El legado de Salamone pareciera hablar de aventuras por emprender. Como si hubiese llegado para los pueblos de la Argentina mediterránea el tiempo de soltar amarras, desplegar velamen y seguir las corrientes del desarrollo moderno. Todo esto, con el reloj, la cuchilla y el cristocruz como puntas de lanza de la odisea bonaerense.
Tomé nota de Francisco Salamone en el mismo momento en que supe de la existencia del actor, Esteban Lamothe: ambos se me aparecieron en Historias extraordinarias, la película con que el cineasta argentino, Mariano Llinás iniciaba su década ganada. Pero mientras la presencia espigada y silenciosa de Lamothe alcanzaba no más que a engalanar el reparto de una película coral, la presencia de Salamone, igualmente espigada y silenciosa, se llevaba el protagónico.
Extraordinaria historia, la de Salamone. Nacido en el sur de Italia en torno al 1900, emigra junto a su padre, para vivir su adolescencia en la ciudad de Buenos Aires. La formación técnica que le brinda el colegio Otto Krause y la experiencia como asistente de obra de su padre en La Plata lo preparan para emprender estudios de ingeniería y arquitectura en Córdoba. Hasta aquí, la vida ordinaria. Pero llega la segunda mitad de la década de 1930 y Salamone es contratado por el gobernador bonaerense para realizar obras públicas en diversos municipios y delegaciones locales.
En poco más de 4 años diseña, dirige y finaliza unas 60 obras. A resultas de este lustro de construcción febril, quedan implantados en la superficie provincial una serie de edificios públicos de una monumentalidad hasta entonces desconocida y empardada nunca después. A la caza de esa manada inmóvil salimos durante los días de guardar que nos dio la semana santa. Hicimos las cuentas y repartimos: en 4 días visitamos unos 10 pueblos y avistamos un total de 23 obras.
El ejercicio de conjunto bien puede describirse como uno de esos juegos de ilusiones ópticas. Es que, durante kilómetros y kilómetros, uno acostumbra la vista a registrar no más que líneas horizontales: el gris asfalto de la ruta, el ocre del girasol cosechado, el verde Monsanto del maíz sembrado y el celeste mariano del cielo que descarga su peso sobre la línea aplastada del horizonte. Los vehículos también son como unas rayas tendidas en la ruta, hechas en su gran mayoría de largos camiones con acoplado. Hasta los animales son como unas líneas pinceladas, hechas de perros y armadillos aplastados contra el asfalto.
Y no va que, después de horas de estar sometidos a ese régimen implacable de lo horizontal, uno se topa con la primera obra de Salamone: en nuestro caso, con un enorme ángel exterminador, escoltado por la inscripción “RIP” que, a sus espaldas, oficia de muralla contenedora del cementerio de Azul.
La irrupción de esas líneas verticales genera un efecto visual inesperado y tremendo. Cierto que ya habíamos visto las imágenes de ese cementerio y estábamos informados ya del escándalo de sus proporciones. Pero toda esta previsión no alcanzó a conjurar la sorpresa de ver el despropósito de esas verticales macizas, clavadas en el horizonte de la planicie bonaerense.
Cementerio de Laprida
Palacio Municipal de Guaminí
Matadero de Pringles
Durante cuatro días repetimos el ejercicio de alternar ruta y monumento, pero la cosa no perdió su efecto. Es que la vista no se acostumbra a los bruscos cambios de régimen, de horizontal a vertical. Los cementerios de Laprida y Saldungaray, los palacios municipales de Tornquist y Guaminí, los mataderos de Pringles y Epecuén: artefactos tremendos, como gigantes durmiendo a la intemperie en ese desierto verde que llamamos pampa.
Si primero fue la sorpresa admirada ante la eficacia aurática de tremendos monumentos, lo segundo en llamarnos la atención fue la contrasupina indiferencia que estos héroes de hormigón generaban en su medio. Edificios pobremente mantenidos, si no completamente abandonados, concitaban en el mejor de los casos la atención de las palomas, acomodadas en los pliegues art decó de los balcones, o de cotorras, anidadas en las axilas más elevadas de las torres.
La gente del lugar no parecía interesada en pasar su tiempo al amparo de estas obras, que descansaban solas en el fondo de explanadas vacías. Allí donde coincidimos con algún piberío, en la plaza municipal de Azul o Carhué, llegamos a notar que nuestro interés por la arquitectura local les generaba más sorna que orgullo. Nuestra afición salamónica: una continuación del pajueranismo por otros medios.
Muchas veces nos preguntamos dónde estaba todo el mundo. Nuestra imaginación capitalina nos traía de inmediato las escenas bucólicas de las largas siestas que anestesian los días siempre iguales de esos pueblos. A poco de andar, sin embargo, debimos compaginar nuestros prejuicios porteños con la evidencia de un nuevo cosmopolitismo bonaerense, hecho de almacenes gourmet, cocinas de autor y jugueterías indies. Vidrieras pobladas con sales del Himalaya, puzzles de giro didáctico o libros de Michelle Obama nos hablaban de prosperidad sojera y emulación cosmopolita.
Los imaginamos durmiendo la siesta: más probable es que estuvieran jugando al Fortnite o viendo el último capítulo de Falcon y el Winter Soldier.
Indiferentes pasan sus días las obras de Salamone, que en su mayoría cementerios, mataderos y municipios. Hay quienes dicen que, con el realce de estas tres instituciones locales, se apuntaba a estimular la población de esos parajes medianos. Si los palacios municipales prometían combinar el esplendor de lo público con la eficiencia del gobierno, los mataderos anticipaban la salida industrialista de la crisis del 1930, favorecida por la reciente mecanización de la matanza y la faena. Y, al final de la jornada, los cementerios garantizaban un lugar en el mundo donde recordar a quienes hubieran ya agotado sus días. El gobierno, el trabajo y el linaje, fijados en el territorio por sendas edificaciones: la del reloj, la del cuchillo y la de la cruz.
Nunca falta quien reconoce en estos edificios olvidados la leyenda negra del gobernador Manuel Fresco. Estupor sobreactuado, el de quienes intentan insuflar el fantasma de este fascismo de bajo presupuesto.
Lo cierto es que, espigados y silenciosos en medio de la nada, estos edificios parecen emular mascarones de proa. Alberti, Pringles o Laprida resultarían entonces algunos de los nombres de otras tantas embarcaciones, flotando en ese mar de pasto que es la pampa. De ser así, más que de pagos en que arraigarse, el legado de Salamone pareciera hablar de aventuras por emprender. Como si hubiese llegado para los pueblos de la Argentina mediterránea el tiempo de soltar amarras, desplegar velamen y seguir las corrientes del desarrollo moderno. Todo esto, con el reloj, la cuchilla y el cristocruz como puntas de lanza de la odisea bonaerense.