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Eduardo Berti: No viajé con la idea de escribir un libro

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Por Valeria S. Groisman

Recuerdo cuando se publicó Todos los Funes (Anagrama), en 2005. El texto de la contratapa prometía un universo metaliterario (recuérdese “Funes, el memorioso” de Borges) y por esa época yo andaba muy metida en ese rollo, leyendo a Paul Auster, a Enrique Vila-Matas, a Roberto Bolaño. Antes, había leído La mujer de Wakefield (Tusquets, 1999), libro en el que el autor se había propuesto reescribir Wakefield, de Nathaniel Hawthorne, desde un nuevo punto de vista. De nuevo, Eduardo Berti (Buenos Aires, 1964) montaba una ficción sobre la ficción, una historia sobre historias ya escritas. Todos los Funes podía leerse como el renovado desafío de hacer literatura a partir de literatura, de encontrar en la intertextualidad y en la memoria recursos para narrar: “El olvido es a la larga un arma crítica, dijo Funès, imagínese recordar a la perfección todos los libros que hemos leído, sería tan inútil como insoportable, por fortuna la memoria se encarga de seleccionar, y cuanto nos queda es una imagen, una vaga sensación, a lo sumo una frase, ni siquiera de cada libro que leímos sino de algunos”.
Hace un par de semanas recibo por correo Un hijo extranjero (Híbrida, 2022). La cubierta muestra a un hombre de espaldas, que se refleja en un espejo también de espaldas: su rostro permanece oculto, aunque la lógica dice que deberíamos poder verlo. Empiezo a leer el texto enseguida y también enseguida reconozco que me cuesta horrores asumirlo como algo separado de Un padre extranjero(Berti dice que ve a uno como “eco” del otro).
Confieso: tengo una tendencia, quizás inútil, de anudar lecturas, de formar cadenas de libros como si fueran parte de un tejido, un enjambre de voces que dialogan (pienso que tengo que releer Carta al padre, de Kafka, lo busco en la biblioteca y vuelvo a Berti).
En la página 11 leo: “Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia lejana, publiqué una novela llamada Un padre extranjero en la que hablo de unos hechos ocurridos hace mucho, mucho tiempo en otra galaxia lejana”. Más adelante, Berti escribe: “Como sea, un querido amigo tuvo la idea de comprar y leer mi libro. (…) y, meses más tarde, me mandó un correo asombroso”. Ahí arranca la novela.
En Un hijo extranjero hay un viaje, igual que en Todos los Funes y hay una instancia de reescritura del pasado, como en La mujer de Wakefield y en Agua. Está la memoria, está la intertextualidad, está la relación entre padres e hijos y está la lengua. La lengua materna y las otras. También aparecen la religión y el olvido como “arma crítica”. Pero, además, al relato lo protagoniza el apellido, el lugar del apellido en la construcción de la biografía de una persona, algo que surge En todos los Funes.
Asumo, entonces ya sin remordimiento, la idea de que hay algo que se repite, que reaparece, en la obra de cada autor, y entonces caigo en la cuenta de la frase que marqué: “Creía haber cerrado algo con Un padre extranjero, pero no (…) como si mi padre siguiera jugando a los acertijos, negándose a que se cierre su caso”.
Quizás no sea casual.
Autor de otros libros como Agua (1997), El país imaginado (2011) y Una presencia ideal (2018), Berti se ha alzado con el Premio Femina, Premio Emecé y Premio Casa de las Américas. Vive en Francia e integra Oulipo, el taller de literatura potencial fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais. En un intercambio virtualmente epistolar, conversamos sobre su último libro publicado y acerca de lo que vendrá.

Un hijo extranjero es una especie de secuela de Un padre extranjero. ¿Se te ocurrió en algún momento la idea de que ambos textos integraran un único libro, ampliar Un padre…?

