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Contame cosas

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Por: Laura Rosso

Habían revoleado un poncho con un feto adentro para el lado del cañaveral. Me lo contó mi abuela que era bruja y abortera y guardó por años esa escena enigma. Las dos mujeres llegaron en motocicleta, la que iba atrás sostenía el bulto entre las manos. Se bajaron cerca de las cañas y corrieron hasta donde no había más camino. Ahí pararon y la que tenía el poncho lo arrojó tan lejos como pudo. La otra siguió el recorrido con la mirada. Cuando lo vieron caer volvieron apuradas hasta la moto, se subieron, la pusieron en marcha y se fueron. Mi abuela era una muchacha de veinte años que andaba por ahí caminando, como todas las mañanas, en compañía de su perro. Vio la secuencia completa y el vértigo con el que las dos mujeres se deshicieron de lo que otra había expulsado. Había una denuncia y la policía llegaría pronto a la casa. Tuvieron que tomar esa decisión. Dejaron limpio el lugar y fueron hasta el cañaveral. Un acto de atrevimiento que inauguró un sentimiento nuevo en ella. Salvarnos entre nosotras.

Anda por acá su espíritu rondando para bajarme la fiebre si estoy enferma o curarme el dolor de panza con sus tisanas mágicas. En el campo, construyó su comunidad de comadres enlazadas para transformar lo denso en bello, lo peligroso en potencia y lo angustioso en alivio y calma. Le gustaba sentarse a la sombra de la magnolia y conversar con ellas. Hacían sonar los cuencos de madera donde preparaban pócimas para desafiar lo establecido. Juntas formaban una constelación de afectos para ayudarse y ayudar a quienes se acercaban a la casa, cerca de la laguna. De eso hablaban alrededor de la fogata, escuchándose para aprender.

Mi abuela se sentía atraída por ciertas prácticas y así acompañaba a tantas que habían oído hablar de ella. Algo la impulsaba a meterse en cada singularidad, a escuchar cada historia. Accionaba en las vidas de quienes llegaban hasta allí y lo hacía apelando a una sensibilidad especial, la suya. La que construyó con otras, nunca en soledad. ¿Qué sería de nosotras si no nos tuviéramos?, decía.

Se contaban malestares y esperanzas. A veces ovillaban lanas mientras cantaban. Al anochecer, bailaban contagiándose el ímpetu y en verano aprovechaban el agua de lluvia para mojarse con las primeras gotas. Los pies eran parte de la tierra. Unas reflejadas en otras como cajas de resonancia. Ahí estaba la belleza de mi abuela que con sus saberes dotaba de valor a quienes acudían asustadas, muertas de miedo y solas, las más de las veces. ¿Quién era esa chamana que provocaba tanta empatía en aquel lugar alejado, cerca de la laguna? Su cuerpo era el territorio más preciado. Cuerpo abierto y valiente, ofrenda atardecida su canto desde el alma, el grito que libera las penas. 

Mi abuela andaba de acá para allá con los abortos a cuestas y la laguna lo sabe.

La veo peinarse frente al espejo con el cepillo ovalado de carey, cuidando su pelo plata, largo y ondulado. Esa casa era el refugio de todas. Cada encuentro se transformaba en una rebelión por la propia autonomía. Mi abuela conocía los modos de usar plantas y yuyos para abortar. Sabía de la eficacia de la ruda en los músculos del útero, para estimularlos y para contraerlos causando la expulsión esperada. Ruda mística y protectora, con aroma fuerte que atraía el sueño desde una taza de té al lado de la cama. Hacía infusiones y las tomaba en ayunas y a lo largo del día. Preparaba bebidas medicinales para que bajara la menstruación cuando la idea de parir más hijos se tornaba insoportable. Ponía borraja y toronjil cuyano que limpia la sangre porque hace orinar. Luego se remojaba las piernas en agua caliente y granos de mostaza. Abuela hechicera que abortó cantando. Se quedaba unos días sin ver el sol de su monte, se hacía masajes y practicaba movimientos con la pelvis. Pujaba.

Llega la puntada a la altura del ombligo, como si algo tirara desde adentro, me contó una vez. Hay un silencio en el paso del tiempo hilvanado con hilos de confianza. Abuela Irene trenzó sus saberes con la tierra, el agua y el fuego. Su voz es mi plegaria.

