Antes de escribir, Joana D´Alessio produjo cine. Por eso, sería correcto decir que llegó a la escritura después de pensar la narrativa como una sucesión de imágenes. Y eso se refleja en sus libros: en su entramado de palabras y frases se respira una retórica muy visual, y aunque sus personajes son reflexivos, la acción es determinante: hablan por lo que hacen más que por lo que dicen, como debería ser, o como, por lo menos, los manuales de escritura creativa se afanan en enseñar.
Su primer libro es Alguien a quien contarle todo, una “novela rota” (no puedo evitar pensar en La mujer rota, el libro de Simone de Beauvoir, que también puede leerse como una serie de piezas disonantes y consonantes a la vez, ¿de ahí vendrá la referencia?) como ella misma la describe. Es decir, un conjunto de relatos, que bien podrían leerse de manera independiente, pero que juntos adquieren un nuevo significado. Más complejo, más completo.
Pequeño tratado sobre la amistad es su segunda obra y forma parte de la primera colección de su flamante editorial, Vinilo. Cuando hace algunas semanas recibí el libro, tomé una foto y escribí en Instagram algo así como “libros para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero”. Es que de verdad caben en ambos “guardacosas”. A medio camino entre el ensayo y la ficción, D´Alessio reflexiona sobre el arte de cultivar la amistad a través de la caminata (la constancia, el ritmo, el redescubrimiento de los paisajes conocidos, el compromiso, la energía) y el cuidado de sus plantas (la fe, la espera, la paciencia, la dedicación). Cada capítulo está dedicado a una amiga (sí, todas mujeres) y a la conversación que va tejiéndose mientras se anda por la vida. Los escritores Esteban Feune de Colombi y Marc Caellas lo hicieron en Dos hombres que caminan, un texto escrito a cuatro manos. Y, antes, Henry D. Thoreau en Caminar y David Le Breton en Elogio del caminar.
Venís del mundo del cine, ¿no?
Sí, hice un lío yo. Empecé estudiando sociología porque me gustaban en general las humanidades, y dentro de eso, o sea, había algo como un mix, me copé con sociología, hice el ciclo básico, estudié un año entero, y siempre yo dudo mucho de todo, ahí dudaba mucho, como muy característico mío. Por otro lado, a mí me gustaba el cine, era muy cinéfila, o sea, desde chica mi mamá me hacía ver películas. Me acuerdo también mucho de que ella me compraba la revista El Amante, y yo ahí descubrí un mundo, accedí a un mundo. Porque antes, claro, no es que vos ponías en Google… Entonces, para realmente acceder a ciertos contenidos o películas tenías que inventarte un camino o ir al video club, digamos. El Amante me empezó a mostrar cosas que yo no sabía que existían, no sé, tipo la Nouvelle Vague, Buñuel.
Pero hasta ahí seguías en Sociología…
Sí, pero mientras hacía sociología empecé a hacer el CBC (el ingreso) para filosofía porque no estaba del todo contenta con sociología. Me encantaba estudiar sociología, pero no me imaginaba de qué podía trabajar, no me terminaba de interesar mucho, no me proyectaba. Empecé a hacer el CBC de filosofía y después, no sé, un verano medio así como random, estaba con una amiga en la pileta y le dije: yo iría a estudiar cine. Y mi amiga me dijo: sí, obvio. Me anoté en el CIC (escuela de Cine, Teatro, Curaduría y Gestión Cultural), cerca de donde yo vivía en Belgrano, hice ahí el primer año y dije: acá algo me late, acá me pasa algo que no me pasa con nada y ahí hice el ingreso al ENERC.
Te enganchaste.
Fui tomada como por un romance, ¿entendés? Todo lo demás empezó a caer por su propio peso, empecé a estudiar, y claro, filmábamos y algo del trabajo creativo en equipo me gustó mucho. El ENERC está dividido en especialidades, yo estudié realización, que es como dirección.
Luego de tus primeras experiencias en el mundo del cine, ¿cuáles fueron tus primeras producciones propias?
Hacía documentales de observación. Algo como cercano a la antropología, pero también cercano a la no ficción, a Vinilo, mi editorial, y a mi último libro. Tiene que ver con la idea de no intervenir. El primero fue un documental sobre tango por encargo y el segundo fue un documental sobre mi abuela, que se llama “Sofía cumple 100 años” (se puede ver en Cine.ar).
