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Annie Ernaux: Premio Nobel de Literatura 2022

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La mujer helada (fragmento)

«Vale, hasta la hora de comer, adiós, hasta la noche. La soledad, no la de los dieciocho años, en la ventana del cuarto de baño, a las diez de la noche, ni la de la habitación de hotel de la que él acababa de salir, en Italia o Ruán. Una soledad de habitacio­nes vacías en compañía de una criatura que aún no habla, con un montón de tareas minúsculas y dispersas como único obje­tivo. No me acostumbraba. Como si de golpe me hubiesen puesto contra las cuerdas. Para él: el frío de la calle, el olor de las tiendas recién abiertas, llegar a la oficina, difícil arrancar, aunque se alegre después de haber acabado un informe. Celo­sa, sí: por qué no. La inquietud ante la dificultad, el placer de vencerla, también a mí me gustan. En aquel interior conforta­ble, menudas dificultades, vaya triunfos, no estropear la mayo­nesa o hacer reír al Renacuajo cuando lloraba. Empecé a vivir en otro tiempo. Se acabaron las horas suspendidas, blandas y suaves en las terrazas de los cafés, el Montaigne en octubre. Las horas olvidadas acosando un libro hasta su último capítulo, las conversaciones con amigos. Muerto para mí el ritmo de la infancia y de los años de antes, con momentos plenos y tensos en el trabajo; muertos la cabeza y el cuerpo de repente flotan­tes, abiertos, el descanso. Pero no para él. A la hora de comer, por la noche, el sábado y el domingo, él encuentra un hueco para el relax, lee Le Monde, escucha discos, verifica el talonario, incluso se aburre. El recreo. Yo sólo conocí un tiempo unifor­memente repleto de ocupaciones heteróclitas. Clasificar la ropa para la lavandería, un botón que coser en la camisa, cita con el pediatra, no queda azúcar. El inventario, eso que jamás ha emocionado ni hecho reír a nadie. Sísifo subiendo su roca una y otra vez, qué bella imagen, un hombre en una montaña que se recorta contra el cielo; una mujer en la cocina vertien­do trescientas sesenta y cinco veces al año aceite en una sartén, ni bello ni absurdo, simplemente la vida, querida. Lo que pasa es que no te sabes organizar. Organizar, magnífico verbo para uso de mujeres. Todas las revistas rebosan de consejos, ganad tiempo, haced esto y lo otro, como mi suegra (yo en tu lugar, lo haría de este modo para ir más rápido), en fin cosas todas para liquidar el mayor número de tareas posible en el menor tiem­po posible y sin dolor ni bajón, porque eso molestaría a los de alrededor. Yo también creí en la lista de la compra, en las reser­vas en la despensa, en el conejo congelado para las visitas ines­peradas, en la vinagreta lista en la nevera, en los boles ya dis­puestos desde la noche anterior para el desayuno del día siguiente. Un sistema que devora el presente sin cesar, adelan­tarse constantemente, como en la escuela, pero sin que se alcance a ver el objetivo de todo ello. Mi dogma era más bien la velocidad. Nada de leves danzas, de pasar el trapo con cari­ño o tomates cortados en forma de flor. Marcha de tanque para las faenas: todo a galope tendido para que quedara una hora libre al final de la mañana, vana ilusión a menudo, en todo caso para llegar al gran agujero del día, al tiempo perso­nal finalmente recobrado, aunque siempre amenazado: la sies­ta de mi hijo.

Durante dos años, en la flor de la edad, toda la libertad de mi vida de entonces se resume en el suspense del sueño de un niño por la tarde. Primero estar pendiente, luego la respira­ción regular, el silencio. ¿Duerme?, ¿por qué no duerme hoy?, la irritabilidad. Ya está, por fin, el sobresalto de un tiempo frá­gil envenenado por el temor de un despertar prematuro, un claxon de coche, el timbre, una conversación en la escalera, quisiera envolver en algodón el universo alrededor de la cama.

Dos horas para abalanzarme a preparar las oposiciones. Gritos, rodar de cubos, el ruidito del osito y cada vez la impresión de estar acorralada. ¡Qué guapo es este bebé que se acaba de des­pertar, tan fresco, tan feliz de estar vivo! También yo subía la persiana con petulancia, modulaba la voz, hemos dormido la mar de bien, venga, un pipí e iremos a pasear juntos al parque, echaremos pan a los cisnes, yo hacía crecer la alegría materna a fuerza de risas, canciones y cosquillas al Renacuajo. Lejos de mí el deseo indigno de dejarlo en su parque y ponerme tapo­nes en los oídos para seguir trabajando. Ante todo debo ser una buena madre, precipitarme hacia la habitación del Rena­cuajo en cuanto abre un ojo, verificar escrupulosamente el pañal, olisquearlo, preparar la salida en cochecito, pero con suavidad, el ritmo del niño es lo primero. Pero quién me lo habría mandado. Los críos llenos de mocos de mi infancia, de olor agridulce, que crecían solos bajo la mirada tan poco edu­cativa de una vecina cansada o un abuelo gagá, ¡menudo ejem­plo! Sus madres eran pobres y no sabían nada de puericultura. Yo, en cambio, vivo en un bonito apartamento, con bañera hinchable, pesa bebés y pomada para el culito, no es lo mismo, y la maldición del psicoanálisis «todo se decide antes de los tres años», me la sé de memoria. Pende sobre mi cabeza las veinticuatro horas del día, y sólo sobre mí, porque llevo la carga completa del crío. Y he leído la Biblia de las madres modernas, organizadas e higiénicas, que limpian su casita mientras su marido está en la «oficina» jamás en la fábrica, se llamaba J’éleve mon enfant, crío a mi hijo, yo, la madre, claro. Más de cuatrocientas páginas, cien mil ejemplares vendidos, todo sobre el oficio de «mamá», él me trajo esa guía un día, poco después de nuestra llegada a Annecy, un regalo. Una voz autorizada, la de la señora del libro: cómo tomar la temperatu­ra, cómo bañar al niño, y a la vez un murmullo constante, como una cantinela, «papá es el jefe, él es el actor principal, es él quien manda, es lógico, es el más alto, el más fuerte, él con­duce ese coche que va tan rápido. Mamá es el hada, la que acuna, consuela, sonríe, la que da de beber y comer. La que siempre está cuando la llaman», página cuatrocientos veinti­cinco. Una voz que dice cosas terribles, que nadie sabrá ocu­parse tan bien del Renacuajo como yo, ni siquiera su padre, él no tiene instinto paterno, sólo «cierta madera». Agobiante. Amén de esa manera taimada de dar miedo, de dar sentimien­to de culpa, «os llama… hacéis como que no oís… dentro de unos años daríais cualquier cosa con tal de que os diga «mamá, queédate «».

