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El rosa que llevamos dentro

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TERCER PREMIO

Por Máximo Huerta

Obra de Norma Bessouet

Ella entra por el techo. Dados vueltas, así estamos. Yo boca arriba, en el suelo mortuorio, este damero donde el blanco ya no se distingue, es gris, es tablero purgatorio. Ella camina por el techo y mis ojos del revés. 

Algo así.

Volver. Abrir el cajón y ¡SUC!, entre la ropa negra, su camiseta de mangas largas, su uniforme de entrecasa rosa. Qué feo suena entrecasa seguido de rosa. Más fea fue la sensación. Cómo se reía cuando se me escapaba un SUC!. Me pedía que le explique cuál era el momento preciso para esa onomatopeya. “No sé, es intuitiva”. Y tampoco es mía. Se la robé al Fabri que siempre sabe el lugar justo a donde caen los ¡SUC!.Nada es nuestro. Ni el amor que sentimos. Ella empezó a usarla, pero lo usaba en lugares a donde no correspondía. Era tierno, verla intentar meter el ¡SUC! en un lugar adecuado para ella (inadecuado para mí). Allí está la camiseta de mangas largas. Ese tipo de prendas que solo usan los niños y los adultos que no envejecen. Nadie más. Ella era un poco de los dos. Una niña envejecida o un adulto en plena niñez. 

Se reiría o me diría que cómo puedo verla rosa si es salmón. El salmón que llevamos dentro. Las mujeres y el vectorscopio interior. Todo lo rosa es salmón. Es pescado. Pecado usarlo. Ella siempre vistió de negro en sus afueras, en la calle. La ropa técnica, decía. O así la había bautizado Miguel mientras andábamos las madrugadas por Garbatella en aquellos años de Roma. Y ella lo adoptó en seguida, le pareció la descripción perfecta. A partir de allí, toda ropa negra era ropa técnica. Y así vestía. Nadie supo nunca que vestía de rosado cuando dormía. Cuando volvía a ser pacífica, cuando volvía a las pesadillas de la caída libre y cuando volvía a babearse sobre mi hombro. Allí la vida era color de camiseta rosa. 

La casa vacía, distinta. Desarmada y desangelada. Pero este cajón lo dejó tal cual. Inmóvil. Un rosa quieto corta el negro de sus prendas. Recuerdo un productor, allí en la Andalucía profunda nos miró con sorpresa y un poco de asco y preguntó: “¿Qué concepto es este? Dos argentinos vestidos de negro”. Eso éramos, así nos vestíamos. Al conocernos también. No fue algo de eso que hacen las parejas para sentirse juntas. Nos vestíamos de negro desde antes de la guerra. Desde el origen primero. Como viste la muerte en Suecia o como queda el placer después de una asfixia autoerótica que sale mal. Morirse con un micropene flácido o lo que es decir con un doble micropene. Escribo guiones. Por qué no fui médico, como mi padre, y sí artista frustrado como mi madre: escribiendo siempre pa’ dentro, sin exposición. Creando Creaturas Creativas, la herencia materna. La puta madre. Elegí esta estúpida manía de contar historias a través del recurso más fascista que ha dado la historia moderna: el cine. Y aquí estoy pensándonos en la mesa del bar. Elijo escribir para que después Nico se maree en este mismo café de Quevedo diciéndome en qué proyecto estoy metido ahora y por qué mis historias no se entienden y solo reflejan el grotesco. 

—Acepta de una vez que escribes películas y no cuentos. Además, el mismo recurso de siempre, el tiempo roto—, me dice Nicolás ya aburrido.

—Siempre—, respondo yo, ya aburrido de mí mismo. 

En este mismo bar mugriento de Quevedo, la espero ahora mientras nos pienso lejanos. Un avión tiene que llegar desde Londres, ya habrá llegado. Otro avión llegó desde Argentina; ya llegué. El punto de intersección: Madrid. 

Apoyé mucho su decisión de irse en busca de un futuro mejor. Yo hubiera preferido un presente más digno. Creo que los dos hubiéramos preferido eso.

