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Por Estanislao Medina

Aeropuerto de Barajas, Madrid

Eyenga y Willy caminan hacia la zona de facturación del aeropuerto internacional de Barajas. Van cogidos de la mano y ambos empujan un carro de aeropuerto con tres maletas extra grandes. Charlan sonrientes sobre Madrid, sobre su asfixiante calor en verano y su invierno gélido y exasperante para los que vienen del África subsahariana. Hablan de su tráfico en hora punta, de su tamaño respecto a la ciudad de donde vienen, del metro, de la atención al cliente, de las mujeres blancas que odian sentarse al lado de un negro por razones psicológicas que aún no han superado, a pesar de predicar la tolerancia. Hablan de su gente, de su política, de sus oportunidades laborales. También de su comida, de sus bares, de sus restaurantes, del trato que dan a sus clientes, de sus hoteles, de la tele, de la radio… Conversan con añoranza de la capital de España, porque uno de ellos se va de Madrid esta mañana.

Se vuelve a Malabo, la ciudad donde nació y creció. Son conscientes de que no es Europa y de que las cosas ahí son sutilmente diferentes. Tan sutiles como hablar de un clima que permite únicamente dos estaciones a lo largo del año, en las que la lluvia y el sol mantienen tormentosas discusiones que vomitan sobre la tetera de sus habitantes. Es un lugar donde el tráfico no tiene hora punta fija y los insultos entre los conductores parecen exigirse en autoescuela. Es una ciudad pequeña, muy pequeña, todos conocen a todos. No tiene metro, no hay cabida. Su Atención al Cliente aún necesita que se trabaje desde muy abajo. Como en España, tiene mercados, aunque con una sutil diferencia: los precios de los productos que se traen de Nigeria y Camerún, los establecen las habilidades regateadoras del vendedor y el cliente. Sus mujeres sí gustan sentarse en compañía de hombres negros y de cualquier parte del mundo; no son juiciosas como las madrileñas, solo ambiciosas. Es una ciudad de gente murmuradora, donde es habitual echar las tardes bebiendo cerveza en “buena” compañía, viendo fútbol o teniendo sexo… mucho sexo. Sexo que se compensa con una gastronomía muy diversificada por la mezcla multiétnica que hay en Malabo.

Su televisión y su radio se alejan de su época oscura. Esa en la que se repetía hasta el agotamiento “El rey León”, “Xena, la princesa guerrera”, “Los siete niños afortunados” “El bueno, el malo y el feo”, “El inspector Callahan”, “Los tutifruti” “Érase una vez, el cuerpo humano”, “Instinto Básico” (omitiendo las escenas controvertidas), “Llama a John”, que así se llamaba la versión guineana de Terminator, “Los tres mosqueteros” (versión dibujos animados), “Doce del patíbulo”, una o dos películas de Cantinflas, Bud Spencer y algunos videos musicales de Maelé, Luis Mbomío y la irrepetible Euma.

Eyenga y Willy facturan las tres maletas y se alejan del bullicio de los guineanos que murmullan en alto.  Dejan de andar cuando llegan a un lugar más tranquilo donde se detienen y se miran en silencio, abandonando súbitamente la conversación sobre Madrid y Malabo. Una mirada con la que se dicen hasta luego y con la que reafirman varias promesas que se han hecho desde el momento en que supieron que se tendrían que separar. Van a pasar de estar siempre juntos a estar separados por cinco mil kilómetros que han decidido combatir con Skype y Whatsapp. La separación les resulta difícil, aunque ambos evitan decirlo en esa mirada.

Willy es quien se va. Su tío le ha conseguido un trabajo en una empresa de hidrocarburos que opera en Malabo. La manera más sencilla de conseguir trabajo ahí, sigue siendo con un buen enchufe de por medio; por méritos propios es un poco más difícil, aunque no imposible. A diferencia de otras personas a las que se las enchufa, Willy se siente muy capacitado para ejercer el trabajo que le han conseguido, puesto que tiene que ver directamente con los estudios que ha cursado. Como él, siguen habiendo muchos jóvenes que tienen la suerte de encontrar trabajo sin tan siquiera despeinarse, gracias a familiares, amigos y amigos de familiares.

