Intentemos desviarnos de las rutas provinciales 65, 5, 205, 226, 55, 33 y de otras tantas. Los pasos están cerrados. Las entradas bloqueadas. Vallas y montículos de tierra delimitan y restringen las calles. Se han montado tiendas donde se realizan guardias diurnas y nocturnas para que nadie transite, para que nadie tome un camino anexo, conexo, tangencial. Se ha creado en cada municipio una fortaleza resistiendo los embates del virus y, por cierto, resistiendo amablemente a ese otro que viene de fuera. El virus es eso. El otro, definitivamente. En noventa días se desmanteló esa imagen de bienestar y confort rural que se había creado durante los últimos años en algunos municipios de la provincia de Buenos Aires. No more parrillas y turismo en pulperías. Los paraísos imaginarios pueden transformarse, a veces, en infiernos. Ahora que nadie venga. Ese es el reclamo. Que se queden en sus casas. En este momento de recrudecimiento de contagios, muertos y anuncios de cuarentena estricta los municipios del interior de la provincia profundizan los controles. Se reactualizan las miradas desconfiadas sobre la Capital y el Conurbano y por todo aquello que puede llegar desde ahí. Pero esa mirada no se queda allí. En estos días ha trascendido a otras grandes ciudades como Olavarría y Bahía Blanca. Que la peste no venga.