Por Armando de Armas
obra de @mariussperlich
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Su relación con las armas fue cuando menos compleja. Para empezar su madre Atenea por poco lo aborta por culpa de un asalto. Un grupo subversivo entró por la noche en la casa a punta de pistola para expropiar, así decían, un revólver 38 y una escopeta 16 de dos cañones que poseía su padre Arminio. Tres hombres enmascarados apuntaban con sus pistolas al padre a la cabeza mientras, descompuestos, exigían que en nombre de la revolución les diera las armas que poseía. La madre, ¡no lo maten, por Dios, no lo maten, llévenselo todo, pero no lo maten! Al partir los expropiadores ella estuvo a punto de malparir al futuro amante de las armas.
Meses después, llegado el tiempo de parirlo, Arminio buscó a un vecino nombrado El isleño (extrañamente los cubanos no se consideran isleños, para ellos isleños serían sólo los inmigrantes provenientes de las Islas Canarias) para que los llevara al hospital de maternidad, a unos cinco kilómetros, en su Jeep Willy. Pero, los mismos expropiadores, o pertenecientes al mismo movimiento expropiador, habían dinamitado un puente sobre un río crecido que se interponía entre la finca en que vivían y la ciudad.
Allí sobre racimos de plátano en la parte trasera del Jeep -el padre y El isleño haciendo de parteros- nació el futuro amante de las armas; precisamente por culpa de los expropiadores armados.
Para colmo su apellido no era otro que de Armas, y a Atenea no se le ocurrió otro nombre para ponerle que Amador; Amador de Armas por la gracia de Dios. Cuando los expropiadores tomaron el poder dos meses después, resultó que uno de los asaltantes era yerno del bodeguero y, por mediación de este, Arminio logró que le devolvieran la escopeta, aunque no el revólver. La alegría dura poco en casa del pobre, la escopeta en este caso, porque enseguida el máximo líder de los expropiadores declaró en un dilatado discurso ¿Armas para qué?, ¿para luchar contra quién?
A pesar del dictamen, Arminio logró que la escopeta quedara al menos en familia. Un hermano suyo que se hizo miliciano pudo conservarla en su casa; bajo la expresa prohibición de que Arminio se acercara al arma. Luego, nuestro Amador creció dominado por una sensación de agravio e injusticia que lo determinaría a ser un acérrimo opositor al régimen de los expropiadores. Nunca entendió cómo era posible que un arma propiedad su padre, y que por herencia un día pertenecería a él, tenía que permanecer en poder de otra persona; por muy tío suyo que fuera.
Por suerte el tío, que era una buena persona, le permitía a Amador verla y tocarla. De manera que uno de los pasatiempos favoritos de su niñez sería meterse en el cuarto del tío a manosear el arma, sentado en la cama frente a una gran ventana abierta de par en par, ante la que crecía un enorme algarrobo y una mata de encendidas buganvilias. Por la ventana solía entrar una brisa fresca con una fuerte fragancia de flores; una mezcla en que predominaban el jazmín, la gardenia y el lirio. Muchas veces el tío le encontró dormido en su cama; abrazado a la escopeta como a una esquiva novia.
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La escopeta, como toda arma que se respete, tenía su historia. Una historia que Amador había escuchado a retazos y en las duermevelas de las extendidas sobremesas familiares. Sabía, por un grabado en el cañón, que era de la marca Remington, fabricada en el año 1888, y que su abuelo, José de Armas, o alguno de sus hermanos, combatió con ella en la Guerra del 95. No tenía detalles de los soldados españoles que pudiera haber abatido el arma que, según su abuelo, disparaba unos cartuchos cargados con gruesas bolas de piedra, plomo o hierro con efectos demoledores donde quiera que impactasen; pero no abundaba más en el tema.
Hubo también en su casa un machete o sable paraguayo propiedad del abuelo; arma blanca predilecta de los insurrectos. La gente piensa que el machete de las cargas es el mismo machete con que se chapea un patio. Nada de eso, es un arma formidable. Le faltaba un pedazo, no sabía Amador si partido en el fragor de la guerra. Pero aún con el pedazo que le faltaba era del tamaño de Amador con trece años, y ni pensar que pudiera levantarlo con una mano, pesaba una enormidad, una eternidad, y estaba dotado de una cruz plateada en la empuñadura que a él le fascinaba.