Así que todas las tardes salía con el Renacuajo, para ser una madre sin tacha. Salir, si es que a aquello se le podía llamar salir, usando la misma palabra que antes. Yano había un afuera para mí, el interior continuaba, se prolongaba con las mismas preo­cupaciones, el niño, el aceite y los paquetes de pañales que com­praría de vuelta. Ni curiosidad, ni descubrimientos, sólo la nece­sidad. Dónde el color del cielo, los reflejos del sol en lo alto de las paredes. Como los perros, al principio, de Annecy sólo cono­cí las aceras. Siempre con la nariz pegada al suelo, siguiendo el rastro, la altura de los bordes de la acera, el ancho, paso, no paso, zigzagueando entre los obstáculos, carteles de France soiry France dimanche, gentes que se precipitaban a ciegas sobre el cochecito.

En el parque, estábamos entre mujeres, tranquilamente en un banco, o paseábamos con indolencia por las avenidas en plena tarde. Matando el tiempo, esperando a que el niño crez­ca. Ellas me preguntaban la edad del mío, comparaban con el suyo, los dientes, la marcha, la limpieza. Después, cuando el Renacuajo ya andaba y jugaba con los otros niños, vigilábamos, tiñosas sin parecerlo, éramos cómplices contra los sucios chu­chos que hacen sus cosas demasiado cerca, contra los mayores de doce años y sus bicicletas en las avenidas del parque, debería estar prohibido. Únicos, o casi, temas de conversación. Yo recordaba aquellas historias de corazón, excitantes, entre ami­gas, no hacía tanto, ni siquiera tres años, lejos de las tristes con­sideraciones sobre los críos. Aunque, ¿había tanta diferencia entre «esta noche salgo con Fulano», «qué vestido me pongo»? y «venga, vamos, que papá está a punto de volver», frase que yo también pronunciaba. Cada una de nosotras estaba aislada por el famoso halo de la mujer casada, nos replegábamos en los niños, sin peligro, porque no nos atrevíamos a soltarnos, a contar, como si la sombra del marido estuviera siempre entre nosotras. A nuestro alrededor el paisaje era soberbio, el lago, las montañas de un gris azulado. En junio, la orquesta del casi­no se instaló en el quiosco para turistas y el eco de los blues y pasodobles llegaba hasta la zona de arena. La vida, la belleza del mundo. Todo estaba fuera de mí. Ya no había nada que descubrir. Volver, preparar la comida, lavar los platos, dos horas vacilantes sobre un libro de trabajo, dormir, volver a empezar. Hacer el amor quizá, pero aquello también se había convertido en un asunto de interior, ni expectación, ni aventu­ra. De vuelta, iba por las calles del centro porque tenían aceras amplias. En los cafés entraban chicas solas, hombres. Yo entraba en el único lugar de la ciudad en que no resultaría incon­gruente con un niño, un lugar de mujeres, desde la cajera a las clientas, y con carritos para empujar a la vez las provisiones y los niños, sin cansarse. El supermercado, la recompensa a las salidas.

