CARGANDO

Buscar

Animales paternos

Compartir

SEGUNDO PREMIO

Por Juan Revol

Foto de Elliot Erwin

—No quiero ir —dijo el chico—. Prefiero acompañarla a la mami la próxima vez que vaya.

—No te estoy preguntando —dijo el hombre flaco. Una sucesión de imágenes aturdió sus pensamientos: el chico conversando con las mujeres, el chico moviendo las manos, el chico saltando por la peluquería con una toalla en la cabeza—. Te espero afuera.

El hombre flaco salió de la casa. A un lado de la entrada, una silla de plástico sostenía algunas herramientas. Apartó el balde con la llana, las espátulas y la masa, apoyó la pata rota de la silla contra la pared. Se sentó, tiró el peso hacia atrás. Con el filo de las uñas, escarbó el espacio entre los incisivos centrales: una hebra de carne seguía atorada desde el mediodía. Intentó sacarla por unos minutos, desistió.

El verano perfumaba los yuyos y las chapas. Una radio vieja decoraba el silencio del barrio. El hombre flaco tomó aire, prendió el último cigarrillo. Fumó en silencio.

—Flecha —saludó una mujer de rulos. Cargaba un bebé en cada brazo.

—¿Qué hacés, Claudia? ¿Cómo andan esos?

—Bien. Se asustaron, pero ya está.

—¿Qué pasó?

—Había una víbora a la mañana.

—No.

—Sí. Enorme era. Salieron con la lluvia. Los perros la vieron, ya la maté.

El hombre flaco estaba a algunas pitadas de terminar el cigarrillo cuando la silla se venció.

—Silla de mierda —dijo, y se levantó del suelo.

Los adultos se rieron y uno de los bebés lloró. La mujer bajó el cuello de su remera hasta la base del corpiño, sujetó al nene de la nuca y le dio la teta. La puerta de la casa se abrió. El chico salió con la cara limpia y el pelo húmedo. El hombre flaco olisqueó la colonia de mujer y resopló.

—Hola, Claudia —dijo el chico.

—Eduardito —dijo la mujer—. Qué arreglado.

—Gracias.

—Vamos —dijo el hombre flaco.

*

—Puedo sacar las proteínas de otras comidas —dijo la chica—. Huevos, porotos, lentejas.

—Hija, por favor. ¿Desde cuándo comés esas cosas? —preguntó el hombre de anteojos. Entrecerró los ojos, buscó el punto donde la ruta mordía el horizonte. La resolana encandilaba.

—Desde ahora —dijo la chica.

El hombre de anteojos pasó sobre un pozo, el auto saltó. El nene que dormía y babeaba en la silla de plástico del asiento de atrás se golpeó la cabeza contra el respaldo. Lloró.

—Sol de mierda —dijo el hombre de anteojos—. No pasa nada, Luqui. No llores, no pasa nada.

—¿Por qué no te ponés los lentes de sol? —dijo la chica. Abrió la guantera, hurgó entre los papeles del auto. Sacó un sobre con un rótulo: “Lucas Godoy”—. ¿Qué es esto?

El hombre de anteojos miró el sobre. En la guantera, debajo del folio plastificado donde guardaba las cédulas azules, alcanzó a distinguir la esquina de una caja de preservativos.

—Es el informe de la psicóloga —dijo, y cerró la guantera—. No desordenes los papeles, me dejé los lentes de sol en casa.

El hombre de anteojos levantó la vista hacia el espejo retrovisor. El nene ya no lloraba. Se frotaba los ojos, miraba por la ventana, tocaba con las dos manos el picaporte de plástico. Intentó abrir la puerta, el seguro para niños lo retuvo en su lugar.

—Ya casi llegamos —dijo el hombre de anteojos.

—¿Estás contento, Luqui? —preguntó la chica.

—Sí.

—¿Vas a jugar mucho con el perrito?

—Sí.

El hombre de anteojos pasó sobre otro bache, el auto volvió a saltar.

—Ruta de mierda.

La chica abrió su mochila.

—Tomá —dijo, y le alcanzó unos anteojos de marco rosa flúor y lentes oscuros—. Ponételos encima de los tuyos.

*

—Flecha —gritó un borracho.

—¿Ya largaste, Luisito? —le contestó el hombre flaco.