Nuestro Amador, que poseía una viva imaginación, procuraba completar la historia de ambas armas, con ensoñaciones en que intentaba recrear cada una de las escenas de las muertes que pudieron haber perpetrado en el campo de batalla o, inclusive, durante la ejecución de algún traidor. En las vetas del tiempo en la hoja de acero del machete creía adivinar antiguos rastros de sangre y, mirando por los dos cañones de la escopeta descocotada como si fuera a meterle los cartuchos del 16, veía, o creía ver, dos universos circulares de caballos desbocados en el horror, héroes, humo y fogonazos de fusilería entre dos enfurecidas fuerzas contendientes; aspiraba, se extasiaba en el olor residual de la pólvora; la pólvora como estupefaciente.
Sabía que su padre Arminio, antes de la llegada al poder de los expropiadores, batía las bandas de perros jíbaros que durante las noches se dedicaban a matar animales domésticos en su finca, y en las fincas de los alrededores. Casi siempre iba a esas batidas en grupos de dos o tres vecinos armados con sus respectivas escopetas y algún que otro viejo revólver, pero a veces, cuando los demás no podían, se adentraba solo con la escopeta y el revólver por serventías, surcos, senderos, zanjas y guardarrayas por entre el monte y los cañaverales de la zona a la caza del odiado jíbaro; en una suerte de guerra sin cuartel entablada entre él y las bestias dadas a la depredación y el caos. En ocasiones en la soledad de las emboscadas que tendía a los parias, inmerso en la sinfonía de los grillos y en el resplandor de las estrellas, se daba a pensar que había una cierta inteligencia en sus enemigos, más allá del elemental instinto, que les permitía no ya organizarse en bandas sino trazar oscuras estrategias, aplicar sorprendentes tácticas y personalizar las cosas al punto de identificarlo a él como el jefe de la feroz campaña antijíbara.
Una noche despertó a las dos de la madrugada con la casa rodeada de jíbaros, ya habían despanzurrado un montón de gallinas y ahora acorralaban a los perros de la casa. Agarró el arma en la cabecera de la cama cargada con los cartuchos en sus respectivos cañones, la montó en un clic, se metió dos cartuchos más en la boca, que estaban parados sobre la mesita de noche junto a una Santa Bárbara de plata, y sin tiempo para más, salió al patio en calzoncillos; sin poder ponerse el revólver y el machete a la cintura. Nada más aparecer en la puerta los perros se desperdigaron, desaparecieron a derecha e izquierda por un sembradío de yucas y otro de tabaco, menos un ejemplar que corrió zigzagueante, pero sin apartarse del rumbo, por una vereda arbolada que conducía, un kilómetro más adelante, a un estrecho cañón que partía en dos una pedregosa meseta.
Sin pensarlo dos veces, sin sospechar, siguió a todo correr al bandido que entró por el cañón. Entonces, encontrándose en mitad de aquella suerte de túnel, sucede que el perro para de pronto, en seco, a punto de rodar sobre las piedras en el impulso, y se vira rápido en ademán de ataque.
A unos dos metros le descerrajó un disparo que desapareció, explotó la cabeza del paria, para enseguida descubrir, en medio de la euforia por el formidable tiro, que estaba en mortal trampa. A uno y otro extremo del cañón unos seis perros le cortaban la salida y la retirada; recordó una pesadilla recurrente en que se veía a mitad de un largo puente del ferrocarril, sobre el abismo de un oscuro río, y oía de repente el pitazo de la locomotora del tren que se acercaba a toda velocidad. Disparó al grupo del frente el cartucho que restaba en la escopeta y dos perros rodaron en un alargado aullido sobre las piedras. En un santiamén metió los dos cartuchos que mordía en la boca, montó, y en un arriesgado truco de viejo cazador, apretó al unísono ambos gatillos, usando el dedo índice y el del medio, contra los perros situados antes en el otro extremo del cañón que ahora se acercaban a gran velocidad. El doble disparo rajó la noche en una llamarada, en un estampido brutal que por poco le quiebra la clavícula con el culatazo.
Dos perros cayeron a sus pies y otro fue a estrellarse con el impacto contra una pared del cañón.