Sí, lo sé, el Renacuajo reía al ver los cisnes, gateaba por la hierba y luego empezó a lanzar la pelota, a extasiarse con los triciclos, a bajar por el tobogán con un aire serio. En cuanto a mí. .. Cualquier comentario acerca de sentirse acorralada, ago­biada, levanta sospechas de inmediato: otra que sólo piensa en sí misma. Si usted no experimenta la grandeza de su labor, ver cómo se despierta un niño, el suyo, señora, alimentarlo, acu­narlo, guiar sus primeros pasos, responder a sus primeras pre­guntas -el tono debe ir ascendiendo, cada vez más alto, para finalizar con algo parecido al sonido que hace la hoja de la gui­llotina al caer-, no hacía falta tener uno. O lo toma o lo deja, así es el más bello oficio del mundo, no hay término medio. Jamás siento la grandeza. Y en cuanto a la felicidad, no necesi­toj’éleve mon enjant para decirme cuándo aparece en ciertas ocasiones, siempre imprevistas. Una tarde de septiembre le compré un coche rojo. Lo vi bajar la escalera del Prisunic, esca­lón a escalón, teniendo en cuenta sus piernas de dieciocho meses, apretando con las dos manos el coche de su propiedad contra el jersey, ávido y fiero. Y el día anterior, en que por pri­mera vez se lanzó al espacio, de pie, desde el sofá a mi silla, con la cara hacia delante, y a continuación las risas cuando lo con­siguió, una vez, un montón de veces. No necesito acordarme de todo para probar que yo era «también» una auténtica madre, como antes fui una auténtica mujer. Tampoco quiero entrar en ese orden en el que se compara, se opone, no cree usted que esos momentos con su niño eran más enriquecedo­res que escribir a máquina, fabricar pistones, acaso la cosa no vale incluso todos los libros, eso sí es vida, nada de imaginacio­nes. Me habían dado ya la coartada de lo mejor de la vida, me la habían dado, y era eso lo que me había retenido a la hora de volver a la señora de gafas. Hoy quiero decir la vida no prevista, inimaginable a los dieciocho años, entre las papillas, las vacu­nas contra la tosferina, las bragas de plástico que lavar, el Dela­barre para las encías. La carga absoluta, completa, de una exis­tencia. ¡Ojo, no la responsabilidad! Al Renacuajo lo crío sola, pero bajo vigilancia, cuidado. ¿Qué ha dicho el doctor? Tiene las uñas demasiado largas, deberías cortárselas, ¿qué le pasa en la rodilla, se ha caído? ¿No estabas? Rendir cuentas, constante­mente, pero nada de tonos tiránicos, no, una cosa suave, nor­mal. Cuando por la noche él coge en brazos al Renacuajo radiante, comido, aseado, con el pañal limpio para la noche, es como si yo hubiese vivido el día entero para llegar a los diez minutos de la presentación de la criatura al padre. Lo hace sal­tar en el aire, le hace cosquillas, lo cubre de besos. Yo los mira­ba a los dos, reía, satisfacción cobarde. Horas de vigilancia, de cuidados, de renuncia a mí misma. Como su madre. De qué te quejas, las madres solteras o las divorciadas no tienen hombre al que hacer ofrenda de sus sacrificios, por la noche. Pero a veces, en el parque, empujando el cochecito, tuve la extraña impresión de estar paseando a Su Hijo, no al mío, de ser una pieza activa y obediente de un sistema aséptico, armonioso, que gravitaba a su alrededor, él, el marido y padre, y que lo tranquilizaba. Mujer moderna, pantalón y chaquetón forrado, con niño en las avenidas del parque. Para completar el cuadro, algunos cisnes en el lago o una nube de gorriones. Un graba­ do de su gusto, si se hubiese cruzado conmigo.

Él jamás atravesó Annecy con un niño en el cochecito ni se abrió paso con cuidado entre la multitud de las aceras dicien­do: «permiso». Jamás esperó en un banco a que pasara la tarde y a que el niño creciera. Descubrió Annecy con las manos en los bolsillos, tranquilo, después de su trabajo, con todo el espa­cio libre y despejado ante él. Yo sólo conocía las calles que recorría con el cochecito y las de las compras, la del carnicero, la farmacia, la tintorería, calles útiles. Cuando por las tardes -cita con el médico, peluquería, una compra cualquiera-, salía sola y él se quedaba cuidando al Renacuajo, yo aterrizaba como una loca en la acera, mosca medio aturdida, y tenía que aprender de nuevo los andares de una mujer sola. El interior, el apartamento, él debía representárselo como la imagen bien perfilada de un refugio, y no como la de un lugar que ordenar constantemente, que le asalta a uno en cuanto entra, los paquetes que colocar, la comida del pequeño que preparar, el baño. No habitábamos el mismo apartamento a fin de cuentas.

Tiene hambre. Cuál debe ser la sensación cuando, con una servilleta sobre las rodillas, van llegando hasta la boca alimen­tos que uno no ha decidido, preparado, removido, vigilado, alimentos completamente nuevos, de los que uno no ha olis­queado todas las etapas de la metamorfosis. Lo había olvidado. Claro que de vez en cuando, pocas veces, estaba el restaurante, llamar a una canguro, y es una excepción, platos con perfume de dinero y esta-noche-te-saco-cariño. Y no como su fiesta, la de él, dos veces diarias, tranquila, sin necesidad de dar las gra­cias, qué bien raíz de apio rallada, bistec poco hecho, patatas salteadas que se funden en la fuente. Cuando me sirvo patatas sentada frente a él, ya hace una media hora que las respiro, las premastico, casi, y no dejo de probar, el punto de sal, el grado de cocción, para cortar el apetito, el auténtico, ese que es deseo y saliva. Y él, que coma al menos, que pague mis esfuerzos, ya está intratable, que friegue los platos, los restos me horrorizan, como el trabajo en balde, desperdicio de ener­gía y luego, arrastrándose por la nevera, un pasado de comida, que habrá que probar de nuevo, servir una vez más, maquillar, siento asco por adelantado. Me negué a que la alegría y la curiosidad de comer desaparecieran completamente. Mujeres picoteadoras, siempre pilladas in fraganti, sarta de frustradas, panda de infantiles, satisfacciones orales a hurtadillas, ¡menu­dos modales! Yo creo que los cachitos de chocolate y de queso a escondidas, las porciones que pescaba directamente de la fuente de pasta salvaron mi ración de apetito. El picoteo era mi comida-lista-para-llevar, sólo para mí, sin plato ni cubierto que recordara el ritual de la mesa, como una revancha contra la eterna rutina de prever, comprar, preparar comida. Tres­cientas sesenta y cinco comidas multiplicadas por dos, nove­cientas veces la sartén, las cacerolas en los fogones, miles de huevos que romper, de lonchas de carne para la plancha a las que dar la vuelta, de paquetes de cartones de leche que vaciar. Todas las mujeres, el trabajo natural de la mujer. Pronto, el hecho de tener como él una profesión, no me permitiría esca­par del guisoteo. ¿Qué tarea está obligado a acarrear un hom­bre, todos los días, por el simple hecho de ser hombre? Tan lejos la mousse de chocolate mensual de la adolescencia, mi feliz excusa para demostrar que sabía hacer algo con mis diez dedos como las otras chicas. Kilos de alimentos a fuego lento, devorados inmediatamente… dar vida, depende del punto de vista que se adopte, desde el mío la cosa se parece más a una marcha hacia la muerte.

