Empecé a escribir La Anunciación como quien se interna en un campo minado. Los peligros eran evidentes. El “tema” estaba cargado de historia nacional reciente, vale decir de heridas abiertas y debates políticos pendientes, y yo no quería sumarme, simplemente, a la denuncia del horror o repetir el “discurso” de la víctima. No quería, en otras palabras, escribir una narrativa del testimonio sino tocar el punto ciego de la propia historia, averiguar qué se pensó (en la sociedad, en los grupos militantes) en la década del 70 en Argentina, incluso antes del golpe militar. Como le hice decir a uno de los personajes, el Abogado de Presos Políticos y Gremiales, quería la audacia de pensar en contra, sobre todo, en contra de mí misma, es decir, apartarme de las pretensiones de la moral, de lo que compete enseguida solo a la anécdota.