Algo empecé a notar hace unos meses, una molestia, cuando viajé a Argentina. Aquella vez, en la casa de la chica sin nombre, me agaché una madrugada para ponerle comida al gato y casi no me vuelvo a incorporar. Nunca más. Me agarré el pecho y me apoyé contra la encimera. O mesada. El silencio de la madrugada interrumpido por el CRUNCH de la comida del gato. De las masticadas apuradas. La sorpresa de que alguien le llene el plato a las 4 y 27 de la mañana, cuando nunca le pasó y dudo que le ocurra otra vez. Al menos de mi parte. No duermo y me gusta malcriar a los gatos. La chica sin nombre duerme tranquilamente. ¿Cómo pueden dormir tan tranquilamente las mujeres con o sin nombre conocido después de acostarse con un extraño? Yo quedo sorprendido, extasiado, cansado sí, pero más curioso. Me gusta ver las paredes y techos descascarados, las lucecitas tontas de los relojes despertadores, la punta de un vestido que queda atrapado entre las puertas de un armario. Verlas dormir, sentirlas respirar. Un poco de apnea, algún movimiento desacomplejado. Las mujeres duermen plácidamente después de acostarse con un desconocido. Yo no duermo nunca. Me pongo de pie, doy vueltas por la casa. Pienso en irme y me doy cuenta de que la puerta del pasillo de entrada tiene llave. No es problema porque veo las llaves sobre la mesa de la sala y pienso que puedo cerrar desde afuera y tirarlas por arriba ante la falta de buzón. Tarde o temprano las encontrará. Porque no voy a escribirle diciendo que hice eso. No voy a escribirle diciendo que hice eso ni nada. Otra vez el pecho, ese calor punzante que me trae de nuevo aquella casa desconocida y el gato y me borra los patéticos planes de fuga. Morirme recién eyaculado y alimentando un gato ajeno. Con insomnio y con el corazón roto porque Lucía busca un futuro mejor en Londres. Todo eso: el corazón. Eso que me duele ahí dentro. Camino por la sala, casa vieja para Rosario, casa recién nacida para Europa. Pero en Europa no tenemos estas dimensiones. Tiene una biblioteca pequeña pero sincera. Este tipo de biblioteca no está tan mal. Mucha filosofía y psicología y poca literatura. Tampoco me parece mal. Ojeo una antología de relatos de terror a lo largo de la historia argentina y en la primera página, un sello con su nombre completo y su matrícula. La chica sin nombre se me presenta ahora nombrada. Existe. Algo me pone contento y hace que me olvide por un instante del ardor de pecho. Miro la puerta abierta de la habitación y la veo boca abajo, apoyada entre sus brazos, con la espalda desnuda y hermosa. Respira profundamente, duerme ahora con nombre. Y su nombre es bonito e inesperado. No tiene la impronta de llamarse así. Siempre que me sucede esto, lo de dormir con mujeres sin nombre, pienso en dos cosas: quisiera nombrarlas para no tener que caer en el artífice e impropio, che o ey o tú o vos (dependiendo de qué lado del charco esté) … todos son de mal gusto. Y pienso también que quisiera nombrarlas, pero con el nombre que yo creo que deberían tener. No me interesa saber el nombre real. Generalmente es decepcionante. Como la yanqui esa de Barcelona, que me enteré dos días después porque me escribió una servilleta con su teléfono. Y me costó relacionar el nombre con la prosa y con la mamada que me hizo en una plaza atrás de los arbustos. Su nombre no fue de lo mejor. Me vuelve a doler el pecho cuando me estiro a dejar el libro en su sitio; biblioteca sin criterio de orden, pienso… Idiosincrasia argentina. ¿Será por eso que me duele el pecho? “Algo postural”, me miento. Pero lo sé. No llego a los treinta, hermano. Y Lucía nos deja vía teléfono. De Madrid a Rosario, 12 horas de avión. Y un teléfono con característica +44 me dice que el futuro mejor ya está ahí, en Inglaterra. Y yo que pensé que ella me preguntaría qué tal había sido el vuelo. Siempre pienso en mí, antes que en nadie. Y sigo escribiendo, escribiendo, escribiendo en un bar de Bravo Murillo, en la tarde del Madrid post