El borracho se rió. Cerró una mano sobre el cartón de vino, tomó un trago largo. El hombre flaco miró al chico.

—Caminá bien —le dijo. El chico metió la cintura, enderezó la espalda. El hombre flaco evaluó el balanceo—. ¿Tan difícil es?

Cruzaron las calles de tierra esquivando charcos y personas hasta llegar a un altar con botellas de agua al costado de la ruta. Tres sapos aplastados salpicaban el asfalto, el sol fundía la ropa contra la piel. El hombre flaco olfateó el aire: la colonia de mujer se diluía entre los cauces de la transpiración.

Se sacó la musculosa, miró al chico. Tenía las mangas subidas hasta los hombros y se abanicaba el estómago con la remera. El hombre flaco vio el movimiento de las manos. Resopló.

—Sacatelá.

—No quiero —dijo el chico.

—No te estoy preguntando.

*

—Los animales también son personas, pueden sufrir —dijo la chica—. No hay que matarlos, no hace falta.

El hombre de anteojos se acomodó los lentes de sol rosa encima de los suyos. Al costado de la ruta, un maniquí anunciaba la proximidad de un puesto de salames. Intentó cambiar de tema.

—Miren —dijo, y señaló a la mujer de plástico desnuda. Tenía una peluca rubia y los brazos abiertos. Varias tiras de salame colgaban de su cuello y de los pliegues de sus codos. A los pies del maniquí, un pizarrón pequeño tenía escrita la leyenda: “A 200 metros… pruebe sin compromiso”.

El nene miró la muñeca y se rió. La chica siguió con sus ideas.

—O sea, si podemos sacar las proteínas de otro lado, ¿por qué los matamos?

El hombre de anteojos miró el puesto rutero mientras construía su argumento. Antes de dejarlo atrás, distinguió al vendedor gordo y cansado sentado detrás de los frascos de conserva que abarrotaban el mostrador.

—¿Llega el fresco hasta allá, Luqui? —dijo, y bajó la temperatura del aire acondicionado. El nene no respondió. La chica se subió el cierre de la campera—. Hay varios problemas con lo que decís, hija. ¿Vos sabés cómo funciona la economía?

—¿Y eso qué tiene que ver? —dijo la chica.

—Tiene todo que ver. Si no sabés cómo funciona, ¿cómo podés opinar?

—No hace falta ser especialista en todo para opinar sobre algo. Además, ¿por qué le dieron la inyección a la Carol?

El hombre de anteojos resopló.

—Ya te expliqué. Estaba sufriendo.

—¿Ves que tengo razón? Si un perro puede sufrir, ¿por qué no va a sufrir una vaca? No es justo que las maten.

El hombre de anteojos imaginó secuencias: la chica negándose a comer, el nene imitándola, la madre cada vez más acorazada en su enojo silencioso. Desde el espejo retrovisor, revisó al nene: seguía despierto, miraba el campo tranquilo. Parecía no escuchar lo que decía la chica.

—Es distinto, hija —dijo.

—¿Por qué?

—Porque las vacas, como todos los animales que comemos, son criadas en corrales desde que nacen. Viven sabiendo que en algún momento se las van a llevar. Lo tienen interiorizado, ya es parte de su naturaleza.

—Peor todavía —dijo la chica—, pasan la vida esperando que las maten.

—Tampoco exageres. A las vacas se les da comida gratis durante toda la vida. Y, a cambio, cuando están viejas, ellas nos dan comida a nosotros.

—Eso está mal. Ellas no eligen eso, no tienen la opción de elegir. La gente no entiende que sufren. Algún día, el mundo va a entender que hacemos con los animales lo mismo que los nazis hacían con los judíos.

*

Después de cruzar la ruta, el hombre flaco y el chico caminaron hasta una casa de ladrillos con el revoque sin terminar. En el camino, el hombre llegó a ver dos pieles de víbora entre el pasto, secas como preservativos usados y calcinados al sol. Se pararon frente a la puerta de chapa y el hombre flaco aplaudió. Algunos perros ladraron. El hombre miró al chico: el torso plano y cobrizo, sin pelos.

—¿Qué tenés ahí? —dijo, y señaló una mancha a la izquierda del ombligo.

—Nada —dijo el chico, y se tapó la cintura.

