El Coronavirus (Covid19) se expandió con una velocidad que solo puede adjudicarse a las finanzas y a sus flujos globales. La actualización minuto a minuto de contagiados y muertos nos tira el “mundo encima”. Hace mucho que no es tan (visualmente) dramático. La pandemia es transmitida en vivo y directo. Queda la sensación que no queda lugar alguno al que huir. Estamos atrapados en un territorio global que se frenó y se parceló. La imaginación de la limitación nos invadió violentamente y el movimiento perpetuo (de capitales y personas) se cayó. ¿Ante eso que queda? En principio, el Estado y el individuo que se miran frente a frente. El primero vuelve con ímpetu, como único actor sobre la tierra que puede defendernos, le reclamamos como seres hipermodernos que nos haga vivir hasta el hartazgo. El control biopolítico se transformó en un reclamo prioritario. Se le exige a las instituciones públicas cuidar esa propiedad esencial que el derecho natural indica como relevante: la vida. En Europa, salvo lo sucedido en la guerra de los Balcanes de 1994, no se observaban tantas muertes masivas desde la Segunda Guerra Mundial. La muerte, en algunos casos, vuelve al lado de las personas y desestabiliza la imagen, como vemos en Italia, de ese sueño contemporáneo de fallecer en privado y en un hospital. Por ello, en algunos países el sistema sanitario se ha extendido a hoteles, clubes y clínicas vinculados a sindicatos. Sacar la muerte de las casas es un punto clave para evitar el mayor de los miedos: morir solo sin que nadie lo sepa.
La clase política se relegitima en el territorio de la conducción y su capacidad de generar cohesión pluralista. Sabe que curar es gobernar, hoy más que nunca. Concentra el poder político y busca recuperar el territorio. Su destino está ligado a la identificación con las expectativas sociales que abre esta pandemia. Si fallan en el cuidado estarán en graves problemas. Los liderazgos, en estas situaciones, se vuelven relevantes, como así los científicos. Salvo Boris Johnson que antepuso inicialmente el músculo económico por sobre la salud pública, la mayoría de las clases políticas colocaron sus miradas (persuasivas y coercitivas) en los individuos y en su sostenimiento. El discurso acerca del individuo y una ética de la responsabilidad entraron como un “tubo” en la narrativa estatal. Para la política, el individuo es el fin y el problema mismo y en este momento, con exigencias drásticas, mucho más. La reivindicación de la individualidad se inscribe en las largas imaginaciones liberales, por ello, pese a la gran intervención estatal que observamos, ésta no perecerá. La individualidad recalibrará su lugar y oscilará entre su afirmación singular y la delegación del orden y la salvaguarda en el Estado. No cuidar ni movilizar al individuo puede suscitar conflictos sociales y en esta crisis sanitaria podría constituir un problema mayor. En estas situaciones límites se agigantan y amplifican las diferencias sociales, de clase y étnicas que pueden provocar cambios de humor ante ciertas injusticias.