teatro; en la antesala de mi asfixia. Diez meses después de esa llamada. Pero ese gato me mira ahora, un par de días después de la llamada, todavía en el barrio santafesino que me cobija. Diez meses antes de este encuentro cercano del tipo ex que estoy esperando. Ese gato me juzga y se compadece. Ya saciado, se me aproxima. Yo me siento. Si tengo que desvanecerme y caer fulminado, quizás haga menos ruido estando sentado que de pie. Para morir, morir jodiendo lo menos posible. Es de madrugada, muy de madrugada y la luna casi no entra. No es normal que los animales se me acerquen. Pero este gato me mira en la oscuridad. No recuerdo nada más después de eso. Mi paranoia, mi hipocondría y mi recurrencia al drama me hicieron saberlo allí: me voy a infartar. El stress, la presión. Los pésimos hábitos. Aceptar el desinterés del otro para con uno. Tampoco recuerdo más nada porque esa noche terminé casi en su totalidad una botella de 750ml de White Horse. Caballito Blanco, para los amigos. Pensaba que con cada vaso las erecciones serían duraderas y algo de eso hubo. O simplemente la Mujer Recién Nombrada duerme ahora por el fiasco. Algo de eso hubo. Quiero irme y el puto gato como efigie me mira en la noche. Si te doy más comida me revienta el bobo en la sala de una casa peronista. No es muerte digna para un intelectual europeo. Y la muerte, que viste de negro y nunca de rosa, me dio una chance ese día. Me dijo hoy no. Pero a tus treinta años, en el barcito ese que te parece pintoresco por lo sucio y por los viejos y por los olores a croquetas fritas de aceite pre democrático, allí hijo de puta te vas a retorcer como nada, se te va a cerrar el pecho y la sangre rosa de la arteria se te va a juntar con el deseo y la inmadurez y la inseguridad y la soberbia pendejo pedante y la espuma de la boca no será blanca sino rosada y hasta los gatos de ojos negros se van a reír de ti en el Abasto, allá por la Rosario natal que no volverás a ver. Y bien que hacés. Las lágrimas no tienen color, casi no tienen entidad. Caerán sí, de unos pocos ojos que te lloren, pero no se van a notar. Se notan los ojos rojos, los cachetes húmedos, pero la lágrima como tal es una porquería. Mejor sería llorar negro, llorar verde o llorar piedras. Eso sí acompañaría al drama. Pero llorar invisible es que la muerte se ría. Y así te van a llorar a vos, piscuí. En un suelo de bar castizo, con olor a pepito y Mahou, seco entre las servilletas usadas y los carozos de aceitunas. Los huesos, le dicen los españoles al corazón de la aceituna. Y eso tengo yo, un corazón calcificado que bombea astillas. En piso sucio, de tiques viejos y pegotes de Sol y Sombra. Poca dignidad esta arena de cuchitril. No te indulta nadie, pero igualmente nadie te cortará ese minirabo. Vas a morir solo, cagón, como se muere de verdad. Sin gatos pétreos ni suelos de madera viejos. Sin bibliotecas ajenas ni esperanzas. Y eso que le avisé a Lucía, antes de venir, que no sabía cómo sería un reencuentro. Cómo sería vernos después de diez meses y una llamada. Todavía estoy sensible por nosotros, por mis fracasos, por la reciente muerte de mi tío, el padre de mi hermano. Pero a ella eso parece no importarle, dice que es necesaria una charla, café mediante. Lo dice ahora, con aires británicos por su frío y su voz cortante. Por esa impostura del bajo gutural al hablar. Le digo que lo voy a intentar. Y tanto me gusta llamar la atención que ahí vengo yo, a infartarme mientras pasa por la puerta con cara asustada y de no entender nada. Ahí vengo a parpadear en cámara lenta mientas José llama al 112 y yo la veo entrar del revés, caminando por el suelo, ahora techo, de este Quevedo roñoso. Por hacerme el escritor y evitar el guionista, por creerme capaz de un reencuentro sin haber querido una separación. Por saber que este infarto escénico se corresponde con la literatura y no con la vida real. Y así la veo entrar, a paso cambiado entre las baldosas pegoteadas y vestida aún de negro.