Me acostumbré finalmente, anotaba las compras en el bloc colgado en la cocina con un nudito rojo, cocinaba cosas senci­llas durante la semana y especiales los domingos y en las comi­das familiares. Venga, tomad un poco más. Delicioso hija, deli­cioso. Que se pongan morados, que me lisonjeen con aire extasiado, mira cómo se ha ido poniendo, si hasta cocina bien y todo, quién lo iba a decir, yeso que no apuntaba maneras de mujer de su casa, qué agradable sorpresa. Dejé de comparar con el tiempo de antes, hacía como que no era nada eso de cocinar, tan natural como el lavarse todos los días, intenté encontrar en ello satisfacción, cuando se hojean libros de rece­tas se tiene la impresión de una creación infinita, nunca el mismo plato, si así se desea. Y sin embargo, la cosa no dejaba de molestarme.

Siete de la tarde, abro la nevera. Huevos, nata líquida, lechugas, los alimentos dispuestos en fila en los estantes. Nin­gunas ganas de preparar la menor cena, peor aún, ninguna idea. El hundimiento de la proveedora, el bloqueo. Como si no supiera nada de nada. Un minuto de aturdimiento hasta que el motor de la nevera arranca de nuevo, como una llama­da al orden. Hacer algo de comer, cualquier cosa, durar. Entonces me abalanzo sobre lo sabido de memoria, huevos fri­tos y espaguetis.

Lo peor de todo. La esquizofrenia del supermercado, imprevisible. Empujo el carrito entre los anaqueles, harina, aceite, latas de caballa. La duda. Siempre esperando la señal precursora. Junto a mí, otras mujeres se aprovisionan alegre­mente, expertas. Otras se detienen frente a las conservas, los paquetes de galletas, les dan la vuelta, leen con gran atención las etiquetas. Sin duda necesitaré montones de cosas para mañana, para los otros días. Entonces, ya no tengo ganas de escoger nada más. Avanzo entre los pasillos de comida cada vez más indiferente. Todo me horripila, la música, las luces y la determinación. de las demás mujeres. Se apodera de mí una amnesia alimenticia. Si me dejara ir, saldría de inmediato. Hacer un esfuerzo, echar a ciegas en el carro embutidos enva­sados al vacío, quesos, esperar con serenidad en las cajas detrás de carritos victoriosos rebosantes de manduca, que las clientas exhiben ante ellas con las dos manos. Sólo me siento liberada fuera. La náusea existencial frente a una nevera o detrás de un carrito, qué bueno, a él le haría gracia. Todo durante aquellos años de aprendizaje me parece penoso, insignificante, indeci­ble, a no ser que sea en pequeñas quejas, en migajas de jere­miadas, estoy cansada, no tengo cuatro brazos, hazlo tú si quie­res, la melopea doméstica me viene espontáneamente y él la escuchaba sin inmutarse. Como un lenguaje normal. O esas recriminaciones de observador externo que interiormente el jefe califica de cantinela obtusa y prescindible.

Y pasar cuentas constantemente, yo le preparo el desayuno, le cepillo el traje, él tiene que desatascar el lavabo y bajar la basura. Tú te compras un disco, entonces yo un libro. Mierda, muy bien, contesto, cabrón. La cosa no se parece mucho a un intercambio de libertades. Sí, recurrí a todo ello. Agotador, detalles mezquinos que me llevaban a comprarme un libro o a dejar llena la basura y no por placer o auténtica revuelta, sólo por espíritu de revancha. Desde el principio del matrimonio, tengo la impresión de correr detrás de una igualdad que se me escapa constantemente. Quedan las escenas, esas buenas esce­nas en las que se echa mano de todos los registros, la revuelta, el divorcio, esas escenas que reemplazan toda reflexión, toda conversación, la devastación de una hora, el sol púrpura de mi descolorida vida. Sentir cómo sube el calor, el temblor de rabia, soltar la primera frase insólita que demolerá la armonía: «¡Estoy harta de ser la criada!». Esperar a que se ponga la care­ta de esgrima, acechar las réplicas convenientes, las que van a estimularme, a ayudarme a encontrar un lenguaje perdido, la violencia y el deseo de otra cosa. Decir desordenadamente y con esa grosería que le repugna que esta vida es una idiotez, antes morir que parecerme a su madre, atacando evidente­mente a lo más sagrado. La felicidad de gritar hasta la aliena­ción sin que él me detenga con su sonrisa de superioridad, basta de grandes palabras por favor. Pero llegará el momento en que yo misma me prohíba las escenas, «por el pequeño», no te da vergüenza, delante de él… dignidad, sumisión, eso es lo que aquello significaba. Un padre firme y una madre que no dice ni mu, excelente para la tranquilidad de los niños.

Un domingo gris acaso. Un principio de tarde tedioso como siempre fuera de la temporada turística. Seguramente yo ya había dado de comer al Renacuajo, y nosotros también había­mos comido ya, rosbif, judías y tal vez natillas. Y de remate, los platos. De corrido y en un tono ligero, como si nada, la frase: «Pasan la última de Bergman en el Ritz». Ya continuación: «¿Te enfadas si voy esta tarde?». Y para rematar, ante mi silencio: «¿De qué sirve quedarse los dos a cuidar del pequeño?». Ni me desmoroné ni grité. Sencillamente saqué una conclusión cíni­ca y lógica, el matrimonio consiste en eso, escoger entre la depre de uno o del otro, dos es desperdicio. Además era evi­dente que mi lugar estaba junto a mi niño, y el suyo en el cine, y no al revés. Fue al cine. Después iría a jugar a tenis en verano, a esquiar en invierno. Yo cuidaría y pasearía al Renacuajo. Ah, qué domingos…A las tres, subirla persiana del cuarto del crío, la calle vacía, el parque, los cisnes. Los celos a veces. Visto desde el interior del apartamento o desde detrás del cocheci­to, el mundo se divide en dos, las mujeres que él podría tener, los hombres que ya no serán míos. Por la noche, él cuenta su jornada devorando como un lobo, el esquí agota. «El mío va a cazar todos los domingos, el mío es un apasionado de la vela.» La pesca, el senderismo, el bridge, el clarinete, la petanca, el billar, vaya si tienen aficiones ellos, y las mujeres siempre tan comprensivas, «se pasaría días en el coro, en la petanca», casi orgullosas. Y su esposa, ¿qué afición tiene? Le gustaría volver a jugar al tenis, aunque no sé si tiene ganas realmente. Se van solas, las ganas, unas tras otras a la fuerza. No me incordies más, vete a esquiar, eres libre, ¿no? Claro, dejando aparte la comida, el crío y las tareas del hogar, soy metafísicamente libre.