—Sacá la mano.

El hombre flaco encogió los ojos y enfocó la vista sobre la mancha. Distinguió el dibujo de una flor.

—Con alcohol sale —dijo el chico.

—¿Cuándo te hiciste eso?

—En el cole. Me lo dibujó una amiga.

—Ponete la remera.

La puerta se abrió cuando el chico terminaba de vestirse. Dos perros minúsculos saltaron sobre el hombre flaco. Un hombre con la cara desdentada salió detrás. Apartó a los perros con una mano llena de tatuajes.

—Salgan de acá —dijo, y los hombres se saludaron—. ¿Este es tu hijo?

—Sí.

—Qué grande que está. ¿Cuántos años tenés, campeón?

—Doce —dijo el chico.

—Enorme. ¿Se van a cortar los dos?

*

—¿Te das cuenta de lo que hacés? —dijo el hombre de anteojos—. No la escuches a tu hermana.

—¿Todas se van a morir? —preguntó el nene atragantado por el llanto. Metía las manos en el picaporte de la puerta, golpeaba la ventana y señalaba a cada una de las vacas dispersas por la pastura.

—Quedate quieto, vas a romper la silla —le dijo el hombre de anteojos. El nene siguió golpeando el auto con los puños—. Calmate, así no nos van a dar el perrito.

La mención del perro previno la erupción del volcán de cuatro años, pero la chica insistió.

—Sí —dijo—, van a matarlas a todas. ¿Ves ese ternerito? Van a matar a su mamá, después van a matarlo a él. Es un crimen, los humanos son todos criminales

—Basta —gritó el hombre de anteojos. El nene dejó de llorar. La chica se cruzó de brazos y abandonó la vista en el campo, lejos del auto, el hombre de anteojos y el nene—. Dejá de llenarle la cabeza a tu hermano. Cuando volvamos, vamos a tener una charla.

Un silencio pesado se incubó en el auto. El hombre de anteojos prendió la radio. En las noticias, un locutor hablaba de un hombre que mató a su esposa.

—Qué hijo de puta —dijo, y señaló la radio—. Esto es un crimen: matar a alguien. A los tipos así hay que matarlos.

La chica siguió mirando el campo en silencio. A la derecha, el hombre de anteojos encontró el tramo de tierra que se abría de la ruta y llevaba a la quinta del criador de caniches. Giró el volante, tomó el camino. Bajó solo a abrir la tranquera.

*

—Que sea bien corto —dijo el hombre flaco.

El hombre sin dientes tocó los mechones negros del chico.

—¿Con máquina? —preguntó.

—No —dijo el chico.

—Sí —dijo el hombre flaco.

—Qué pesado tu viejo. Te paso la máquina a los costados y arriba te saco con tijera, ¿querés? Va a quedar bien.

El chico asintió. El hombre flaco entró a la casa para mirarse en el espejo. Recorrió con las manos la cabeza recién rapada, se mostró los dientes. Hurgó el espacio entre los incisivos con la uña del pulgar derecho.

Escuchó un grito, reconoció la voz aguda del chico. Los perros ladraron, volvió a salir al patio.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Por qué gritás así?

—Hay una víbora.

—No pasa nada —dijo el hombre sin dientes—. Flecha, pasame esa pala.

El hombre flaco buscó una pala de punta redonda apoyada en la pared trasera de la casa. Sujetó con las dos manos el mango y apuntó con el filo de acero hacia la tierra. Escrutó el césped seco, percibió el movimiento secreto de bichos, sapos y ratones. Antes de pasarle la pala al hombre sin dientes, vio una sombra reptando alrededor del banco donde estaba el chico.

—No te muevas —dijo.

—No la mates, papá.

—Quedate quieto, carajo.

El chico bajó de la silla y quiso ahuyentar a la serpiente con los pies. Mientras pisoteaba la tierra del patio, el hombre flaco vio a la víbora alejarse y acercarse, formar curvas abiertas y cerradas con el cuerpo. La lengua bífida asomaba en intervalos cada vez más cortos, el hombre flaco disparó varios palazos contra el suelo.

—No la mates —dijo el chico.

—Ahí está, Flecha —dijo el hombre sin dientes.

El hombre flaco apuntó la pala para decapitarla, pero su hijo lo empujó. La víbora se desorientó, rozó un tobillo. Mordió la carne.

