Se sentaba en el banco de madera, donde el piso era de tierra aplastada, con sectores de maíz esparcido para las gallinas. Ahí preparaba la palangana y el menjunje. El pelo ondeado y recogido atrás. El cuerpo macizo y las manos más hermosas. Manos cortadoras de yuyos. Juntó ruda, aloe vera, hierba de San Juan y ajenjo, los puso al fuego con agua y preparó la infusión que le dio a Sara quien, como tantas otras, había llegado asustada por el atraso. La chica vivía en el campo, a tres kilómetros de distancia. El pueblo más cercano era Ranchos, con esquinas sin ochavas y construcciones de la época colonial. Sara caminó calles de tierra y bordeó la laguna cubierta de camalotes y helechitos de agua. Llegó sola y con sed. Tenía las mejillas rosadas y ajadas por el viento y el sol, sin nada que humedeciera esa aspereza. Traía puesto un delantal blanco, sucio con manchas marrones y verdes, restos de barro y pasto. Se sentó en el banco sin decir nada pero eran sus ojos los que hablaban, inquietos. De repente dijo: Quiero el brebaje. Miró el jugo negro dentro de la olla y acercó el jarrito abollado que traía en el bolsillo del delantal. Probó un sorbo de esa amargura y luego bebió hasta el final rogándole con la mirada a mi abuela que eso que tenía dentro saliera. Quiero que ese humo negro que tengo dentro mío quede en mis calzones, dijo.