Lo veo como una extensión o como un eco de Un padre extranjero. Es decir, no lo inscribo en una lógica temporal de “precuela” o “secuela”. Sin embargo, sé muy bien que Un hijo… nació como una consecuencia inesperada de Un padre…. Cuando publiqué Un padre…, hace ya varios años, lo hice convencido de que cerraba no solamente un proyecto de escritura, sino también algo personal: mezcla de duelo y tarea pendiente. Llevaba años postergando un libro en torno a la figura, los secretos y la historia de mi padre. Lo que quería y necesitaba contar era el caso de este hombre que nació en Rumania hace más de un siglo, que se mudó muy joven a París para empezar sus estudios universitarios y que, al ver que se aproximaba lo que fue la Segunda guerra mundial, resolvió tomar un barco rumbo a Sudamérica. Todo esto sumado a otros hechos en particular; por ejemplo, que mi viejo no tenía la menor idea de lo que era la Argentina y, más aún, que al pisar el puerto de Buenos Aires reinventó su identidad: dio un nombre falso y otros datos igualmente falsos. Me costó mucho escribir sobre mi papá. Por pudor, quizás. Por falta de datos. No sé. Tanto me costaba que para Un padre extranjero me apoyé en otra historia: un episodio en la vida del escritor Joseph Conrad. Ese episodio cumplió el rol de disparador o de “andamio”. Y así fue que terminé y publiqué Un padre extranjero, convencido de poner fin a un capítulo de mi vida. Convencido de que, en teoría, no había nada que añadir. Había volcado en mi libro lo poco que sabía del pasado de mi padre; el resto lo inventé, lo conjeturé o lo di por perdido.

Ocurrió entonces, bastante después de que saliera Un padre extranjero, la gran sorpresa: una mañana recibí un correo muy inesperado. Un amigo, ex compañero de escuela, me envió las fotocopias del legajo que mi padre había presentado en los años 1950 para pedir y obtener la ciudadanía argentina. Mi amigo me pidió que no revele cómo hizo para obtener este legajo. Puedo contar, eso sí, que en el legajo encontré datos que mi padre ocultó hasta su muerte, informaciones que yo suponía perdidas para siempre: su verdadero apellido, su verdadera fecha de nacimiento, el nombre del barco que lo trajo a Argentina y, sobre todo, la dirección exacta de su casa natal en la ciudad rumana de Galati. Con estas informaciones en la mano, resolví viajar a Rumania… Viajar finalmente porque, aunque parezca mentira, no había pisado aún el país de mi padre.

¿Se puede leer uno sin leer el otro? ¿Cómo funciona la intertextualidad entre tus dos libros autobiográficos?

Mi objetivo fue que pueda leerse uno de los libros sin el otro, que sean autónomos, pese a que sería más conveniente leer los dos porque el lector tendrá de esta manera un panorama más completo. Mi objetivo también fue que los dos libros puedan leerse en uno u otro orden; a sabiendas, claro, de que la lectura no será la misma… Y me gusta que sea así.

Viajaste a Rumania para conocer la historia de tu papá, una historia que, de alguna manera, sonaba incompleta. ¿Qué de todo lo que descubriste o encontraste te resultó más inesperado?

Es verdad lo que decís. Viajé, ante todo, para conocer la historia de mi padre y de mi familia paterna. No viajé con la idea de escribir un libro, para nada. Nunca había imaginado continuar o ampliar Un padre extranjero. Por supuesto, me llevé un cuaderno a Rumania y empecé a tomar notas desde el primer minuto. Es algo natural en mí. Tomar notas, escribir. Y en este caso lo hice pensando sobre todo en mi hijo, en las informaciones que podría transmitirle. Así transcurrieron los primeros días del viaje, en Bucarest. Hasta que me tomé un tren a Galați. Porque de entrada, el primer día nomás en Galați, la primera mañana allí, empezaron a ocurrirme cosas muy extrañas e imprevistas. Cosas que cuento en Un hijo extranjero. Fue entonces cuando me dije que acaso aquello merecía contarse en un libro. Fue entonces cuando se alteró radicalmente mi percepción del viaje.

Un hijo… es una suerte de diario-álbum. Las imágenes cumplen un papel muy importante en el relato, a tal punto que sin ellas el libro sería otra cosa, algo muy distinto. ¿Estás de acuerdo con la noción de que la imagen puede funcionar como texto y que el texto, su forma, muchas veces se puede percibir como imagen?