─Abuela, ¿qué es ser sabia?

─Es aprender y enseñar.

*

Contame cosas, le dije a Rita acostada boca abajo y abrazando a la almohada. Había tragado la primera pastilla el día anterior y al día siguiente me tocaba empezar el paso dos. El tiempo mostraba su espesura. 

Cosas que me hagan reír, insistí.

─¿Te acordás de que la abuela decía prejil en lugar de perejil?

─Sí, y fósfros en vez de fósforos.

Nos reímos y sentí que una caricia me envolvía la cara. Por unos segundos me olvidé del dolor.

Pedí prejil, no te olvides, me gritaba antes de que doblara en la equina cuando iba a la verdulería. Rita me cuenta y me acompaña como tantas veces. Aprendimos a querernos aunque a veces la lastimo o la ignoro con la misma contradicción que los vínculos más íntimos son capaces de develar. Compartimos un entendimiento que nos enlaza en una atmósfera que sólo habitamos nosotras dos. Rita me cuenta cosas entre el vértigo, el misterio y cierta belleza que se escapa. Ahora mismo ese código nos une, somos parte de un linaje de mujeres que quiero nombrar. 

Vos tas costumbrada a hacer mal la cama, me decía la abuela. Rita me cuenta cosas mientras me toca el pelo. 

Tengo que ir al baño otra vez. Bajo de la cama descalza y camino con cuidado. Se que voy a expulsar algo pero no sé cuándo. Eso me tiene ansiosa. Quiero que llegue ese momento. Salgo de la habitación pasando a través del rayo de sol que entra por la ventana y percibo por un segundo la tibieza. Estoy unos cuantos minutos en el baño y cuando salgo, Rita me espera detrás de la puerta. Me abraza y los pasos hasta la habitación se llenan de ternura. Vamos pegadas, mejilla con mejilla. Durante ese rato, Rita había acomodado la ropa de los últimos días que estaba sobre la silla: el jean roto en las rodillas, el buzo rojo con capucha, remeras y medias del lado de revés. Guardó en el ropero mis borceguíes gastados y las zapatillas sin desanudar. Había barrido debajo de la cama donde mi gata insistía arañando el colchón con sus uñas. Se negaba a aceptar otra cosa para rascar pero los ronroneos nocturnos en mi cuello podían calmar cualquier enojo. Las patas presionaban de a una por vez en mi pecho y el pelaje me daba calor.

Tiene que gastar las uñas, le decía a Rita para disculpar a Río. Me quedé mirando su nariz bicolor y pensé que parecía una pincelada de tinta china negra que dibujaba una línea y la separaba en dos.

Mientras estoy en la cama me acuerdo de los días anteriores. Vienen a mi mente escenas, como esa voz al teléfono que me había gustado tanto. ¿Cómo supiste de nosotras?, me preguntó después de contarme cuáles serían los pasos a seguir.

Mi hermana me pasó el número, contesté.

Así había sido el primer contacto que tuve con las socorristas luego de que Rita me hablara de ellas. Y esa conversación me trajo algo de alivio.

*

Mi abuela me habitó de la cabeza a los pies cuando vi a una chica sostener un cartel que decía: “La única sangre que debería correr es la menstrual”. Entró su fuerza en mí como un rayo luminoso y brillante. Estaba lista para la ceremonia que traía su esencia a mi tiempo. No pude sino mirar al cielo y abrazarla abarcando el arco iris de la inmensidad que me proponía ese instante. El color magenta me pintó los labios, el verde esmeralda me cubrió los párpados, el anaranjado se posó en la piel de mi cara y el turquesa tiñó las puntas de mi pelo. Nada de esa sangre hiere ni lastima, decía mi abuela cuando me contaba los suspiros y secretos de la naturaleza.

No tuvo el tabú de las palabras y pudo transmitir mucho en su modo de hablar sinvergüenza, inventando un lenguaje. Amanda sentime, me decía para que la escuchara.