Al virarse tenía sobre su espalda al perro sobreviviente del primer disparo. Estaba sin cartuchos. Apenas pudo evitar la embestida con el codo izquierdo y tomar la escopeta por ambos cañones como una maza. El perro recurvó en el ataque y pudo batearlo con la culata, cayó de lado e intentó levantarse sobre los cuartos traseros. Le reventó la cabeza con otro golpe de culata que, a su vez, saltó en añicos; ni pa leña. Le comentó muchos años después a su hijo Amador. Esa era la razón por la que la escopeta, ya en tiempos de Amador, no conservaba su culata original sino una de fusil Springfield 1903 que un armero amigo de Arminio le adaptó después.
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El contacto, aunque fuese visual, de Amador con las armas aumentó con la rebelión campesina contra el régimen de los expropiadores. Arminio se había convertido en un conspirador y colaborador de los alzados, de modo que muchas madrugadas Amador despertaba para orinar en el patio y encontraba en la cocina, a la fantasmagórica luz de un quinqué, cónclave de hombres barbados, armas y municiones amontonadas en el piso de tierra apisonada de manera que parecía de cemento. Un día asombrado vio lo que después supo era una ametralladora cincuenta montada en su trípode con una larga cinta de enormes balas adheridas a un costado. Aunque Atenea y Arminio le advirtieron severamente, desde la primera vez que se topó con el escenario bélico en la cocina de la casa, que pusiera punto en boca acerca de lo visto porque en ello les iba la vida, Amador no pudo evitar alardear entre sus amiguitos de la escuela con que poseía a su disposición una ametralladora cincuenta. Los amiguitos, como era de esperar, regaron por toda la escuela, entre admirados y asustados, el rumor de que Amador tenía una ametralladora de esas de verdad como las que se ven en las películas.
No pasó mucho tiempo sin que apareciera en la escuela un hombre uniformado montado en un jeep descapotable, pistola al cinto, varias plumas y un tabaco en el bolsillo de la guerrera, un portafolio en la mano, mirada escrutadora y cara de pocos amigos. Al final de las clases la maestra y el hombre lo llevaron a un cuartico ubicado como un añadido al final del aula y allí le interrogaron sobre la ametralladora. Por suerte, nuestro Amador tuvo desde pequeño una gran habilidad para evadir con éxito interrogatorios escabrosos o exhaustivos sin comprometerse o comprometer a otros. Dijo así que se trataba de una ametralladora de juguete y al pedirle el uniformado que se la describiera pudo hacerlo con extrema exactitud, ya que por suerte los padres, ante sus continuos ruegos, habían terminado por regalarle una hacía sólo unos días: es de baterías, se aprieta el gatillo y suenan las ráfagas y arriba se enciende una luz roja que rota, roja y naranja, y luce como si fueran fogonazos. Al preguntarle el policía expropiador por qué se había inventado la historia de que era de verdad, respondió inmutable que estaba enamorado de una niña llamada Margarita y quería que ella se fijase en él.
El hombre sonrió por primera vez, y la maestra apuntó que Amador era un niño de mucha imaginación.
Un día sucedió que un avión enemigo de los expropiadores dejó caer una andanada de bombas sobre un cuartel en la ciudad. La casa estaba ubicada a mitad de camino entre un aeropuerto militar y la ciudad. Amador despertó aterrado con las denotaciones en medio de la noche y vio maravillado cómo desde el aeropuerto militar respondían disparando unas enormes bolas de candela -después le dijeron que eran obuses- que pasaban en andanadas sobre la casa en la configuración de elipsis fulgurantes, y al mocoso no se le ocurrió otra cosa que tomar su flamante ametralladora y empezar a disparar a su vez contra aquellas luminarias en el cielo.
Atenea le arrebató de las manos el artilugio, ¡pueden pensar que es de verdad y desaparecer la casa de un cañonazo!, dijo, y le metió un par de nalgadas y lo mandó a dormir calentito y compuesto; pa que aprenda a no ser fantasioso.
Al otro día contó orgulloso a la maestra, y a quien quisiera oírle, cómo había disparado con su ametralladora a las luces en el cielo. La maestra sonrío aquiescente, pasó la mano por su cabeza pelada al rape, y exclamó ¡Amador tu siempre con tus armas imaginarias!; temo que un día se conviertan en armas reales porque lo que se imagina, es lo que se manifiesta. El niño no entendió el significado último, profundo de aquella expresión, y lo tomó más bien como que la maestra no se habría tragado del todo el cuento de la ametralladora de juguete que hiciera al policía.