*

—Es hermoso —dijo la chica, y acarició al caniche blanco detrás de las orejas—, es muy chiquito.

—Dame el perrito —dijo el nene desde su silla.

—Prestáselo a tu hermano —dijo el hombre de anteojos, y terminó su cigarrillo. Bajó la ventana, tiró la colilla a la ruta—. ¿Cómo se va a llamar?

La chica se dio vuelta en su asiento y le pasó el cachorro al nene.

—Todavía no sé —dijo—. Con cuidado, Luqui. El perrito es bebé.

El nene recibió el perro, era tan liviano que pudo levantarlo con las manos. Lo apretó con fuerzas contra su cara. El hombre de anteojos miró el espejo retrovisor.

—Despacio con el perrito —dijo—. No lo aprietes tanto.

El nene lo soltó y el caniche vomitó.

—Papi, el perrito vomitó —dijo la chica.

—Lucas, te dije que no lo apretaras —dijo el hombre de anteojos.

Estacionó el auto en la banquina, frente a un campo de soja, y bajaron. El perro saltó afuera. La chica cambió al nene y el hombre de anteojos limpió el charco de vómito con tres pañuelos descartables. Para airear ese lado del asiento, soltó el cinturón de seguridad que sujetaba a la silla de plástico y la ubicó del otro lado. La aseguró con el cinturón izquierdo y llamó a la chica y al nene.

—¿Vamos? —preguntó.

—El perrito tiene algo en la boca —dijo la chica.

El hombre de anteojos levantó al caniche a la altura de sus ojos. Un pichón húmedo colgaba de su hocico.

—No —dijo el nene, las lágrimas apenas contenidas por el dique de los párpados—, se lo va a comer.

El hombre de anteojos sujetó el rabo. Separó las hileras de dientes minúsculos encimados sobre las pocas plumas del cuerpo. El nene se tiró al suelo, lloró y pataleó.

—Calmá a tu hermano —dijo el hombre de anteojos.

—Tranquilo, Luqui —dijo la chica, y estiró un brazo para acariciarle la espalda.

El nene sujetó el brazo de su hermana y lo mordió. La chica gritó. Levantó la manga: dos hilos finos de sangre corrían hacia su muñeca.

El llanto y los gritos calentaron los tímpanos del hombre de anteojos. Invirtió toda su pericia en liberar al pájaro con vida: levantó la piel del rabo que colgaba sobre la mordida, enterró los dedos entre los dientes y abrió la boca del perro. Contra la garganta, uno de los ojos temblorosos del pichón lo miraba. Cuando estaba por sacar el bulto por las alas, la mordida volvió a cerrarse. Los dientes del cachorro atravesaron la carne, el hombre de anteojos tiró hacia atrás y se quedó solo con una mitad del cuerpo del pájaro. El perro tragó la otra.

El hombre de anteojos dejó el amasijo de carne mordisqueada a un costado, los dedos de las patas apuntando al cielo. El nene se agachó ante el fragmento de pájaro muerto, le habló. El perro se hizo a un lado y vomitó otra vez.

*

El hombre sin dientes intentaba parar algún auto, el chico transpiraba y se dormía en los brazos del hombre flaco. Una toalla húmeda le envolvía la cabeza. La fiebre no dejaba de subir.

Cada vez que lograba abrir los ojos, el chico veía lo mismo: la ruta vacía, el cielo anaranjado del atardecer, el tobillo rojo y deforme. Los dedos del pie se perdían, cerraban el cuerpo como un repulgue mal hecho. El chico sintió el calor y el olor de la piel de su papá. Quiso juntar fuerzas para levantar un brazo y enrollar bien la toalla, o para mover los labios y pedir agua. El veneno lo mantuvo quieto y en silencio.

*

—¿Estás dormida? —preguntó el hombre de anteojos.

La chica no respondió. Sobre sus piernas, el cachorro se paraba en dos patas y apoyaba las delanteras contra el vidrio de la ventana. La mordida del nene en el brazo de la chica evolucionaba a moretón oscuro. El hombre de anteojos sujetó al perro con una mano y lo dejó en el asiento trasero.