Se sentaba en el banco de madera, donde el piso era de tierra aplastada, con sectores de maíz esparcido para las gallinas. Ahí preparaba la palangana y el menjunje. El pelo ondeado y recogido atrás. El cuerpo macizo y las manos más hermosas. Manos cortadoras de yuyos. Juntó ruda, aloe vera, hierba de San Juan y ajenjo, los puso al fuego con agua y preparó la infusión que le dio a Sara quien, como tantas otras, había llegado asustada por el atraso. La chica vivía en el campo, a tres kilómetros de distancia. El pueblo más cercano era Ranchos, con esquinas sin ochavas y construcciones de la época colonial. Sara caminó calles de tierra y bordeó la laguna cubierta de camalotes y helechitos de agua. Llegó sola y con sed. Tenía las mejillas rosadas y ajadas por el viento y el sol, sin nada que humedeciera esa aspereza. Traía puesto un delantal blanco, sucio con manchas marrones y verdes, restos de barro y pasto. Se sentó en el banco sin decir nada pero eran sus ojos los que hablaban, inquietos. De repente dijo: Quiero el brebaje. Miró el jugo negro dentro de la olla y acercó el jarrito abollado que traía en el bolsillo del delantal. Probó un sorbo de esa amargura y luego bebió hasta el final rogándole con la mirada a mi abuela que eso que tenía dentro saliera. Quiero que ese humo negro que tengo dentro mío quede en mis calzones, dijo.

Una cara que no quería despedirse de la infancia. Sara tenía cejas robustas, enmarcadas entre mechones de pelo enrulado que le caían sobre la frente. La melena desordenada no alcanzaba la altura de los hombros. Antes de volver a hablar, enroscó un poco de pelo en el dedo índice de su mano derecha y lo llevó detrás de la oreja. Miró fijo y dijo: Esto no debió pasar. No sabe cuánto lo odio.

A medida que Sara hablaba su miraba parecía encontrar cierto consuelo. Es una suerte que usté exista y que sepamos de usté. Cada día que pasa, el humo negro ocupa más lugar.

Mi abuela la agarró de la mano y caminó con ella hacia el monte.

Cuando anocheció volvieron a la casa cerca de la laguna, la que la cobijó durante una temporada.

*

En mi pieza sonó el celular, Maia había escrito: Hola Amanda, no te olvides de comprar el Ibu. Empezá mañana el paso 2 a la misma hora en que hiciste hoy el paso 1.

El mensaje terminaba con un corazón violeta.

Al mediodía, entonces, confirmé mirando a Rita.

El dolor apareció otra vez.

Quiero terminar con esto, dije. Y mientras apoyaba el teléfono celular en la mesa de luz pensaba en la abuela Irene, en cuánto deseaba tenerla conmigo en ese momento. Un ritual de recuerdos se instalaba entre mi hermana y yo con la presencia fantasmática de la abuela, nuestra persona favorita en el mundo, la que le robaba letras al lenguaje y hacía de las palabras su fiesta inventada. 

─¿Qué me diría la abuela si estuviera acá?

─Te diría con dulzura: Abortás y sanseacabó.

El celular volvió a sonar. Maia de nuevo, que sabía de mis miedos y quería estar cerca con su voz y sus palabras. Escuché el audio donde me decía: Estamos juntas. Tratá de estar tranquila, va a salir todo bien. Podés tomar té de manzanilla, hacerte masajes y usar calor. No te asustes, escribime. Preguntame todo lo que quieras.

Repasaba mentalmente los últimos días. Como una película que podía rebobinar para volver a ciertos detalles. Salía hambrienta de cursar y la vuelta a casa invitaba a dos porciones de fainá fría sentada en el cordón de la vereda. Así era mi ritual de los lunes. Pero esa tarde elegí la mesa del rincón. Decidí llamar a Rita sin previo aviso. Tengo un atraso, le dije. Si estoy embarazada, quiero abortar.

(Fragmento) Contame cosas, Editorial Chimbote, 2021
@lauraerosso  @chimbote

Laura Rosso

Licenciada en Artes Combinadas (UBA) y periodista. Escribe en el suplemento feminista Las 12, del diario Página 12, desde 2005. Es autora de los libros Quilmes, la brigada que fue Pozo (UNQUI 2017) y Estamos para nosotras, experiencias de socorrismo feminista en el siglo XXI (Chirimbote, 2019). Compiló junto a Nadia Fink, Feminismo para jóvenas (Chirimbote, 2018). Su primera novela es Contame cosas (Chirimbote, 2021). Su premio más reciente es el Lola Mora por Labor periodística en prensa escrita.

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