Pero ella decidió que el futuro mejor estaba bastante lejos de donde estaba yo. Y seguramente no se equivocó. Intenté entenderlo y por momentos me convencí de ello. Pero mierda, cómo jode saber que las cosas se terminan así de sopetón y porque uno no es más que un pasado mediocre (si es que es algo, con suerte). Ahora me avisa que vuelve por unos días a Madrid y yo ya no sé si he seguido de largo por Bravo Murillo o si esto lo pienso en el bar mientras miro al loco de la mesa de al lado que no para de escribir (¿describir acaso?) algo en una pequeña libreta del estilo Moleskine, pero que calculo será las de un euro del Tiger. Nadie que realmente escriba usa Moleskine. Escribe, escribe, escribe. Mucho. No para. ¿Tendrá coherencia o será un delirio? ¿Vendrá ella de negro como vislumbraba el futuro de nuestra pareja? O Londres la habrá convertido en una Earl Grey de excesivo maquillaje y excesiva cocaína, como Londres. 

Hace diez meses que no nos vemos después de seis años juntos. No sé si sale la cuenta. Seis años juntos en una vida de treinta años es muchísimo. Igual no lo es si tuviéramos 64. La numerología y la ropa en el cajón, cómo duelen carajo. Como que te digan que hay un futuro trunco estando a tu lado. “Quiero un futuro mejor”. Repaso la cantidad de veces que la vi enternecerse y fueron pocas, pero aun así, fuero muchas más de las que demostré yo. Quizás su futuro menos malo no estaba mal allí lejos. En estos momentos de espera y egos rotos lo que primero llega son las escenas en las que me odié. Lugares comunes en los que tropezamos los románticos. Momentos como esta postal italiana: Vicolo del Cinque 23, Roma, Trastevere. Durante un tiempo vivimos cerca de allí, más arriba sul Gianicolo. Una mañana caminando por Vicolo del Cinque me detuve en un portal, madera oscura, alta, el número 23 semicaído, la piedra porosa de la pared tapada por grafitis, la basura en la puerta siendo devorada por una gaviota madrugadora. Toda la imagen de la decadenza. Y decido hacer una foto. Ella se pone en cuadro. Y me dio rabia. Deliberadamente la dejé fuera del marco mientras ella sonreía. Una sonrisa que se perdería para siempre, pero que, según su expectativa, quedaría inmortalizada junto a una puerta desgraciada. Me siento mal por haber cerrado el plano. Me siento mal por no tener esa sonrisa a mano ahora, junto a la mierda. Porque solo nos queda la mierda. Y porque esa sonrisa merecía ser inmortalizada. Pero ¿por qué siempre quería aparecer en las fotos? Hoy la escucho en mi cabeza reírse de algunas cosas y sobre todo siento como allí a la vuelta del portal mugriento, nos sentábamos por una pizza al taglio en Dar Poeta y así su onomatopeya de MMMMM invadía el primer bocado, el mismo que la hacía cerrar los ojos. Por suerte había momentos en los que ya ni recordaba el ¡SUC!. 

Hoy la espero venir. Qué construcción más extraña. ¿La espero llegar acaso? Menos mal que escribo guiones y no palabras bonitas. Aunque preferiría más escribir palabras justas. Lástima que sea funcional al nazismo visual de los Institutos de Cine y su lavado de dinero. No sé en qué colores llegará. Y cada vez me duele más el pecho. No tiene que ver que haya visto recién la obra esa sobre el infarto ni tiene que ver que estoy envejeciendo muy rápido. A punto de cumplir 30 años. Elijo la edad que quiero porque así funciona la ficción. Y los números redondos me tranquilizan, otra herencia barata del cine. Todavía no los cumplí, pero ya lo sé. Ese día me infarto. Lo sé desde hace mucho. Ese día, en el bar, me infarto. Ese día es ahora. 