Oscureció rápido. El hombre de anteojos calculó que en una hora a más tardar llegarían a su casa. Miró el espejo retrovisor: el nene dormía en su silla, el perro se apoltronaba contra los bordes de plástico.

Entraron a una parte de la ruta sin iluminación. El hombre de anteojos se cansó, subió el volumen de la radio. Cuando los pensamientos de la vigilia empezaban a deshilacharse en asociaciones raras, algo lo arrancó de la ensoñación: un aullido bajo, una puerta del auto que se abría. La alarma del tablero, avisando que la puerta trasera izquierda estaba mal cerrada.

El hombre de anteojos abrió los ojos de par en par y los clavó en el espejo retrovisor. El nene abría la puerta sin seguro y el viento en contra la cerraba. El perro no estaba en el asiento de atrás.

—No toques la puerta —gritó el hombre de anteojos—. ¿Dónde está el perro?

La chica se despertó.

—¿Qué pasa?

—Lucas, ¿dónde está el perro? —repitió el padre.

El nene impostó una cara de enojo.

—Lo tiré —dijo—. Era malo, mató al pajarito.

—¿Qué? —gritó la chica—. Papá, pará el auto.

El hombre de anteojos encendió las balizas. Antes de estacionar del todo, la chica abrió la puerta y saltó a buscar al perro con la linterna de su celular.

Más allá de las balizas, la oscuridad era sólida como el grito de las chicharras. El hombre de anteojos bajó y prendió la linterna de su teléfono. Caminó de un lado a otro, iluminó el cultivo al costado de la ruta. La soja brilló fría bajo la luz. Buscó un rastro entre las plantas: hojas pisadas, pelos blancos, sangre.

Su hija corría y gritaba, su hijo lloraba en el auto. Las chicharras sonaban como máquinas defectuosas.

—Cuidado con los autos —le gritó a la chica.

Alumbró a su derecha y dos hombres emergieron de la noche. Uno era muy flaco y llevaba un chico entre los brazos. Un auto que venía de frente terminó de revelarlos.

—Metete al auto, hija —dijo el hombre de anteojos.

Retrocedió unos pasos y los hombres corrieron. El que no llevaba al chico lo alcanzó y lo tomó del hombro.

—¿Ese auto es suyo? —preguntó.

El hombre de anteojos vio los nudillos tatuados cerrados sobre su omóplato, las encías hinchadas y vacías.

—¿Sí? —dijo al hombre sin dientes. Creyó escuchar un perro sumergido entre las chicharras.

El hombre flaco los alcanzó. Una pierna del chico que cargaba parecía mal dibujada.

—Papá, ¿lo escuchaste? —. La chica apareció a sus espaldas—. Está por allá.

—Quiero a mi mamá —gritó el nene desde el auto—, quiero a mi mamá.

El hombre de anteojos volvió a escuchar al perro.

—Vamos —dijo el hombre flaco, el chico temblando contra su pecho—, está sufriendo.

Trotó con el chico hasta la puerta trasera izquierda. Forcejeó con el picaporte.

—Tiene puesto el seguro —gritó el hombre de anteojos. Corrió hasta el auto, abrió la puerta del conductor y lo desactivó desde el tablero.

El hombre flaco acomodó a su hijo en el asiento de atrás. El nene se quedó quieto y dejó de llorar. La chica subió al auto, el hombre de anteojos tanteó la llave clavada a un costado del volante.

—¿Y el perrito? —preguntó la chica. Un llanto de ladridos desgarró el fondo de las chicharras.

El hombre de anteojos puso el motor en marcha, buscó al cachorro en la noche desde el espejo retrovisor. Los cuerpos enredados en el asiento de atrás le taparon la vista.

Juan Revol
 

(Córdoba, 1993) es licenciado en Letras Modernas por la Universidad Nacional de Córdoba. Publicó la novela Cuásar (Borde Perdido, 2014) y los libros de poemas Shinigami (A.t.e.o., 2013) y La tarde de los profetas (Nudista, 2018). Obtuvo una mención de honor en el Premio de Literatura “Luis José de Tejeda” por el libro de cuentos La Guerra de los Pozos (2015) y el primer premio del IX Concurso Nacional de Poesía “Taller Latinoamericano de Poesía” de la Fundación Neruda (2019) por la antología de poemas Parentesco.

Artículo previo
Próximo artículo