Reparando a veces en el trabajo literario abundante o, al menos, hecho de cosas extensas y completas de tantas criaturas que conozco o de las que algo sé, siento en mí una cierta envidia, una admiración despreciativa, una mezcla incoherente de sentimientos entrecruzados. Hacer alguna cosa completa, entera, sea buena o mala —y, si nunca es absolutamente buena, muchas veces no es completamente mala—, sí, hacer una cosa completa me produce, quizás, más envidia que cualquier otro sentimiento. Y yo, a quien mi espíritu de autocrítica no me permite sino ver los defectos, los fallos, yo, que no me atrevo a escribir más que fragmentos, trozos, extractos de lo inexistente, yo mismo, en lo poco que escribo, soy imperfecto también. Más valiera, pues, o la obra completa, aunque mala, porque al fin y al cabo es obra; o la ausencia de palabras, el silencio absoluto del alma que se reconoce incapaz de actuar.