Los Poemas de Milosz, un libro unitario más allá de los textos por títulos, de los que acá se ofrece una selección de tres de ellos, es de una belleza y una contundencia rotunda. Uno lee en él a la Lituania de su infancia, pero sobre todo, lee el sueño, la danza del origen, del espíritu por sobre lo arrasado, la pérdida, los terrenos baldíos. Versos largos como versículos bíblicos, como calles empedradas al cielo que trazan un puente entre los suburbios y lo ascensional. Sabor anacrónico del tiempo original, las reiteradas imágenes otoñales, los ciclos (renacimiento-muerte- renacimiento). No en vano el libro comienza con una niña enferma, sin madre, de los suburbios («A una víctima») y termina en el penúltimo poema «Talita Cumi», las palabras que dijo Jesús al resucitar a la hija de Jairo. En tanto, arduo el tiempo de los hombres, de lo «Separado de Sí Mismo». Pero «cuando haya pasado al fin la noche sin flores y sin espejos y sin arpas de esta vida, un canto/ vengador, un canto de todas las infancias/ se romperá en nosotros como el cristal inmenso de la mañana/ al grito de los alados, en el valle de rocío» (de «Talita Cumi»). Canto órfico (sobre) humano que uno escucha en las Sinfonías de Milosz como en las Elegias de Rilke, donde todo es acogido.