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Sus juegos infantiles giraban en torno a la guerra y la caza. En todos esos juegos lo que le encantaba encarnar era la parte irregular o rebelde del conflicto, de modo que si se trataba de la Guerra de Independencia de Cuba contra España, prefería ser un insurrecto, más que todo, Maceo o Martí. Pero a veces se contentaba con ser el bandolero Manuel García, Rey de los campos de Cuba, o en otro contexto histórico, el filibustero francés Francisco Nau el Olonés, azote de los españoles.
Armaba a sus primos con pistolas, espadas y fusiles de madera y se iban a la guerra por entre la arboleda y el monte de palmeras. Después les resultó aburrido aquel tipo de combate en que nunca pasaba nada, excepto el que se les resecase la boca por tanto imitar el sonido de los disparos. De modo que ideó la construcción de arcos y flechas con gajos de guamá, muy flexibles, y varillas de güin. A las varillas les insertaba por una punta un clavo que fijaba fuertemente con alambre fino, y por la otra, tres o cuatro plumas de guineo que garantizaran el vuelo recto de la improvisada flecha. Llegó además a construir ballestas que lanzaban flechas certeras a unos veinte metros de distancia.
Formó dos pandillas de primos, eran unos treinta mocosos entre primos hermanos y primos segundos, que se batían mayormente los domingos en que la parentela se reunía en la casa familiar, proveniente de la cercana ciudad de Santa Clara y las fincas de los alrededores, para verse y comentar los últimos acontecimientos, pero más que nada para matar el hambre -debida al férreo racionamiento impuesto por los expropiadores – pues en la finca de Arminio, herencia del viejo José, se daban muy bien las cosechas de yuca, arroz y frijoles, y una gran variedad de frutas tropicales, además de ganado porcino y vacuno.
Las batallas entre ambas bandas comenzaron a degenerar en riñas tumultuarias, sobre todo por el control del territorio de la arboleda de mangos, y Amador y Carlitos, el jefe de la otra banda, decidieron zanjar la disputa territorial en un duelo.
El duelo se pactó a arco y flecha. Cada uno concurrió al campo del honor bajo la frondosa arboleda con una prima en el papel de madrina del duelo, un arco tensado y tres flechas. Se pusieron espalda contra espalda, como habían visto hacer en las malas películas del oeste, y caminaron diez pasos, que iban siendo cantados por las madrinas con voz de melodrama, y al final se viraron apuntándose al pecho; solemnes y feroces. Las primas madrinas echaron las suertes con una peseta tirada al aire. Carlitos tuvo el privilegio de ser el primero. Apuntó despacio y disparó. Amador cerró los ojos y la flecha pasó de largo silbándole al oído. Entonces tocó su turno y disparó rápido, casi sin apuntar, confiando en dar en el blanco de pura sincronización como casi siempre hacía, pero no, la flecha voló una cuarta sobre la cabeza del jefe enemigo y fue a clavarse cimbreante en el grueso tronco de una mata de mangos chinos; de la herida en la mata manó una resina rojiza.
Carlitos, nervioso, lanzó una flecha que vino a clavarse en el muslo derecho de su retador. Amador dejó escapar un grito, más de sorpresa que de dolor. Extrajo la flecha de un tirón y la clavó en tierra, la sangre brotó a borbotones muslo abajo y empapó los pies sin calcetines dentro de sus botas rusas. Las primas preguntaron si quería poner fin al duelo pues, según lo previamente acordado, a la primera sangre el herido podía declararse derrotado y dar por terminado el duelo con honor, de lo contrario debía seguir de manera que vencería el que infligiese la mayor herida al otro, y de disparar cada uno las tres flechas pactadas sin que hubiesen heridas por ninguna de las partes, ganaba el que más cerca estuvo de dar en el blanco, según apreciación de las madrinas; curiosamente en ningún caso se les había ocurrido la posibilidad de la muerte.