Algo empecé a notar hace unos meses, una molestia, cuando viajé a Argentina. Aquella vez, en la casa de la chica sin nombre, me agaché una madrugada para ponerle comida al gato y casi no me vuelvo a incorporar. Nunca más. Me agarré el pecho y me apoyé contra la encimera. O mesada. El silencio de la madrugada interrumpido por el CRUNCH de la comida del gato. De las masticadas apuradas. La sorpresa de que alguien le llene el plato a las 4 y 27 de la mañana, cuando nunca le pasó y dudo que le ocurra otra vez. Al menos de mi parte. No duermo y me gusta malcriar a los gatos. La chica sin nombre duerme tranquilamente. ¿Cómo pueden dormir tan tranquilamente las mujeres con o sin nombre conocido después de acostarse con un extraño? Yo quedo sorprendido, extasiado, cansado sí, pero más curioso. Me gusta ver las paredes y techos descascarados, las lucecitas tontas de los relojes despertadores, la punta de un vestido que queda atrapado entre las puertas de un armario. Verlas dormir, sentirlas respirar. Un poco de apnea, algún movimiento desacomplejado. Las mujeres duermen plácidamente después de acostarse con un desconocido. Yo no duermo nunca. Me pongo de pie, doy vueltas por la casa. Pienso en irme y me doy cuenta de que la puerta del pasillo de entrada tiene llave. No es problema porque veo las llaves sobre la mesa de la sala y pienso que puedo cerrar desde afuera y tirarlas por arriba ante la falta de buzón. Tarde o temprano las encontrará. Porque no voy a escribirle diciendo que hice eso. No voy a escribirle diciendo que hice eso ni nada. Otra vez el pecho, ese calor punzante que me trae de nuevo aquella casa desconocida y el gato y me borra los patéticos planes de fuga. Morirme recién eyaculado y alimentando un gato ajeno. Con insomnio y con el corazón roto porque Lucía busca un futuro mejor en Londres. Todo eso: el corazón. Eso que me duele ahí dentro. Camino por la sala, casa vieja para Rosario, casa recién nacida para Europa. Pero en Europa no tenemos estas dimensiones. Tiene una biblioteca pequeña pero sincera. Este tipo de biblioteca no está tan mal. Mucha filosofía y psicología y poca literatura. Tampoco me parece mal. Ojeo una antología de relatos de terror a lo largo de la historia argentina y en la primera página, un sello con su nombre completo y su matrícula. La chica sin nombre se me presenta ahora nombrada. Existe. Algo me pone contento y hace que me olvide por un instante del ardor de pecho. Miro la puerta abierta de la habitación y la veo boca abajo, apoyada entre sus brazos, con la espalda desnuda y hermosa. Respira profundamente, duerme ahora con nombre. Y su nombre es bonito e inesperado. No tiene la impronta de llamarse así. Siempre que me sucede esto, lo de dormir con mujeres sin nombre, pienso en dos cosas: quisiera nombrarlas para no tener que caer en el artífice e impropio, che o ey o o vos (dependiendo de qué lado del charco esté) … todos son de mal gusto. Y pienso también que quisiera nombrarlas, pero con el nombre que yo creo que deberían tener. No me interesa saber el nombre real. Generalmente es decepcionante. Como la yanqui esa de Barcelona, que me enteré dos días después porque me escribió una servilleta con su teléfono. Y me costó relacionar el nombre con la prosa y con la mamada que me hizo en una plaza atrás de los arbustos. Su nombre no fue de lo mejor. Me vuelve a doler el pecho cuando me estiro a dejar el libro en su sitio; biblioteca sin criterio de orden, pienso… Idiosincrasia argentina. ¿Será por eso que me duele el pecho? “Algo postural”, me miento. Pero lo sé. No llego a los treinta, hermano. Y Lucía nos deja vía teléfono. De Madrid a Rosario, 12 horas de avión. Y un teléfono con característica +44 me dice que el futuro mejor ya está ahí, en Inglaterra. Y yo que pensé que ella me preguntaría qué tal había sido el vuelo. Siempre pienso en mí, antes que en nadie. Y sigo escribiendo, escribiendo, escribiendo en un bar de Bravo Murillo, en la tarde del Madrid post teatro; en la antesala de mi asfixia. Diez meses después de esa llamada. Pero ese gato me mira ahora, un par de días después de la llamada, todavía en el barrio santafesino que me cobija. Diez meses antes de este encuentro cercano del tipo ex que estoy esperando. Ese gato me juzga y se compadece. Ya saciado, se me aproxima. Yo me siento. Si tengo que desvanecerme y caer fulminado, quizás haga menos ruido estando sentado que de pie. Para morir, morir jodiendo lo menos posible. Es de madrugada, muy de madrugada y la luna casi no entra. No es normal que los