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Virginia Woolf: A través del espejo, a 140 años de su nacimiento

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Sus novelas y textos autobiográficos, así como sus traumas familiares y su actitud snob (por épocas oía a los pájaros cantar en griego, en una conferencia habló de la necesidad de tener dinero y un cuarto propio con llave para posibilitar que las mujeres escriban, y a los 22 años intentaba el primer gesto suicida arrojándose por una ventana), marcan el final de una época: la rígida sociedad victoriana, a la cual nombró con ironía como “maquinaria dentada” en Momentos de vida.

Por Diana París

El 25 de enero de 1882 nacía en Kensington, el barrio acomodado del centro londinense, Adeline Virginia Stephen: hoy la conocemos como Virginia Woolf.

Ese conjunto de escritos autobiográficos de Virginia Woolf, “Momentos de vida”, reúne textos inéditos seleccionados en los archivos Woolf de la Biblioteca Británica y la Biblioteca de la Universidad de Sussex. Después de la muerte de su esposo, Leonard Woolf, los papeles pasaron a la Universidad. La mayoría de los textos no fueron escritos con la intención de darlos a la luz pública, algunos sí, leídos en las citas del afamado círculo Bloomsbury: cada fragmento de la memoria suma valiosos puntos de referencia que reflejan la materia prima de sus obras de ficción.

Entre esos manuscritos, destacan los recuerdos dedicados a su madre y su padre (Julia  Prinsep Jackson -1846-1895-, y Sir Leslie Stephen -1832-1904), a sus hermanos: Vanessa,1878; Thoby, 1880;  y el más pequeño, Adrian,1883. También le reserva un especial lugar en sus memorias a los tres medio hermanos  con quienes tuvo una relación más conflictiva: por parte de madre (George, 1868; Stella, 1869; y Gerald Duckworth,1870), y a Laura (1870), por parte de padre. Este último conjunto, mencionado como “los cuatro otros”.

Tal vez sea en “Apuntes del pasado” y “Hyde Park Gate, 22” de Momentos… donde aparecen ciertas experiencias de su infancia y eventos traumáticos que quedaron indeleblemente grabadas en Virginia y que vuelca como catarsis entre1939-1940. Un año después, será el ocaso. Ese final trágico se venía anticipando durante toda su vida: sufrió depresiones y aislamientos, crisis de despersonalización, episodios de estupor, insomnio, frigidez, inestabilidad emocional, anorexia, y una enfermedad mental que hoy diagnosticaríamos como trastorno bipolar y psicosis con alucinaciones auditivas.

Atormentada y genial, andrógina y outsider, autodidacta y premonitoria, el origen de sus largas temporadas en el infierno podemos intuirlo como el resultado de una serie de sufrimientos y experiencias vividas sin auxilio ante los reiterados actos de acoso y abusos de parte de sus dos hermanastros mayores (los hijos del primer matrimonio de Julia). Virginia carga además con otras luchas: lidiar con la pesada obligación de representar una condición puritana propia de las exigencias culturales de la vida social que tanto despreció, esas fiestas en los grandes salones para “cazar maridos apropiados”. Sus desvaríos pueden verse también como “traumas heredados” de un clan de alcohólicos, violentos, exóticos, frívolos, exiliados, geniales, artistas y torturados personajes de su árbol genealógico. Un arco con dos extremos: desde Laura –incapaz mental, recluida en una casa de salud psiquiátrica– hasta Adrian dedicado al psicoanálisis. Y, dato que no es menor, el avance nazi al correr los años ´40, siendo su marido judío, les había planteado la posibilidad de envenenarse si Hitler llegaba al Reino Unido.