Contame sobre Sofía.
Mi abuela tiene un hijo desaparecido, y en ese momento, tenía 99 años y era una persona muy tremendamente vital, graciosa, con mucho sentido del humor, con mucho empuje. Cocinaba, tejía, siempre estaba de buen humor, siempre… Y era como algo raro, ¿viste? Como una cosa que vos decís: bueno, ¿cómo es esta mujer que tuvo esta vida, que le pasó esto? Perder un hijo en esas circunstancias tremendas y tener esa personalidad arrolladora. Bueno, Hernán (Belón) la conocía porque veníamos trabajando juntos. Siempre discutimos con Hernán, él dice que fue su idea y yo digo que cómo puede ser…
Me resulta curioso eso que decís de observar de afuera, esta cosa de no intervenir siendo tu abuela, ¿no? ¿Cómo manejaste eso?
No, bueno, a ver, es como un recurso, pero la idea era documentar los seis meses previos al cumpleaños de 100 para armar una estructura, para darle un sentido narrativo y seguirla en su vida, las cosas que hace, dónde va, está tejiendo, con quién habla.
Una especie de reality.
Claro. También tenía entrevistas encubiertas. O sea, yo me sentaba con ella a mirar fotos. Lo que pasa es que mi abuela era como prendías la cámara y te daba todo. Al principio cuando le dije, me contestó: ¿estás loca? ¿un documental sobre mi vida? ¿a quién le importa? Me parece un disparate, olvídate. Me sacó cagando. Le dije: no, vamos a hacer una pruebita, abuela. Vengo a almorzar con vos y no sé qué. Mi abuela era una persona con una capacidad de contar las cosas tremendamente expresiva y clarísima, aparte tenía una memoria prodigiosa y siempre le daba un toque de humor.
¿Y vos paralelamente escribías?
Siempre me gustó eso de armar textos. Cuando alguien cumplía años, me decían: ¿te escribís algo? Y se me daba muy bien. También siempre fui muy lectora.
Me parece interesante que en Vinilo rescatás esta idea de no ficción, de bueno la literatura del yo o las literaturas del yo, la autoficción en un momento en que hay mucha discusión sobre el tema. ¿Dónde te ubicas en ese debate?
Me rompe las pelotas. Me fastidia un poco porque en realidad, más allá del debate, lo que hay es como una cosa de mirar (lo autoficcional) como algo menor: “Estos boluditos que solo saben escribir un diario, que vienen de los talleres de literatura, son como una categoría inferior”. No sé, me parece como una mirada muy pobre. Nosotros (en Vinilo) publicamos ensayos también. Me embola que digan que Vinilo es todo tipo diario, porque nada que ver. Cuando trabajamos en el género autobiográfico es porque está súper trabajado. Una cosa es alguien que escribe bien y otra cosa es un libro. Porque obviamente te llega mucho material y vos decís, bueno, es interesante, está bien escrito, pero la pregunta es: ¿es un libro? Tiene que tener un espesor literario. Digo, no es un diario…
El concepto de diario íntimo como algo que en realidad uno lo escribe como para uno mismo es de todas maneras interesante. Sobre todo a la luz de lo que hoy se considera literatura, ¿no? Podemos pensar incluso que el narratario o el destinatario sería el mismo diario, este querido diario. Cuando el diario se publica, esa idea original empieza a romperse.
Bueno, sí. Hay una editorial nueva, Bosque Energético, solo publica diarios. Yo leí el de Santiago Loza y me encantó. El diario de Katherine Mansfield es uno de los libros que tengo en el podio. También me gusta mucho (Mario) Levrero, cuando empieza a hacer esa cosa medio diarística, me vuelve loca. Pero lo que quiero decir es que hay un desprecio (hacia lo autobiográfico), como si fuera algo fácil. Ese tipo de lecturas me parecen un plomo y no suman nada.
Tal vez vienen más de la academia o de la crítica, ¿no?
No sé, porque para mí son ámbitos que me resultan un poco ajenos.
Es un poco obvio, pero desde el mismo momento en el que uno toma, qué sé yo, un recuerdo, un hecho que ocurrió y lo pone en palabras o lo convierte en un documental o en una película, ahí ya entra la imaginación, digo, no es real.