Impedirle que me dejara sola con el Renacuajo, obligarlo. Ya podía echarme en cara mis principios de antes, ser inde­pendientes uno del otro, no quedamos pegados para no limi­tarnos, etc., venga, trátame de superglú o mejor, más fino, de mantis religiosa, de castradora. Me lo sé de corrido, todo su Freud, lo tengo por ahí en alguna parte, pero no digo nada, no tengo ganas de ser realmente castradora, qué feo. Además, qué había que elegir: la soledad, el parque o la vacía comu­nión de dos almas ante la tele, el arrastre de pies dominical ante los ciervos del parque, las avenidas del ZOO, los panoramas únicos, con los padres llevando a sus hijos a hombros y miran­do de reojo a las mujeres de los demás y viceversa. Lamentable. El domingo, durante la siesta, como los otros días, estudiaba para las oposiciones, mi estrella.

Dos meses antes de las pruebas, escogí la guardería y claro está la culpabilidad, al pasarle por las mañanas a la puericulto­ra aquel cuerpecillo desnudo a través de la ventanilla, por la tarde, al no reconocer al niño vestido con la bata. Se felicita siempre a la abnegada esposa del hombre que aprueba su exa­men además de realizar su trabajo con éxito, se la lisonjea, claro, eres la mitad de su éxito, le has ayudado moralmente, apoyado, has impedido que los niños anden gritando, le has descargado de todo. En cambio, a ellos más bien se les compa­dece. Una mujer insoportable, lo que habrá tenido que aguan­tar. De todas formas, él prefería que lo compadecieran a que lo felicitaran como a una hembra desdibujada, sospechoso de haberme ayudado, qué humillación muy mal asunto en el currículum de un jefe, del respetado director. Los valores mas­culinos, la santa diferencia, acabé por conocer el paño.

Leer la hoja de resultados y sentirse limpio de todo un año de trabajo y pasear al azar por las calles, con ese olor de los bares, repentina felicidad, y la multitud de junio u otoño, incu­bar durante todo el día el éxito, aquello era antes. Pasé las opo­siciones, y no sentí alegría ninguna. Había habido demasiadas siestas ansiosas, lavados de canastilla, ollas a presión bajo vigi­lancia, zanahorias peladas entre la historia de la novela moder­na o la teoría teatral. Era un golpe de suerte más, me parecía que el tribunal había recompensado no mi capacidad intelec­tual sino mis méritos como madre de familia.