Amador alineó, ahora en calma, el centro del pecho de Carlitos con la flecha sobre la abertura configurada entre el pulgar parado y el resto de los dedos de la mano derecha, cerrados en torno al arco, y con la izquierda haló la cuerda tensada hasta el extremo del hombro izquierdo, parado de perfil, estilizado, un machete paraguayo parado en la mañana, pensó, y disparó. La varilla se clavó en la clavícula de Carlitos que desmadejado dejó caer el arco y las flechas y, bajando la cabeza de soslayo, miró asombrado aquello que de pronto, y de manera muy poco cortés, venía a formar parte de su anatomía; entonces rompió a gritar aterrado y sin consuelo. Amador fue presa de una suerte de mezcla de satisfacción y sinsabor enclavada en el plexo solar. Entre todos llevaron al herido cargado para la casa y de ahí -no sin antes recibir Amador una buena paliza por parte de Arminio- lo llevaron en un deslavazado tractor de fumigación para el policlínico infantil situado a la entrada de la ciudad.
Carlitos estuvo a punto de morir, no tanto por la herida como por la infección que produjo en su cuerpo el clavo oxidado en la punta de la flecha.
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A partir de ese momento no hubo más combates entre pandillas de primos, por expresa prohibición de los padres. Amador se dio entonces a vagar por montes y sabanas armado de una ballesta con abundancia de flechas en un carcaj a la espalda – el carcaj lo construyó de una yagua-, un cuchillo que aprendió a tirar con perfección y un tirapiedras con el que lanzaba no sólo piedras sino canicas o bolas de cristal; mientras se daba a imaginar que era un feroz guerrero de las eras primordiales en busca de un reino que dominar. Pero la realidad era más pedestre y en la práctica lo que hacía era disparar sus proyectiles contra todo animal que volase, caminase o reptase, y que la madre, por repulsivos que le resultaran, se veía obligada a freír y servirle a la mesa como si se tratara de manjares exquisitos.
Por ese tiempo empezó a cazar con un primo mayor nombrado Lolo, hijo de una tía suya experto con tirapiedras y con escopetas de aire comprimido; que de puro milagro no habían sido prohibidas por los expropiadores. Con Lolo aprendió a matar guineos jíbaros, de un color azul precioso, disparándoles certeramente a la cabeza con perles o balines de plomo configurados como pequeñas copitas; de modo que el aire a presión les diese mayor velocidad. Tanta presión tenía la bomba de la escopeta del primo que Amador llegó a matar un guineo posado en el copito de una palma real acertándole en la cabeza; pero a veces, siguiendo las enseñanzas del pariente, se subía sobre una mata cercana a la palma para acortar la distancia con la presa, y desde allí disparaba. Ver caer aleteando desde lo alto un guineo azul era un espectáculo inigualable. Como bajar un pedazo de cielo; pensaba. Muchas veces Lolo le dejaba la escopeta por varios días y se sentía no sólo adulto y feliz, sino heroico e invulnerable. Amador conservó por mucho tiempo guardados en una maleta de madera, hasta después de grande, dos o tres plumas del primer guineo azul abatido junto al primer libro que tuvo, Simbad el Marino, regalo de Atenea.
Un día descubrió dónde el tío tenía los cartuchos de la escopeta y, en un descuido al mediodía, cargó el arma que consideraba suya por derecho hereditario y se fue al monte con ella. Rezaba porque apareciera un perro jíbaro o una bandada de palomas para no desperdiciar la oportunidad, pero, era como si aquel mediodía todos los animales del bosque se hubieran percatado de que Amador andaba en plan de matar. Cansado de vagar por las sabanas se apoyó contra una ceiba y disparó un cartuchazo al tronco de una palma. A pesar de que sabía que debía presionar bien la culata contra el hombro para amortiguar el retroceso, y que así lo hizo, este fue tan fuerte que lo sentó de culo sobre las raíces de la ceiba; dejándole el hombro amoratado y adolorido por más de una semana. Pero, eso no fue lo peor, lo peor apareció por el horizonte al poco rato conformado en una escuadra de airados milicianos que, casualmente, patrullaba en los alrededores y vino a investigar quién había hecho el disparo. Al atardecer el tío se personó en la unidad de milicias a recuperar la escopeta y a llevarse el sobrino; tras prometer que Amador no se acercaría más al arma.