Sí, no sé, me parece que la imaginación está en todo. Es rarísimo pensar que porque es ficción, entonces ahí participa más la imaginación. No es que cuando vos escribís decís: voy a escribir ficción o no ficción. Tenés un tono, una idea, y entonces escribís. Yo empecé escribiendo crónicas. Después, a esas crónicas las fui adulterando y convirtiendo en cuentos.
¿Cómo eran esas primeras crónicas?
Creo que empecé con el nacimiento de mis hijas, mellizas. Apareció una necesidad más potente ya de escribir. Empecé a tomar esas notas y escribía algunas cositas un poco más largas, más como una crónica del día. Y en un momento mi papá me dijo: “Vos que escribís bien, ¿por qué no hacés un taller?” Yo siempre me había sentido una persona que conseguía las cosas porque era esforzada, pero no porque fuera buena ni inteligente. Nunca fui buena para los deportes. No tengo ningún talento natural de nada. Era como una esforzadita, ¿viste? Así me autopercibía y algo pasaba cuando yo escribía.
Bueno, mi papá me hinchó las pelotas para que hiciera taller y empecé con Virginia Cosín. Para crear un mundo más ficcional armaba como unos Frankensteins con los personajes. Por ejemplo, había un padre que se parecía a mi papá, pero yo lo hice mucho más viejo, lo cual fue tremendo porque después mi papá envejeció.
Y lo viste.
Sí, el poder de la escritura da miedo a veces. En mi primera novela la madre muere. Mi mamá no murió. Entonces, le dije a mi mamá: me dejaste que te mate en la novela. Ella estaba chocha porque dice que dio cosas divinas el personaje. Y después están los amigos psicólogos, que analizan por qué mataste a la madre y todo eso (se ríe).
Tremendo eso.
Sí. Y en un momento yo tenía dos cuentos. Mandé a un concurso y gané el primer premio. En el jurado estaban María Moreno, Fede Falco y Lucía Puenzo, me acuerdo. Y yo pensaba qué loco. Y ahí fue cuando decidí tomarlo más en serio. Con los cuentos que tenía me apareció la idea de la novela rota, armar un rompecabezas para que los cuentos funcionaran. Tejer y destejer. Y así surge Alguien a quien contarle todo.
¿En qué estás trabajando ahora?
Por un lado estoy tratando de ser feliz, principalmente porque el año pasado fue un año muy duro para mí. Es otro libro. Otro libro que no sé si alguna vez voy a escribir. Ahora mi vida está un poco reacomodada, entonces mi objetivo principal ahora no es escribir, es ser feliz, que me parece mucho más importante que escribir. Tengo un montón de ideas, tengo un montón de material acumulado. Y a veces digo, no sé, capaz no escriba nunca más. O sea, capaz no tengo que… Es como que estoy ahí en una dicotomía, porque al mismo tiempo estoy escribiendo, estoy revisando materiales que tengo y estoy estudiando. Cuando digo “estudiar” quiero decir que empiezo a leer libros que tienen que ver con lo que quiero escribir.
Pero sos editora, o sea que te la pasás escribiendo. Porque editar es también escribir.
Exacto. Exactamente. Sí, leer, editar, escribir, para mí es todo lo mismo. Entonces tampoco me preocupa, ¿viste? No es que digo, bueno, ya tengo un libro para el año que viene.
Hace muy poquito publicaste Pequeño tratado sobre la amistad. Un libro totalmente distinto al primero.
El libro surgió a partir de un ejercicio para un taller de no ficción que hago con Leila Guerriero. Apareció el tema de la amistad y en ese momento lo que a mí me pasaba es que estaba un poco cansada de mí misma. ¿Cómo escribir de un tema tan íntimo desde una mirada más separada de mí? En esa búsqueda fue que se me ocurrió usar las caminatas como una estructura narrativa y la botánica como una manera de poner la mirada en el afuera. En general, cuando escribo tengo una idea chiquita y empiezo a tirar de ahí como si fuera un hilo. Se me asocian ideas y se arma algo. Una vez que tengo algo trato de darle forma y estructura, pero en este caso fue al revés. Creo que fue la única vez que me pasó. Ojalá me pasara más seguido porque realmente es espectacular cuando tenés la estructura, es como que todo empieza a caer en un lugar mucho más fácil y más rápido.