Ya era profe. El objetivo de mis estudios, y luego la esperanza de una liberación, de una vida distinta a los paseos por el parque y el Scotchbrite en las cacerolas. Casi llego tarde el primer día de clase, la asistenta había perdido el autobús. El griterío en los pasillos. Y luego cuarenta rostros, treinta y cinco a la siguiente hora y otros veinticuatro, esos cuerpos que no paran de mover­se, los ojos, las voces aún hacia dentro, dispuestos a abrazarme a preguntas. Lejos el pequeño apartamento, en ese momento el sol daba en la cocina, el polvo dulzón y las papillas, la ternura fácil de un niño. Y aunque maldijera aquella vida entre algodo­nes, por mucha resistencia que le hubiera opuesto, a pesar de todo, me había seducido. Cuánto pánico hube de controlar aquella primera mañana. Sólo hablar y que me escucharan, tan extraño después del silencio soporífero de la intimidad domésti­ca o los gargajeos del Renacuajo. Pero al final volvió el placer, quizá el del poder. Volvía a tomar posesión del mundo, incluso mi soledad, en medio de los cuarenta alumnos me exaltaba. La vuelta a la vida. Al regresar, bullía en proyectos, salidas, bibliote­ca, seleccionar textos que les gusten del manual. Recuerdo la primera noche, apenas remitiendo el calor de septiembre, la impresión de que mi existencia estaba abierta, reventada, por todas aquellas caras que me había encontrado durante el día, veía de nuevo rostros aún sin nombre, de aire refunfuñado o feroz, una niña hundida en su silla, ausente, tanta diversidad. Deseaba preparar inmediatamente mis clases del día siguiente y leer las fichas que los alumnos me habían entregado sobre sus familias, sus gustos. A la vez, sentía un gran cansancio, que me habría empujado más bien a escuchar un disco antes que a sumergirme en el trabajo, luego, más tarde, con los pies debajo de la mesa. Como él. Cierto, no se tienen ganas de otra cosa, él tenía razón. Pero ojo, hay diferencias, sentarse, hacerle un mimo al Renacuajo, leer Le Monde, sueños, fantasías de mujer ebria de su primera jomada de trabajo. En cuanto llegué, se fue la asistenta. Para mí la cena del Renacuajo y mi comida no iba a llegar sola al plato. Las clases, para cuando el niño duerma. Él mirará la tele. Yo no soy profesora, jamás seré una profesora, sino una mujer-profe, matiz importante. Entré entonces en el segundo ciclo de los años de aprendizaje, los más amargos, los más inasibles. Había querido tener un oficio, el gozo de las sies­tas, los paseos por el parque. De un lado las amas de casa, horri­pilantes; del otro, las solteras, una existencia que se me hace vacía. Obligada a pensar que me llevaba la mejor parte. Una acaba por no comparar más su vida con la que habría querido sino con la de las demás mujeres. Jamás con la de los hombres, menuda idea. Sin embargo, abandonar el instituto con paso mesurado, digno, hasta su coche, ellos pueden, los colegas mas­culinos, ir a explayarse en las reuniones sindicales, escucharse hablar y votar mociones sobre las desastrosas condiciones de tra­bajo, puntillosos hasta la muerte sobre los límites de sus obliga­ciones, que si un profesor no tiene que vigilar a los alumnos, rec­tificar los castigos que impone, prodigiosos casuistas con tal de no dar un golpe de más, hábitos de hombre sin duda. Y yo a galope tendido, como buena madre de familia. Mediodía, cinco de la tarde, ellos quieren charlar después de las clases, no hay tiempo, ciao chicos, mi hijo me espera y tengo que pasar por la carnicería. No podré ser la profesora disponible que creía ser, sólo funcionar me cuesta ya suficiente esfuerzo, clases, compras, correcciones, nada en la nevera. Tiene que haber un error, el maestro cantero era mujer. El mismo trabajo que un hombre, pero sin perder de vista su interior, dejarlo a la puerta del institu­to y recuperarlo a la salida. Por la noche, al vaciar el paquete de espaguetis en el agua hirviendo, con el Renacuajo dando vueltas a mí alrededor, me siento como si llevara una vida llena hasta los topes, sin un resquicio para la más mínima gota de imprevistos, para la menor curiosidad. Pero no me atrevía a pensar así, había que oírlos, profesora, un trabajo excelente «para una mujer», dieciocho horas de clase, el resto del tiempo en casa, un mon­tón de vacaciones para ocuparse de los niños, todo un sueño, en definitiva un trabajo perfectamente indoloro para el entorno, mujer «realizada», que aporta dinero, sin dejar de ser una buena esposa y una buena madre, quién iba a quejarse. Por mi parte, y cómo, también mordí el anzuelo de la mujer total, al final hasta orgullosa de conciliarlo todo, de llevar en mis brazos la subsistencia, un crío y tres grupos de francés, guardiana del hogar y dispensadora de saber, supermujer, no sólo una intelec­tual, en definitiva, una mujer armónica. Adelante con el lirismo cuando no hay nada más y menos aún reflexión. El hombre armónico, «total», que va a la oficina, se pone un delantal y baña a los niños en casa, si existe, no va aventándolo por ahí. Yo me instalé en la diferencia y no hacía entonces este tipo de razona­mientos. Encontraba totalmente normal que él no hiciera las compras, porque los hombres tienen un aire demasiado ridícu­lo detrás de un carrito, desplazados, que fueran tratados como una suma íntegra, para las mujeres, el mío era como un comple­mento salarial, de los buenos, pero del que había que sacar constantemente muchos billetes, para la asistenta, porque una vez pagados los impuestos por el segundo empleo, sólo quedaba un triste montón al lado de su total contante y sonante. Cómo osaría decir entonces que yo no trabajaba por placer, sólo por placer. Me sentí culpable de dejarle al cuidado del niño los sába­dos de consejo escolar cuando él podría haber ido al tenis, dudé en pedirle que bajara la basura, para qué, la gota de agua en el vaso del hogar. Y la dulzura, lo intenté, dulcifica mujer, sé dulce, tanto más eficaz con los hombres, la agresividad estropea la exis­tencia de los demás. Y ojo, además, dos voces, una para los alum­nos, enérgica, lo más parecida posible a la de la autoridad mas­culina, padres que gritan y arrean en casa, la voz de fuera, la otra, para el interior y las salidas con él, de pajarito, anodina, de intervenciones moderadas, discreta en lo relativo a la vida de fuera, las clases, la pedagogía. Las mujeres gélidas, las crispadas, ya se sabe, un coñazo de mujeres. Por suerte tú eres equilibrada, lo que significa que yo no hablaba de mi trabajo.

Las vacaciones. Ocupé mi lugar entre las mujeres sentadas en la playa, rodeadas de cubos y palas, mientras chicas solas corrían hacia las olas, y porque los peores consuelos ya no dan miedo al cabo de un tiempo, una se dice que ya les llegará la hora, atadas a los críos mientras su marido navega a bordo de un velero todo el día. Creí en las urbanizaciones para vacaciones familiares, exclusivamente familiares, con los dos comedores colectivos, el del griterío y mugriento, el de los niños, y el mortal, el de los padres, con sus qué hacéis esta tarde, se está bien aquí, yo soy visitador médico y usted. Un año degustamos la brisa provenzal, otro la de Aquitania, nos bronceamos ambos sin pala ni cubo durante las siestas vigiladas del Renacuajo en la guardería, baila­mos por la noche bajo los pinos. El simulacro de una vida en la que aún no estábamos unidos por las tomas, la comida juntos a mediodía por la noche, el niño. Un simulacro total. En la auto­pista, de vuelta, inútil calentarse la cabeza, quince días más que no dejarían recuerdos maravillosos. Yo pensaba que habría que comprar lejía para lavar la ropa sucia, pan, jamón y leche. Es que no puedes ocuparte del crío, entretenerlo, está dando la lata, y yo estoy conduciendo. Pasé semanas en familia, la auténtica. Fueron las peores. Charlas entre cuñadas limpiando judías mientras el señor padre y sus hijos pescaban o jugaban más lejos. La señora madre llamando con orgullo «señores, a comer» y el buen humor y la alegre aceptación de los roles, yo me sentía anormal, quisquillosa. Mala por ser aguafiestas con los hombres, que se distraigan, que se diviertan como niños, o preferirías que campe a sus anchas, que se tome las vacaciones solo, con una mujer y un crío a su cargo, debe de estar harto.