animales se me acerquen. Pero este gato me mira en la oscuridad. No recuerdo nada más después de eso. Mi paranoia, mi hipocondría y mi recurrencia al drama me hicieron saberlo allí: me voy a infartar. El stress, la presión. Los pésimos hábitos. Aceptar el desinterés del otro para con uno. Tampoco recuerdo más nada porque esa noche terminé casi en su totalidad una botella de 750ml de White Horse. Caballito Blanco, para los amigos. Pensaba que con cada vaso las erecciones serían duraderas y algo de eso hubo. O simplemente la Mujer Recién Nombrada duerme ahora por el fiasco. Algo de eso hubo. Quiero irme y el puto gato como efigie me mira en la noche. Si te doy más comida me revienta el bobo en la sala de una casa peronista. No es muerte digna para un intelectual europeo. Y la muerte, que viste de negro y nunca de rosa, me dio una chance ese día. Me dijo hoy no. Pero a tus treinta años, en el barcito ese que te parece pintoresco por lo sucio y por los viejos y por los olores a croquetas fritas de aceite pre democrático, allí hijo de puta te vas a retorcer como nada, se te va a cerrar el pecho y la sangre rosa de la arteria se te va a juntar con el deseo y la inmadurez y la inseguridad y la soberbia pendejo pedante y la espuma de la boca no será blanca sino rosada y hasta los gatos de ojos negros se van a reír de ti en el Abasto, allá por la Rosario natal que no volverás a ver. Y bien que hacés. Las lágrimas no tienen color, casi no tienen entidad. Caerán sí, de unos pocos ojos que te lloren, pero no se van a notar. Se notan los ojos rojos, los cachetes húmedos, pero la lágrima como tal es una porquería. Mejor sería llorar negro, llorar verde o llorar piedras. Eso sí acompañaría al drama. Pero llorar invisible es  que la muerte se ría. Y así te van a llorar a vos, piscuí. En un suelo de bar castizo, con olor a pepito y Mahou, seco entre las servilletas usadas y los carozos de aceitunas. Los huesos, le dicen los españoles al corazón de la aceituna. Y eso tengo yo, un corazón calcificado que bombea astillas. En piso sucio, de tiques viejos y pegotes de Sol y Sombra. Poca dignidad esta arena de cuchitril. No te indulta nadie, pero igualmente nadie te cortará ese minirabo. Vas a morir solo, cagón, como se muere de verdad. Sin gatos pétreos ni suelos de madera viejos. Sin bibliotecas ajenas ni esperanzas. Y eso que le avisé a Lucía, antes de venir, que no sabía cómo sería un reencuentro. Cómo sería vernos después de diez meses y una llamada. Todavía estoy sensible por nosotros, por mis fracasos, por la reciente muerte de mi tío, el padre de mi hermano. Pero a ella eso parece no importarle, dice que es necesaria una charla, café mediante. Lo dice ahora, con aires británicos por su frío y su voz cortante. Por esa impostura del bajo gutural al hablar. Le digo que lo voy a intentar. Y tanto me gusta llamar la atención que ahí vengo yo, a infartarme mientras pasa por la puerta con cara asustada y de no entender nada. Ahí vengo a parpadear en cámara lenta mientas José llama al 112 y yo la veo entrar del revés, caminando por el suelo, ahora techo, de este Quevedo roñoso. Por hacerme el escritor y evitar el guionista, por creerme capaz de un reencuentro sin haber querido una separación. Por saber que este infarto escénico se corresponde con la literatura y no con la vida real. Y así la veo entrar, a paso cambiado entre las baldosas pegoteadas y vestida aún de negro. 

Máximo Huerta

Guionista, realizador audiovisual y dramaturgo, formado en cine y teatro en escuelas como London Film Academy, Raindance London, ECAM Madrid, Instituto del Cine Madrid, Obrador de Dramaturgia Sala Beckett BCN, y La Factoría del Guión. Aborda distintos lenguajes como la música y la literatura, experimentando dentro del cine y del espacio escénico teatral, lo que lo ha llevado a indagar universos varios desde la ficción más tradicional hasta la realización de piezas experimentales. Vive entre Argentina y España. 
En teatro ha estrenado “La Estuardo” como dramaturgo y dirigido las obras “Prometeo” e “Iteraciones”. Entre sus últimos trabajos como guionista y director se encuentran “Caravana. El amor se mueve” (Ficción, 15’) finalista en el Festival Málaga 4K, en el que fue nominado a Mejor Dirección; y “La Fessa”, documental ensayo sobre los conceptos de la película “La Grande Bellezza” de Paolo Sorrentino y su relación con la Italia actual, (Premiado por la Società Dante Alighieri en colaboración con el Festival de Locarno, 2018).

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