Lo cierto es que por esa época, ante cada crisis de su alma, los médicos recomendaban a Virginia que dejara de leer y de escribir, le pedían que descansara del ruido cotidiano. Sin embargo, ella conocía su verdad más allá de las verdades científicas: “Tengo la impresión de que al escribir estoy haciendo algo que es mucho más necesario que cualquier otra cosa”. (M)

Ni los profesionales ni su paciente esposo podían con sus arrebatos y recaídas: al suicidarse, el 28 de marzo de 1941, faltaba casi una década para que se descubriera la posibilidad de un tratamiento a base de litio para superar sus estados de melancolía o su irrefrenable manía. Sin embargo, nos inclinamos a pensar más que en una cura farmacológica, en la posibilidad de revisar una postura asumida frente al “reflejo” de la familia y la sociedad opresiva que le tocó transitar, y –en especial–  la orfandad en la que quedó sumergida al morir su madre. Virginia tenía 13 años y define ese momento como de “desesperada tristeza, derrumbamiento…”. Dice en esos papeles autobiográficos: “Esta es, a grandes rasgos, la descripción visual de la infancia. Esta es la forma que le doy; y me veo, siendo niña, vagando de un lado para otro”. Y agrega: “…me consideraba un pequeño ser sin caparazón”, “arrojada fuera del refugio de la familia…”.

Innumerables ensayos críticos –desde la política, la cultura, el feminismo y el psicoanálisis, por citar solo algunos enfoques– y muchas biografías (las más autorizadas o las más herejes) dan cuenta del valor tanto de sus textos de ficción como los escritos “de la memoria”, que nos ha legado la dama de Bloomsbury.

Vaya como homenaje, la invitación a la relectura. En la pasión lectora reside la criba que necesariamente hacemos cuando examinamos una obra tan profusa donde el reflejo de la biografía sobre las páginas de ficción ya apuntalan, ya distorsionan las experiencias narradas. ¿Qué queda de las vivencias, qué cae en el olvido, cómo se filtra el sentido cuando se hace escritura? En ese zarandeo que discurre como el río Ouse se alcanza una dirección posible de la interpretación siempre inacabada, siempre nueva, siempre provisoria. Tomamos dos cuentos (menos conocidos que sus novelas) que hacen eco en los escritos autobiográficos: “La mujer en el espejo: un reflejo” y “El vestido nuevo”.

La mujer en el espejo” publicado originalmente en la edición de diciembre de 1929 de la revista Harper´s, se reeditó formando parte de una antología como obra póstuma. Para entonces, Virginia ya había publicado las obras fundamentales de su carrera profesional: Fin de viaje (1915), De la enfermedad y La señora Dalloway (1925), Al faro (1927), Orlando (1928), Una habitación propia (1929), luego vendría Las olas (1931), Los años (1937), y aún no se había propuesto rescatar la fragmentada memoria de los avatares de familia que supo tolerar pagando con su fragilizada salud emocional el precio de ser leal al clan.

Como la protagonista del cuento, Virginia vive en estado de indefensión. Esa atmósfera de soledad, temor, culpa y vergüenza se hace advertencia en el inicio del texto: “La gente no debiera dejar espejos colgados en sus habitaciones, tal como no debe dejar talonarios de cheques o cartas abiertas confesando un horrendo crimen. En aquella tarde de verano, una no podía dejar de mirar el alargado espejo que colgaba allí, afuera, en el vestíbulo”. 

Virginia vuelca experiencias personales muy arraigadas: en la mujer del cuento refleja/refracta perfiles de su propia madre: siempre atareada, respondiendo a diario las cartas que recibe, sin tiempo familiar más que cuidar al anciano esposo -15 años mayor que ella- con los saberes adquiridos en los tiempos de viudez de su primer matrimonio, como enfermera. Rodeada de hijos de él, de ella y de ambos. Organizando la casa y la gestión de los criados. Dando con severidad clases hogareñas a las niñas Vanessa y Virginia. Pero no aparecen escenas de amorosa complicidad ni atención dedicada a ella. Virginia sufre esta ausencia de apego materno en silencio. “… ahora comprendo que una mujer que debía mantener en existencia y bajo su control todo esto, tenía que ser una presencia general, más que una persona individual, para una niña de siete u ocho años. ¿Puedo recordar haber estado a solas con ella algo más que unos minutos? Siempre había alguien que nos interrumpía. Cuando pienso en ella de una manera espontánea, siempre la veo en una sala con mucha gente; a ella rodeada, a ella generalizada, dispersa, omnipresente…”. (M).

