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Poesía: Miguel Gaya (Argentina)

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obra de Louise Bourgeois

He sido una araña paciente

He aguardado
mi recompensa, mi comida,
suspendida en la nada del tejido más leve,
entre dos árboles, sacudida por el viento del anochecer
y por la duda.
Nunca desfallezco,
nunca
acecho
en vano.

Pero antes
he elegido ser
un sapo
confiando ciegamente en el amor, en el verano,
en las recompensas que la belleza entrega
al que se fía de ella.

Y antes fui una cigarra
impenitente y necia,
en el calor que sofoca,
insistiendo en la música,
recurrente como un ciego que solo supiera tres notas,
tres colores
del mundo
para dar cuenta de la vastedad del mundo.
Una música sacra y tonta
y repetida.
Y así y todo porfiara en esas notas
deslucidas
para que el mundo me escuche
y diga
acá me cantan.

¿Cómo decirte? Me confío
contra toda evidencia.

Las mariposas monarcas,
por ejemplo.
Son tan tenues.
Viven hasta nueve meses,
viajan
hasta cinco mil kilómetros
mueren
por millones
e insisten
e insisten
en su aleteo.

(poema inédito)

Fernando Pessoa se lamenta por sus heterónimos

Todo se lo llevaron.
Mis mejores ropas, mis modales, las palabras
del manantial secreto. Esa mañana que no le he ofrecido a nadie
uno de ellos la arrojó al mundo, a las bestias
y los periódicos.
¡Mi secreto de dandy! ¡Mis ridículas poses                                                                                   
ante el espejo!
Mis inexistentes
cartas de amor.

Por donde avanzo, ellos se han adelantado
quemando la hierba, convocando a las gentes
con artificios de circo y de matones.
Llego cuando la estación de trenes está vacía,
los brindis acabaron
y el último camarero me mira a través de la puerta,
descortés y hastiado. Adiós, me señala con la mano,
ya no abrimos hoy.

Cada uno de ellos a cada uno de los cuatro vientos y confines.
Adiós, me dicen también, no te recuerdo.

Entraron a saco en mí, me dejaron
como un espantapájaros. Seco. Viejo.

He vivido la vida que más horror me dio. Me afané
por las calles de Lisboa y no conocí
otras. Cada adoquín fue granito, cada fachada una máscara,
cada máscara,
espejo.

Así he sido, así fui,
y ellos huyeron al galope
con sus otras vidas a la grupa.

Ahora me siento ante el baúl y voy extrayendo sus rostros.
Me detengo en la engañosa honradez de la frente de uno,
en el gesto sereno de un pedante de provincia,
el ojo estrábico de uno que yo me sé.

Todos existen y yo
desaparezco.

La sombra, al fin, ha sido mi cosecha.

(Cabeza de artista. Ediciones en Danza. Buenos Aires – 2016)

Estamos hablando de Ezra Pound

una cara de la moneda
está abierta a los vientos, la otra
es abrasada por el sol. en
cualquier caso
esas caras cambian
y la pregunta es
si la moneda cambia o
si las caras de las monedas son
la moneda, erosionada. o
si la moneda existe
sin la corrosión del tiempo.
esto es lo que yo llamo
las preguntas pertinentes
de la
economía de la política.

cuando a Ezra Pound lo encerraron en una jaula
y lo exhibieron para regocijo y espanto
de las almas buenas
el problema de la corrosión del tiempo en nuestras caras
se puso en evidencia.
¿podía un anciano caballero cargar con nuestras culpas o
ese anciano nos daba la certeza
de haber expiado alguna?
así, el viejo anatema de expulsar a los poetas
lejos de la ciudad
se ha resuelto
para alegría y piedad de las almas buenas:
dejad que gocen y retocen en los parques porque
a prudente distancia tenemos
nuestras jaulas.

Pero
a prudente distancia
nuestras monedas
exhiben
cara al sol
y cara al tiempo
sus rugosidades.

(Cabeza de artista. Ediciones en Danza. Buenos Aires – 2016)

Segunda parte. Poema II.

Caminamos a la orilla de nuestra mente, un lugar al que llegan pensamientos rotos,
y dejan en la arena restos de algo enorme, ya perdido, y unos caracoles como orejas,
y algas entre muertas y vivas, enroscadas en los hoyos de la playa. La mente se ha ausentado

hace tiempo, y nadie tiene noticias de ella. Nadie sabe muy bien adónde se ha ido,
si ha logrado olvidarnos esta vez, o si puede volver, luminosa y altiva.
Caminamos por campos neblinosos, repletos de charcos y ahí está la mente, ahí respira.

No la vemos, no la escuchamos, por más que un susurro monocorde, autómata, nos sobrecoge
mientras caminamos, quizás en círculos, quizás alejándonos de ella, de su centro.
Hay algo más allá de cuanto miramos, algo que se eleva y se desploma, y que nos habla.

***

Quisiéramos un lugar quieto para todo, un lugar que conservara la conversación
que sostenemos con el mundo. Pero el mundo resulta esquivo, nuestra mente
casi ajena en su soliloquio, y todo fluye hacia el ruido de la aniquilación.

Al caminar hacia la intemperie intuimos un lugar de ruinas, un pasado
donde algo estuvo antes, no construido sino eterno, y así nos perdemos
en cierta neblina, donde nadie ha estado ni ha hecho pie.

Es curiosa esta pretensión de inmovilidad, cuando somos
quienes más nos movemos, inquietos por la hora que se avecina,
y sin saber qué trae la hora, que trae después de ella, qué vacío.

***

Acaso lo más extraño de este lugar sea que haya existido una vez,
que haya guardado calor y textura, y un sentido para quien lo vio
levantarse en el aire como un sol benigno. Ahora dudamos

de nuestros recuerdos, si alguna vez los tuvimos, o fueron nuestros.
Una cadencia como de música perdida nos ronda, una definición
arcaica y sin aplicación a cualquier fenómeno que recordemos.

Porque eso somos, un viejo chiste que se frena y recomienza sin solución
alguna. Una referencia a algo que extraviamos y no sabemos dónde ni
en qué nos afecta su pérdida, pero por ella estamos acá, y perduramos.

(Tríptico de la Memoria. Ediciones en Danza. Buenos Aires – 2022)

Miguel Gaya

Escritor y Abogado, argentino.
Ha publicado once libros de poesía, cuatro novelas y un libro de cuentos, siendo los últimos Tríptico de la Memoria (Ediciones en Danza, Buenos Aires, 2022) y Las hormigas argentinas conquistan el mundo (GES Grupo Editorial Sur, Buenos Aires 2020)
Finalista premio Clarín 2012, 2015 y 2019.