Ya mí me quedará más de un mes antes del inicio de las cla­ses, un mes delicioso jugando a las mujercitas de su casa y a las buenas madres mientras él trabajará ya en su oficina. Te das cuenta de la suerte que tienes de ser profesora. Con tiempo para examinar con lupa el estado de la ropa, de quitar man­chas, de llevar yo misma al Renacuajo a ver los cisnes y al tobo­gán, de probar con la confitura de melocotón y los aguacates con gambas. Y de leer por placer, escribir poemas durante la quietud de las siestas. En definitiva, la mujer moderna, prácti­ca, pero nada casera, más bien creativa, que hace dibujo, coji­nes, bordados, crucigramas. Dónde leería yo que Virginia Woolf «también» hacía tartas, no es incompatible, ya ves. Las dos y media. El Renacuajo duerme. Papel, bolígrafo. Qué más da, diario, poema, novela. Las ganas que vuelven. Pero no sólo. No puedo creer realmente en lo que escribo, una especie de divertimento entre las gambas con aguacate, el paseo del niño. Un fingimiento de creación. El Renacuajo se despierta. Vuelta a lo serio, vestirlo, darle la merienda, ir al parque, la pausa lite­raria, mañana. Lo mejor, durante las siestas, era hojear Le Nou­uel Observateur, hacer sopas de letras o tomar sol en el balcón. Lo conveniente para mi vida de entonces.

Salí casi sin notarlo de los años-pipí. El Renacuajo iba al parvulario, los pañales y el cochecito, sólo malos recuerdos. Había esperado bastante esa etapa, la liberación progresiva, la recu­peración del como antes, o casi. Y llegué a ella. Ante mí, un auténtico catálogo de actividades de todo tipo, sindicato, parti­cipe en el grupo de teatro, asista a conferencias, aprenda a esquiar, a jugar al tenis. No sabía ya de qué tenía ganas. Lo probé todo, nada con constancia. Demasiado invasor, y además, en mitad de la cosa, siempre, reuniones en las que hay que excusar la asistencia, el Renacuajo tiene el sarampión, o de las que se sale a mitad para ir a preparar la cena. En fin, todas aquellas cosas eran agobia-familias, palos en las ruedas del hogar. Y entonces, una aventura, habría bastado con algu­nas conversaciones más, colega rubio, conmovedor. Lo peor de todo, dónde iba a colocar yo una cita clandestina.

Otra aventura más simple, blanda, sin riesgo, estaba a mi alcance, no había que hacer gran cosa para que ocurriera, sólo dejar olvidadas en el cajón las veintiuna pastillas venenosas. Cómo se puede caer tan bajo. Apenas sentí una sombra de mala conciencia antes de lanzarme en la única empresa autori­zada por todo el mundo, bendecida por la sociedad y la familia política, esa que no fastidiará a nadie. Propago a los cuatro vientos el buen motivo que me da pie, el tener un hijo único, tan triste, no es bueno, dos es perfecto, Rémi y Colette, André yJulien, tócale la tripa a mamá, la hermanita está aquí, para llorar de emoción sólo de pensarlo. La verdadera razón es que ya no podía concebir ninguna otra manera de cambiar mi vida, salvo teniendo un hijo. Nunca volveré a caer tan bajo.

Ocho días y nada, es curioso que no pudiera creérmelo. El despertador aquella mañana de febrero, seis horas de clase hoy. Totalmente incrédula, la náusea había crecido en mi estó­mago en una sola noche como una seta. Vomitar o llorar. Y ahora calibro la aventura que escogí. Los juegos de la primera edad, los paseos con el cochecito de una mano, de la otra el Renacuajo. Adiós a las jornadas pedagógicas, al sindicato, a las cumbres nevadas que le dan a él un color de playboy durante todo el invierno, otra vez será. Interminables domingos con dos niños que cuidar en lugar de uno. Bravo, qué imagina­ción. Su cara de sorpresa ante aquel embarazo pergeñado a escondidas, reprobatoria habríase dicho, como ante una ini­ciativa poco hábil. E inmediatamente, la distancia, la pruden­cia: «Vas a ser tú la que más pringue, querida». Era inútil pun­tualizar, sabía perfectamente que al cabo de nueve meses sería la única en ocuparme de la leche en polvo y las esterilizacio­nes, se acabaron los divertimentos de antaño cuando él jugaba a papá da el biberón, juventud, ahora se acabó lo de no respe­tar los roles, cómo podría él, trabaja todo el día, etc. Patético lamentarme en sus oídos, cuando me espera una maravillosa baja por maternidad.

Y de nuevo la tripa, menos impresionante, la costumbre. Estar completamente sudada en casa, el calor como una plan­cha en la explanada del lago donde el Renacuajo da patadas a su balón, vuelta por las calles en sombra, me sentía completa­mente torpe, con la mano tendida para protegerme de las paradas bruscas de los turistas. Una pesadez que me aislaba del mundo y del futuro. Ya pesar de todo, no tenía prisa ninguna por ir a tumbarme en el potro de tortura de la clínica. Disfru­tar al máximo de los últimos instantes con un solo niño. Toda mi historia como mujer se reduce a una escalera que se baja resoplando

Desde la cama podía ver el ribete azul del lago, algunas moscas pesadas de otoño rebotaban contra el cristal. Él era perfecto, redondo, glotón. Eran tardes amarillas, yo dormitaba sobre mis pechos que florecían regularmente y se creían auténticos guijarros duros. Acurrucada en el blando paisaje del parto. Aprovecha, querida, échate un sueñecito, déjate alimentar como una gorda abeja reina por las damas en remoli­no de la clínica, no le des vueltas en la cabeza a cosas que impedirían, está demostrado, que subiera la leche y manara en el pequeño pico. Sólo hacer carantoñas con las ranitas de tela elástica y los jerseicitos de muñeca que me regalan, escribir participaciones triunfantes, ¡Ya ha llegado el segundo! Diez veces por hora, también, asomarse a la cuna para descubrir una nueva mueca y verificar que respira. Degustar a fondo lo que había deseado como nueva aventura. Porque es la última vez. Basta, ya no juego más. La ilusión de una decisión volunta­ria, no he hecho nada más que fabricar la familia ideal, la que Brigitte, Hilda, todas, imaginaban en los días de sueños de porvenir: dos, es perfecto.