Con su esposo Leonard Woolf

La niña no recuerda imágenes consoladoras de apego seguro: la desprotección era absoluta. Fue víctima de lo que llamaba “la vergüenza ante el espejo”. Tenía aversión a verse reflejada. Escribió sobre ello en los últimos años de su vida, no mucho antes de suicidarse, recordando que el problema había comenzado con un espejo en concreto. Estaba en la entrada de la casa en la que creció. Cuando tenía seis años, su hermanastro, Gerald Duckworth, la levantó, la puso sobre una mesa y metió las manos por debajo de su vestido. Tan ocupados estaban todos que no veían nada atroz reflejado en los espejos…[1].

Y todo fue más grave aún al morir la madre: “Me dije, como siempre me he dicho, desde entonces, en momentos de crisis, «No siento absolutamente nada»”. Aunque con la muerte de Julia, la abnegada hermanastra mayor, Stella, ocupará el lugar de la señora de la casa, todos los roles se moverán en un zigzagueo resbaladizo como el sinuoso río Ouse. 

¿Dónde estaban los adultos tan correctos y victorianos, cuando George y Gerald abusaban de la adolescente a quien apodaban “la cabra”? El silencio como imposición y los buenos modales prohibían la denuncia: “…una oscura nube se cernía sobre nosotros; … todos juntos, tristes, solemnes e irreales, envueltos en una niebla de pesada emoción. Parecía imposible escapar. No solo era gris, sino irreal. Parecía que nos hubieran puesto un dedo sobre los labios”. Y el silencio acumulado entre la humillación y la confusión del mal de amor fraterno cultivó por años el implacable desequilibrio emocional.

Nadie estaba disponible para las niñas púberes de la casa. “Mi padre estaba sordo, era excéntrico y estaba totalmente absorbido por su trabajo y alejado del mundo. La administración económica recayó sobre George. Se solía decir que era padre y madre, hermano y hermana, todo en una sola pieza …”. Se comprende el desamparo: “…me sentía como un desdichado boquerón encerrado en el mismo tanque con una turbulenta ballena”. O dicho vulgarmente: la organización del hogar estaba patas para arriba y habían puesto al zorro a cuidar a las gallinas.

George también comenzó a acosarla. Durante una época, la visitaba cada noche. Virginia habló en público del abuso y escribió sobre el tema, que continuó hasta su boda a los 30 años.

“Cuando tenía seis o siete tal vez, tenía el hábito de mirar mi cara en el espejo. Pero solo lo hacía si estaba segura de estar sola. Me daba vergüenza. Un sentimiento fuerte de culpa parecía estar naturalmente ligado a eso. Pero, ¿por qué era así? Una razón obvia que se me ocurre: mi hermana Vanessa y yo éramos lo que se llamaba “machonas”; es decir, jugábamos al cricket, nos trepábamos a las rocas, nos subíamos a los árboles, se decía que no nos importaba la ropa y eso. Tal vez por ese motivo, que nos vieran mirándonos al espejo hubiera ido en contra de nuestro código de machonas. Pero creo que mi sentimiento de vergüenza venía de algo bastante más profundo”.  (M).

El espejo –como objeto real y objeto simbólico– se recorta en esta lectura como el entramado entre el “acá” de la realidad y “allá” de la ficción, o en expresiones del texto: “aquí todo cambiante, allá todo fijo”.  Otra expresión interesante que funciona como metáfora del espejo queda definida como “la sensación de verme a mí misma o de yacer dentro de una uva y de ver a través de una película amarilla semitransparente…”. (Momentos…, el subrayado es mío).