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La primera pieza que cobró con el 22 fue un guineo azul y -acostumbrado a disparar con la escopeta de aire comprimido, a tener que acercarse mucho a la presa para poder acertar- no salía de su asombro al ver cómo mataba el animal a unos cien metros de distancia posado en un pequeño montículo. Era uno de esos raros días de invierno en la isla, los árboles marchitos, deshojados, y el viento soplando fuerte. Había caminado toda la mañana sin encontrar nada a qué disparar que mereciera una bala del 22, así que frustrado se disponía a regresar a almorzar a la casa cuando, en dirección del viento, y al ir a cruzar por entre una cerca de alambre de púas, lo atisbó allá sobre el montículo como una señal del cielo e instintivamente se llevó el fusil al hombro, apoyó el cañón contra el poste y la cara contra el cañón, y disparó; el ave saltó aleteando en el aire y cayó en convulsiones. Corrió alegre con el viento alborotándole el pelo; la bala atravesó la pieza entrándole por el centro del pecho y saliéndole por atrás justo encima de la rabadilla. Alzó al animal, las plumas azules teñidas de rojo, el agujero de entrada borbotaba. Al tiempo que experimentaba un gran placer, también experimentaba un gran dolor o desasosiego al ver dañado, deshecho, degradado, disminuido al alado que sólo unos segundos antes le pareciera tan altivo; todo orgullo, gallardía y desafío.
Y tuvo entonces, con el olor de la pólvora impregnado en la nariz, un inesperado cuestionamiento: cómo es que era tan sencillo matar, desconfigurar aquello que tanto tiempo tarda en manifestarse; configurarse. Cómo es que él -que admiraba al guineo, sobre todo al azul, abismalmente alejado de lo gallináceo y doméstico- no podía sustraerse a la pulsión (obviamente no usaría la palabra pulsión) de matarle siempre que la oportunidad se ofreciera. En sus largos vagabundeos y soliloquios por el monte había aprendido a admirar la armonía y majestad del ave en vuelo y en reposo, su lealtad a la bandada y su estar alerta ante las acechanzas; era difícil sorprender a un grupo de guineos pues siempre tenían un vigía de guardia.
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Pero ahora, camino a casa, con el guineo atravesado por el disparo atado con un arique a la cintura, goteando sangre en la tierra reseca, y el rifle Marca U colgado en bandolera, le asalta de repente una revelación acerca de que existiría un dios de los guineos, que daría no sólo la vida sino también la muerte a los de la especie, como existiría además un dios de las personas y un dios de los rifles con el mismo poder de vida y muerte, aunque a la vez estuvo persuadido de que no habría un dios para todas las personas, o lo habría, pero que al mismo tiempo existiría un dios particular para cada persona, reflexionaba así que el asombro ante su determinación para disparar, dañar, deshacer, degradar, disminuir al alado animal que tanto admiraba no tendría mucho sentido, pues lo que él pensaba como determinación de su mismidad (claro que ni por asomo Amador usaría esa palabreja) no sería más que pacto tripartito entre el dios de los guineos, el dios de las personas, en este caso el dios de su persona, y el dios de las armas que complotados en el mundo del más allá decidieron que, por inescrutables razones, aquel específico guineo no existiera más en el mundo del más acá y que, para tal fin, se atravesara en el camino de Amador y su rifle 22 de modo que entrambos le dieran expedito pasaporte al más allá.
Y de pronto se percató oscuramente de la mecánica de la oración, de la oración como arma, del alma como arma para la obtención de determinados fines. Según lo vio, o intuyó, no sería tanto un funcionamiento por la fe como por la faena que realizara para caer gracioso al alma de las cosas, así pensó, caer gracioso, pues no tenía otra forma de pensarlo en su pedestre información metafísica, pero se refería en verdad a convocar la gracia divina; a procurarse mediante palabras y ritos el favor de los dioses. Se dijo que de ahora en adelante podría tener más éxito en la caza sí se daba a invocar, dijo llamar, al dios de las palomas, o al de los patos, o al de los guineos, en fin, al de la especie que procurase cazar, al mismo tiempo que invocaba al dios de los rifles y a su dios personal, con frases propiciatorias, endulzadoras y exaltadoras del poder de los respectivos dioses, así, en el caso de que fuese a cazar palomas podría decir, alado y luminoso dios de las palomas, tú que moras en los aires y posees montones de palomas, dame en tu bondad y grandeza unas cuantas para llevar a mi caldero, deja que me les pueda acercar bastante, que les apunte mejor, déjalas mansas en la mirilla de mi rifle; y le encendería una vela. Al dios de los rifles diría algo así como fulgente y feroz dios de los rifles, compañero del trueno, amigo de la muerte, acortador de las distancias, cumplidor de los destinos, perfumado en pólvora, haz que cada bala que dispare de en el blanco esperado, que la muerte sea rápida y sin dolor, que el silbido de la bala adormezca a la presa, que la presa este feliz de ser atravesada por tu divina bala; y le encendería una vela. A su dios personal podría decir cosas como ¡oh papa dios!, dios que vive en mi pecho, que me has dado la vida, y me darás la muerte, tú por quien vivo, tú por quien muero, grande entre los grandes, amado mío, no me desampares, deja que dispare bien, que apunte mejor, que el pulso no me tiemble, que la respiración sea pausada, dame la gloria de muchas presas, que mi puntería sea puntual, que cada animal que abata sea a la mayor gloria de tu presencia, mi dios, benevolente conmigo e implacable con mis enemigos, amen, amen, amen; y le encendería una vela.