Con las fotos me ocurrió lo mismo que con los apuntes escritos. Las primeras fueron más intuitivas o más utilitarias. Cuando supe que estaba escribiendo un libro, también cambió mi actitud como cazador de imágenes. Supongo que es inevitable… En cualquier caso, para mí las fotos son otra especie de extensión o de eco. Todo el material audiovisual lo es; incluso el video/banda sonora, que estrictamente no forma parte del libro ya que hay un enlace que transporta al lector más allá de las páginas impresas.

En cuanto a las relaciones entre imagen y texto, siempre me resultaron complejas. De una complejidad apasionante. ¿Qué imágenes logramos despertar, como autores, en la mente de los lectores? ¿Cuánto añade o completa el lector a las descripciones que ofrece el autor, por muy cuidadas o explícitas que sean estas últimas? Como lector y como autor, siempre tuve un vínculo ambiguo con el uso de imágenes (fotos, ilustraciones) en los libros. En el caso de Un hijo extranjero, dudé bastante: pongo o no pongo las imágenes, cuáles pongo, en qué lugar, en qué tamaño. Tanto es así que la traducción al francés de Un hijo… (que excepcionalmente salió antes que la versión original en castellano) no trae fotos impresas, sino una serie de códigos QR que el lector puede consultar o no, según prefiera. Fotos en QR que el lector, es más, puede espiar en cualquier momento: antes, durante o después de leer las páginas previas, el párrafo adyacente o todo el libro. Más allá del método elegido (hablé con varios lectores y todos usaron un método distinto), pensé que si había códigos QR el lector accedería a las «imágenes verdaderas» de Galați con alguna demora. Esto quiere decir que probablemente vería las imágenes reales después de un tiempo de imaginación… y que así, por lo tanto, habría reproducido a pequeña escala mi experiencia personal, ya que por décadas (hasta emprender el viaje que narra Un hijo extranjero) Galați representó para mí un misterio a «decodificar», una ciudad a la que le atribuía imágenes inventadas.

Le dedicás el libro a Ulises (supongo que es tu hijo) y le decís “nieto extranjero”. ¿Está la idea de escribir sobre la relación nieto/abuelo?

La dedicatoria me pareció inevitable. La fórmula “nieto extranjero” es una broma. Algunos amigos, cuando salió Un hijo extranjero, me tomaron el pelo: “¿Ahora viene el nieto? ¿Y después el bisnieto?”. Pero no pasa de una broma. No tengo previsto que haya un tercer libro, no.

¿Qué leíste mientras escribías “Un hijo…”?

El libro tuvo dos momentos de escritura. Una primera versión, que empezó durante el viaje y concluyó semanas después de mi regreso a Francia, donde vivo desde hace varios años. Y una segunda etapa de reescritura, ampliación y diversos ajustes, que ocurrió bastante después del viaje. De todas las lecturas que acompañaron tanto el viaje como la segunda etapa, hay algunas que fueron importantes (varias novelas de Max Blecher y de Panait Istrati, Ellis Island de Georges Perec, un libro sobre improvisación musical, un relato autobiográfico de Jean-Claude Grumberg, etcétera), pero hay dos libros que fueron especialmente importantes: las crónicas de Curzio Malaparte  (sobre todo, un texto que habla de Galați y otro que habla del pogromo de Iași) y, primero y principal, el diario de Mihail Sebastian. Como hay varios pasajes de Un hijo extranjero consagrados a Sebastian, no quisiera repetirme acá. Pero, en resumidas cuentas, su diario me impactó por cómo cuenta el ascenso del fascismo y del antisemitismo en la Rumania de fines de los años 1930; me impactó y me permitió usar a Sebastian (como una especie de “doble negativo” de mi padre) para imaginar qué podría haber sido de mi papá si se hubiese quedado en su país natal.

¿Qué representó para vos el reconocimiento de la judeidad de tu padre y qué representa en el texto? Pienso en la potencia del apellido en la construcción de los relatos familiares.