Detengámonos brevemente en el otro relato, “El vestido nuevo”, escrito en simultáneo a las páginas de Mrs Dalloway (1924-25), tanto que se repiten los personajes en la novela y en el cuento. Fue publicado en mayo de 1927. Su protagonista, Mabel, asiste tímida, insegura y cohibida a una fiesta organizada por Clarisa Dalloway. Su vestido, que ante el espejo barato de su modista le pareció óptimo, en el contexto elegante de la reunión la coloca en el ojo de la tormenta. Al llegar se ve reflejada en un espejo y en la mirada crítica de los asistentes: “No, no estuvo bien”, se recrimina a sí misma.

El espejo asume la sentencia que dicta la moda y Mabel se ve señalada en medio del clima victoriano que la observa con rechazo y la recibe con hipocresía.

Un evento de la experiencia biográfica se superpone a la ficción: “De todas maneras, la vergüenza del espejo ha durado toda mi vida… Todo lo que guarda relación con el vestir —las pruebas, entrar en una estancia llevando un vestido nuevo— todavía me atemoriza; por lo menos, me produce inhibición, timidez, incomodidad.” Y en otro fragmento de Momentos… leemos: “Confeccionaba un vestido casero por el precio de una o dos libras… podía estar confeccionado, como ocurrió esa noche concreta, con tela verde excéntricamente comprada en Story’s, una tienda de muebles, debido a que era más barata que las telas de vestir, y también más excéntrica. No era terciopelo; tampoco felpa; algo a medio camino entre lo uno y lo otro; y para sillas, presumiblemente, no para trajes”. Virginia relata que su hermanastro George se enfurece cuando la ve vestida “de tapicería” para la fiesta y la obliga a quitárselo.

¿Cómo no sobresaltarnos en la lectura que se torna difusa en la voz que habla: ¿es Mabel o es Virginia? La intromisión en el ámbito público/ privado (el vestido exterior/ el contacto con la piel) se vive en la tensión halago y humillación, deseo y obligación impuesta por los convencionalismos.  Quien denuncia este desajuste es nuevamente el gran personaje de aberración para Woolf: el espejo. Artefacto para mirarse, que al mismo tiempo nos mira en el ambiente frívolo y superficial de las fiestas de intercambios sociales de “luz artificial y lavada con champagne”[2].    

El amparo de Woolf a su personaje no se hace esperar: la protagonista del cuento escapa del salón y queda a salvo, sin embargo no le fue tan fácil decidir lo mismo para la joven Virginia en su vida hogareña.

Las memorias relatan un regalo de George que permite hacer la asociación entre él y ese temido instrumento diabólico: el espejo. Había sido un obsequio cargado de intenciones: para que aprenda a ser femenina y sepa arreglarse el cabello. Y a esa cadena de asociaciones se suma la imagen de un fauno, que la inquieta entre sombras. Luego en sus tantos delirios esta anécdota será reformulada como una pesadilla: “El lado del dormitorio estaba dominado por el largo espejo de estilo Chippendale (de imitación), que George me había regalado con la esperanza de que me mirara en él y aprendiera a arreglarme el pelo y a cuidar de mi aspecto en general. En medio de él y del lavamanos, debajo de la ventana, estaba mi cama…”.

Hermanastro, adulto, varón, que ocupa el sitio de padre resulta ser un fauno/un cerdo: “…se advertía que una de sus orejas era puntiaguda y la otra redondeada, y también se advertía que, si bien tenía los rizos de un dios y las orejas de un fauno, sus ojos, sin la más leve duda, eran de cerdo se había convertido, a todos los efectos prácticos, en nuestro cabeza de familia”.

Junto con su hermana Vanessa.

Y como jefe de familia, se esmeró con Vanessa primero y más tarde con Virginia en relacionarlas con la mejor clase social de la época. La alta burguesía admiraba el trabajo de tutoría del joven George. Pero Virginia será implacable en sus recuerdos manuscritos: “George Duckworth no solo era padre y madre, hermano y hermana para aquellas pobres chicas Stephen; era también su amante”.