Perfecto equivale al umbral de saturación, a la imposibili­dad de ir más allá en cuanto a mierda, en sentido propio y figurado. La baja por maternidad, vista desde el instituto y mi enorme tripa, tenía el aspecto de unas largas vacaciones. Uno se vuelve cada vez menos difícil. La cabeza lacerada de gritos a las cinco de la mañana, primera toma, re-interrupción de sueño a las siete, desayuno familiar, preparación del Renacua­jo para ir al parvulario, segunda toma, y luego la limpieza ya continuación la intendencia, agobiante, ni un momento para una misma. Pero es que él es tan bueno, ha hecho la compra «además» de su trabajo, gracias, gracias. Para mantenerme despierta hasta el último biberón, veo la tele con él. El cansan­cio. La soledad. Pero qué era lo que se transparentaba hacia fuera, oh, la imagen banal de una mujer joven esperando a la salida del parvulario, con un cochecito bien coqueto delante de ella en el que duerme un adorable bebé. No me quejaba, el final de la baja sería mucho peor, alumnos que una colega me pasaría durante el curso, correcciones y preparación de clases por las noches, una desconocida ocupándose del Bebito, las consignas que darle diariamente. Me lancé a la crianza, la auténtica, aquella a la que había escapado con el Renacuajo, tan solito, chapucera, tapando agujeros, ah, este de ahora no se marinará en su propio pis como el otro, cuando éramos aprendices, lo pasearé sin prisas por el parque, seré una mamá como la de J’élive mon enfant, que volví a sacar para la ocasión. Cada semana disfrutaré de mi momento gratificante contem­plando el pesa-bebés. La lavadora rumiaba su carga de ropa sucia, el suelo de la sala olía a abrillantador pasado a concien­cia. El piso adoptaba una atmósfera suave al caer la noche, yo construía casas de Lego con el Renacuajo y decía, corre, vamos a darle el biberón a tu hermanito, papá llegará enseguida. Él besaba a los niños, le hacía cosquillas al Bebito para hacerle reír, leía Le Monde. Después de lavar los platos, me reunía con él ante el televisor. La armonía familiar. Cuando hacía bueno bajaba al parque tranquilamente, sin empujar a nadie en las aceras con el cochecito. Me sentaba en un banco, junto a ancianos y mujeres con niños pequeños. Esperaba la hora de ir a buscar al Renacuajo. La vida debía de ser aquello. Tenía vein­tiocho años.

Nos asustamos, sentimos pánico, pero la capacidad de aguante de las mujeres es inaudita, ellos lo llaman ánimo. Lo crié, al segundo, lo conseguí y dar clase de lengua francesa a tres grupos y la compra y las comidas y coser cremalleras y comprarles zapatos a los dos. Qué hay de extraordinario en ello puesto que él me convence siempre, soy una privilegiada, tengo niñera cuatro días y medio a la semana. Entonces, qué hombre no es un privilegiado, con su mujer de la limpieza pre­ferida siete días a la semana. Naturalmente, sería aún menos que antes una profesora disponible, ávida de novedades peda­gógicas, de clubes de actividades, todo eso estaba bien para los hombres y las solteras, más adelante tal vez. Y por qué quedar­me de profesora de bachillerato, que devora mi tiempo de madre con sus ejercicios que corregir y sus clases que preparar.

Yo también me abalancé sobre los cursos intermedios, entre primaria y bachillerato, el maravilloso refugio de las mujeres profesoras que quieren llegar a todo, los primeros cursos, cla­ramente menos pesados. Aunque me guste menos. «Hacer carrera», dejar eso una vez más a los hombres, el mío ya se había puesto a ello, y con uno basta. Diferencias, qué diferen­cias, inapreciables para mí ya. Comíamos juntos, dormíamos en la misma cama, leíamos los mismos periódicos, escuchába­mos los discursos políticos con la misma ironía. Los proyectos eran comunes, cambiar de coche, otro piso o una casa por res­taurar, viajar cuando los niños fueran más mayores. Llegába­mos incluso a expresar el mismo deseo vago de una vida distin­ta. A veces él afirmaba suspirando que el matrimonio era una limitación recíproca, y nos alegrábamos de estar de acuerdo en eso.

Acabaron los años de aprendizaje sin que me diera cuenta. Luego llegó la costumbre. Dentro, un montón de pequeños ruidos, el molinillo de café, las ollas, la profesora discreta; fuera, mujer de ejecutivo vestida de Cacharel o Rodier. Una mujer helada.”

Annie Ernaux

Nació en Lillebonne (Normandía) en 1940. Hija de comerciantes, pasó su infancia y adolescencia en la localidad de Yvetot hasta trasladarse a Rouen para cursar estudios universitarios de literatura. Ha dedicado su vida a la enseñanza como profesora de letras modernas. Es autora de una obra esencialmente autobiográfica e intimista, con títulos como La mujer helada (1981), No he salido de mi noche (1997), Perderse (2001), El uso de la foto (2005), Los años (2008), Memoria de chica (2016). Entre los numerosos galardones recibidos destacan el Premio de la Lengua Francesa 2008 y, en España, el Premio Formentor de las Letras 2019, otorgados ambos al conjunto de su obra. Annie Ernaux es hoy una de las escritoras más reconocidas del panorama literario francés y europeo. Actualmente reside en Cergy, cerca de París. En 2022 se le concedió el Premio Nobel de Literatura.