Para mí fue una enorme sorpresa. Nunca lo había sospechado… aunque (supongo que resulta inevitable) mirando todo retrospectivamente me asombra que no sospechara nada. Mi padre no era creyente; era ateo, anticlerical, muy crítico de todas las religiones. Así y todo, llegó a transmitirme (y esto hoy lo advierto con mayor claridad) parte de una herencia cultural no solamente centro-europea sino también judeo-europea, tanto en gustos musicales y literarios como en una suerte de sensibilidad general. Por supuesto, la transmisión habría sido mayor si él no hubiese decidido ocultar sus orígenes. Y también habría sido muy distinta la construcción de mi identidad. En Un padre extranjero yo hablo del desconcierto que me produjo descubrir que mi padre era judío (dato que descubrí a los 35 años de edad), cómo esto me hizo releer y reconsiderar diversos episodios de mi vida (elección de amigos, elección de parejas, etcétera) y lo comparo con un relato bastante breve y verdaderamente genial que escribió Georges Perec: “El viaje de invierno”. En este relato, de alma borgeana, un lector descubre por azar un libro insólito: un pequeño libro que contiene los “gérmenes explícitos” de todos los grandes inventos de la poesía francesa de fines de siglo XIX, una especie de fuente invisible que habrían plagiado todos los grandes poetas. Esto obliga a reconsiderar y reevaluar todo lo que se daba por sabido: las “invenciones originales de los grandes poetas” pasan a ser copias… Imposible no caer en una relectura general de toda una tradición (o de una vida, en mi caso).

En cuanto a la potencia de los apellidos, es muy inquietante pensar que tengo una novela (Todos los Funes) que se basa, en gran medida, en la importancia o el “sino” de un apellido, novela que publiqué antes de conocer el secreto de mi padre… Y, más aún, que en mi primera novela (Agua) un personaje realiza una especie de “reinvención total” muy parecida a la de mi papá. Reflexiono acerca de esto en Un padre extranjero. Me preguntó qué pensó mi padre cuando leyó Agua, cuando entendió que en cierto modo yo había intuido su secreto…

¿Qué te pasó con el idioma? ¿Sabías algo de rumano?

No sabía nada de rumano, más allá de unas diez o quince palabras sueltas. Me las arreglé bastante bien con el inglés, con el francés y, en menor medida, con el español. Rumania fue un país muy francófilo, lo sigue siendo. De hecho, es uno de los pocos países (si no el único) que forma parte de la llamada “francofonía” sin que el francés sea su lengua oficial. Hasta existe una radio francesa (RFI: Radio France International) en Bucarest…

¿En qué estás trabajando ahora?

Publico en unas semanas, por Fondo de Cultura Económica de Argentina, un libro llamado Método rápido y fácil para ser lector: una serie de ejercicios o “anti-métodos” para leer de otras formas, para “usar” los libros de otras formas; es un libro bastante oulipiano, una especie de “taller de lecturas potenciales”. Al margen, estoy corrigiendo un ensayo que va a salir en marzo o abril en España (mi primer ensayo sobre cuestiones ligadas a la literatura). Y desde hace unos años avanzo con la escritura de una nueva novela.

Formás parte de Oulipo. Me gustaría pedirte un par de consejos para escritores novatos, para personas que tienen ganas de escribir y no saben cómo arrancar.

Me incomoda ponerme a dar consejos… Pero, ya que hablaste de Oulipo, me permito proponer el uso de algunos de sus métodos o protocolos de escritura. No solamente como remedio frente a esa parálisis que puede causar la página en blanco, sino también como un modo de sacudir ciertos excesos de solemnidad literaria o cierta idealización romántica de la inspiración. Como una forma de desacralizar (pero no de banalizar) la literatura. De hacer de ella un “juego serio”. Después, claro, leer, leer, leer. Y escribir sin miedo a equivocarse, pero prestando atención a las equivocaciones. Fallar, aprender de las fallas, intentar de nuevo, fallar, aprender, intentar de nuevo, sin perder jamás las dudas, sin sentir (en lo posible) que ya lo sabemos todo…