Han pasado 140 años y algo ha cambiado. No es suficiente todavía. Nos preguntamos qué sucedería hoy en una situación semejante? ¿Tienen las niñas habilitada la palabra para decir ¡NO! Y denunciar tocamientos y abusos al interior de la casa? ¿Se daría crédito a las emociones de las más vulnerables? La propia letra de Virginia, en un discurso despersonalizado, se auto-indaga y parece responder a las críticas patriarcales o a la falta de confianza en las denuncias que hace una mujer. Interesante además resulta ver en su declaración la postura de sororidad con las ancestras[3] que han tenido que pasar por las mismas humillaciones:

“Esto parece indicar que cierto sentimiento respecto a ciertas partes del cuerpo —que no deben ser tocadas, que está mal permitir que las toquen— ha de ser instintivo. Demuestra que Virginia Stephen no nació el 25 de enero de 1882, sino que nació miles de años antes y que, desde un principio, tuvo que enfrentarse con instintos adquiridos por millares de antecesoras en el pasado. Y esto arroja luz no solo sobre mi propio caso…  la razón por la que es tan difícil dar una explicación, por pobre que sea, de la persona a quien le ocurren las cosas… me ocurrió a mí personalmente; y no tengo motivo alguno para mentir al respecto…”.

Stella, la débil mental, víctima de abuso como ella y Vanessa, termina sus días en un psiquiátrico. Vergüenza, opresión, culpa y temor sellan el grito y la desprotección. Por fin, el lenguaje dejará de ser válido como escudo contra las nieblas del pasado.

Así como escribir Al faro le habían curado las viejas heridas del abandono materno, y pudo por fin dejar de oírla permanentemente con sus voces taladrando la escritura (“Creo que hice, en mi propio beneficio, lo que los psicoanalistas hacen en beneficio de sus pacientes”), las memorias le sirvieron para arrojar el silencio tan potente guardado en sus fantasmas. Y finalmente, vaciado de sentido todo lo que se podía expresar ya no tuvo fe en la cual sostenerse, el lenguaje. “Las palabras se desploman de repente sobre mí… se acumulan a mis espaldas en tales cantidades que sería terrible que no fueran otra cosa que agua enfangada”.

Siguiendo el dictado de su inadecuación a la realidad, desorientada entre fármacos, ingresos hospitalarios y diagnósticos condenatorios que no lograron extirparle los recuerdos traumáticos, se encamina a las últimas aguas fangosas. Atribulada deja una carta a Leonard. Lo libera de sulocura. Sale de Monk’s House. Quizá sus largas piernas -tan fuertes como las de su padre, eximio escalador- se aceleran para andar un buen trecho, una caminata conocida de tantos paseos.

Es la primavera de 1941 y tiene 59 años. La corriente del río Ouse fluye lentamente. En algún punto de su recorrido, entre Rodmell y Lewes, Virginia recoge unas piedras, llena sus bolsillos y se arroja al agua. Como Narciso, al encuentro de su último espejo.


 

[1] «Una vez, cuando yo era muy pequeña, Gerald Duckworth me puso encima de una repisa que se reflejaba en un espejo y mientras estaba sentada allí comenzó a explorar mi cuerpo. Puedo recordar la sensación de su mano bajo mis ropas; descendiendo con firmeza y con seguridad más y más abajo. Recuerdo cuánto esperaba que se detuviera, y cómo me puse tensa y empecé a retorcerme cuando su mano se aproximaba a mis partes íntimas. Pero no se detuvo. Su mano exploró también mis partes privadas. Recuerdo mi resentimiento, mi desagrado. ¿Cuál es la palabra para expresar aquel sentimiento mudo y complejo?»
[2] A Passionate Apprentice: The Early Journals 1897-1909.
[3]  “…el amor natural por la belleza estaba controlado por algún miedo ancestral”. (M.)
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