Una trinidad de velas para una trinidad de dioses.
Se le ocurrió además que, quizás, lo que sus padres nombraban alma no sería más que una porción del dios de cada cosa o animal inmersa dentro de esa cosa o animal, así cada manifestación en el mundo material estaría animada en mayor o menor medida por esa alma o porción del dios. Al vislumbrar la casa familiar, de tabla de palma y techo de guano con un pararrayos que salía por la punta del caballete más allá de la arboleda de mangos y el brocal del pozo, que semejaba un cono -hecho de piedra y cemento-, se sorprendió con la idea de que tal vez su misión en la vida no sería tanto matar animales, aunque también, como animar, despertar las almas adormecidas dentro de la materia mediante un profundo proceso de divinización, no usó el término divinización sino endiosamiento, derivado del uso de la palabra y la acción ritual.
Amador no lo sabía pero, a su manera, estaría entendiendo lo que el gran Miguel Ángel ya había entendido cuando al referirse al método creativo de su obra dijo: Vi al ángel en el mármol y esculpí hasta que lo liberé.
El mundo andaba mal porque el mundo andaba dormido, sonrió satisfecho. Pero él lo despertaría, al menos el mundo a su alrededor y en la medida de sus posibilidades. Se supo con dones de animador, mediador entre lo que vemos y lo que no vemos; entre la forma y el fundamento de la forma. Matar un guineo sería mucho más fácil de ahora en adelante si hacía entender al dios del guineo, al dios del rifle y a su propio dios que la muerte del alado sería deseable y necesaria no sólo para él, humilde peticionario, sino también para las tres divinidades invocadas.
Santa Clara, Cuba, 1958. Ha publicado las novelas La tabla, Madrid (2008) y Miami (2020), Caballeros en el tiempo, Madrid (2013), Escapados del paraíso, Madrid (2017) y El guardián en la batalla, Miami (2017), Premio de Narrativa Reinaldo Arenas de ese año. También los libros de relatos Mala jugada, Miami (1996) y Nueva York (2012), Carga de la caballería, Miami (2006) y Luces en el cielo, Miami (2022). Cuentos suyos han sido incluidos en antologías de España, Italia, Francia, República Checa y Alemania. Sus libros de ensayo son Mitos del antiexilio, Miami (2007 y 2020), publicado en inglés, Miami (2007) y en italiano, Milán (2008), Los naipes en el espejo Nueva York (2011), Miami (2016) y en inglés, Miami (2020), y Realismo metafísico: Un texto mistérico acerca de la creación literaria, Barcelona (2020), Premio Ensayo Ego de Kaska 2020. En 2022 la publicación InfoLibros lo reconoce entre los 15 escritores cubanos de más interés de todos los tiempos y entre los cinco del presente. De Armas fue incluido en el libro de entrevistas y valoraciones sobre vida y obra de pensadores, escritores y artistas, tanto de Occidente como del Oriente, titulado Scrittori, artisti, Spirali, Milán (2009), del académico y escritor italiano Armando Verdiglione. Ha escrito para la revista Lettre International de Berlín y en 2018 fue reconocido por el Centro UNESCO de Cultura de Puerto Rico por su excelencia “en una incansable labor cultural manifestada en cada una de sus obras literarias e históricas».