejó testimonio en sus cartas: “El mundo con gafas es demasiado perfecto y bastante aburrido”, por lo que no es aventurado suponer que el hecho de pintar sin ellas fue lo que lo llevó a realizar una obra tan original y distinta a la pintura dominante en su época. Hay críticos y estudiosos que coinciden en señalar que quizás el hecho de trabajar sin anteojos condicionó o le dio forma a su pincelada tan característica y también a la distribución del espacio en sus cuadros. En una carta a su amigo Emile Bernard escribió: “Pintar es sobre todo una sensación visual, yo quiero ser pintor y me baso en la vista para hacer un cuadro que finalmente está dirigido a la vista. Hay que formarse una óptica y como pintor debo tener un ojo original”. Quizás esta originalidad surgía cuando se quitaba las gafas y comenzaba a ver los objetos y la naturaleza difuminados y distorsionados por la miopía.

Diana Glass, la protagonista de El fin de la historia, novela de Liliana Heker, es miope y en el momento del encuentro crucial que narra la novela –y que no voy a revelar acá– se negaba a usar anteojos porque “aducía que lo poco que vale la pena de ser visto en detalle acaba acercándose a uno (o uno a la cosa) y que, por otra parte, la visión del miope no solo tiene el privilegio de ser polisémica: además resulta incomparablemente más bella que la del humano normal (…) las formas difusas permiten un imaginario casi sin límites; como si el mundo estuviese hecho por un impresionista exacerbado”.

Gran defensa. Y otra vez, Cézanne.

El caso de James Joyce es muy curioso. Los problemas de visión condicionaron su vida y su obra desde muy joven. “Las gafas que llevaba eran tan gruesas que sus ojos azules parecían casi tan grandes como los de una vaca”, escribió de él otro escritor irlandés de la época, James Stephens. Sus limitaciones oculares están reflejadas en sus libros y en sus personajes. Lo interesante es que durante mucho tiempo se le atribuyó erróneamente miopía, pero hace pocos años, un detallado análisis de sus gafas y la receta de su último oftalmólogo revelaron que en realidad padecía hipermetropía, es decir, no veía bien de cerca, lo que le dificultaba muchísimo la lectura. Otros estudios cuentan que en su juventud padeció síndrome de Reiter, luego de una infección venérea que contrajo cuando de estudiante frecuentaba la zona roja de Dublín. Durante el verano de 1907, cuando tenía ya veinticinco años, en una noche de borrachera terminó en una alcantarilla y tuvo que ser hospitalizado con diagnóstico de fiebre reumática. Al parecer, luego de este episodio se desencadenó su primer ataque de iritis (inflamación de los tejidos que sostienen el iris) en el ojo izquierdo y, a partir de ahí, su visión no hizo más que empeorar.

Los informes de su oftalmólogo, Alfred Vogt, señalan que la agudeza visual del escritor en 1930 se reducía a 1/30 en su ojo derecho y tan solo 1/800 en su ojo izquierdo, cifras que se enmarcan dentro de lo que se considera “ceguera legal”. En ese estado escribió sus últimos trabajos, entre otros “Finnegans Wake”.

¿Cómo influyó la falta de visión en sus textos? Pues además de atribuirle miopía a algunos de sus personajes –como a su alter ego, Stephen Dedalus–, sus problemas oculares lo obligaban a usar lupas para magnificar las palabras. Hay quienes adjudican a esta condición muchos de los neologismos, errores ortográficos y ausencia de signos de puntuación que aparecen en sus novelas y caracterizan el lenguaje de sus últimas obras. Es decir, parte importante de su estilo (o estilos, pues hablar de Joyce es hablar de muchos estilos). Es demasiado aventurado suponer que todo se reduce a esto, pero quizá no sea tan disparatado pensar que algunos o varios de los retruécanos o recursos estilísticos y morfológicos de sus más famosas obras se los debemos básicamente al estado de sus ojos.

El origen de los hallazgos o de las técnicas revolucionarias puede ser, en verdad, muy curioso, inesperado y hasta absurdo. Ver mal puede generar movimientos estéticos, provocar fascinación, hacer escuela.

Hay un cuento fantástico de Martín Cascante que no quiero dejar de mencionar, fantástico en todos los sentidos, La mujer esquimal, en el cual el protagonista ve con un ojo la realidad de todos los días y con el otro, de pronto, una mujer muy hermosa que camina por el hielo del polo y lo invita a ir con ella. Buena sería la miodesopsia si me ofreciera vistas y experiencias como esa. Más modesto lo mío, una polilla y unas tristes lucecitas titilantes como de boliche suburbano de los años ochenta, que no se apagan con la llegada del día.