Él ansía formar parte de ese nutrido grupo de estudiantes guineanos que vuelven a su tierra para levantarla con trabajo y sacrificio. Jóvenes que se ensombrecen según llegan a Malabo y se topan con la oportunidad de hacer dinero de cualquier manera, subiéndose sobre quien o lo que sea y faltando a los principios éticos y morales que les enseñan en el extranjero. África is different.

Eyenga, en cambio, tiene que quedarse en Madrid durante varios meses más, por lo menos hasta que defienda su proyecto final de carrera. Los dos coinciden en que hay más oportunidades en Malabo, España seguirá bailando en el círculo vicioso de izquierdistas y derechistas durante varios años y esa incertidumbre generada por la crisis no permite planificar una vida en la península. Además, ambos han cursado carreras con miles de titulados españoles en paro, no serán ellos, dos negritos de ojos vivaces, los que vayan a conseguir el trabajo en la rama en que se han especializado. Guinea no es muy grande, tiene pocos licenciados y está en construcción, por tanto hay más posibilidades para los jóvenes guineanos con estudios superiores, conseguir un trabajo más o menos en condiciones, independientemente de la burocracia y los salarios.

Willy solo lleva seis años en España, pero desde hace tres, vive con Eyenga en un piso de Leganés. No ha tenido muchos problemas para licenciarse en Minas y Energías y sacarse el Máster en energías renovables. Su padre y su negocio de cacao han permitido sus estudios. Él es el último de cinco hijos y el primero en ir a la universidad. Las expectativas eran muy altas y no quería defraudar a su anciano padre que ha sabido motivarlo, retarlo y aconsejarlo lo suficiente durante toda su vida.

Eyenga, en cambio, ha vivido más tiempo en España que en Guinea. Durante veintidós años concretamente. A pesar de vivir de forma permanente en Madrid desde que tenía dos años, ha ido con regularidad a Malabo y a Bata desde que cumplió siete, aprovechando las vacaciones de navidad y de verano.  Aún así, no tiene muy buena relación con su familia de guinea, ni tampoco con la tía con quien creció en España.

– Te voy a echar mucho de menos – dice Eyenga antes de que se estire para besar a Willy en los labios y posteriormente, abrazarlo.

– Yo a ti también, pequeña.

Willy se esfuerza por no desplomarse y estrecha con firmeza a Eyenga entre sus brazos. El silencio vuelve a aparecer entre los dos. Minutos después, Willy se despega y decide invitarla a caminar hacia la pasarela en zigzag que hay antes del control de aduanas de la T4. Cuando llegan a la zona, se vuelven a mirar con ojos centelleantes, se abrazan de nuevo y se despiden con un intenso beso. Él recorre la pasarela hasta llegar al control, donde se descalza e introduce sus pertenencias en una cesta verde que pasa por “la máquina de descubrir asuntos turbios”. Él vuelve la vista atrás y ahí sigue Eyenga, de pie, sonriendo y haciéndole caritas de pez. Cuando llega al otro lado del control, se vuelve a calzar y con la mano, se despide de Eyenga y desaparece en las profundidades de la T4. Eyenga se da la vuelta y llorando, camina hacia el parking, se sube a su monovolumen y conduce hasta casa por inercia, pues los pensamientos alborotan en su mente con imágenes que terminan en soledad.

El avión de la compañía ecuatoguineana “Ceiba Intercontinental”, no tiene nada que ver con el de Iberia al que se subió Willy hace un par de años para ir a Europa. De hecho, es el mismo que sigue cubriendo las distancias entre Madrid y Malabo. Un avión muy mayor para los tiempos que corren. Es frío, ruidoso, sin distracción y con un baño encarcelatorio. Es muy diferente a los aviones de la compañía que vuelan a otros lugares; aviones de último modelo, con baños menos claustrofóbicos, con asientos más cómodos, Wifi gratuito y azafatas que ponen de manifiesto, la belleza ibérica.

El nuevo avión de la compañía ecuatoguineana, Ceiba, le duplica o triplica en número de pasajes, es más cómodo y un poco más actualizado que el Boeing de la época parietal que lo llevó a Europa. Willy parece impresionado con la adquisición que han hecho los de Ceiba, independientemente de los retrasos y alquileres particulares de los que ha oído hablar. Durante el viaje ve varias películas en las pantallas adheridas a los asientos de cada pasajero. Películas que le llevan a breves cabezaditas, cuando no está paseando sus pensamientos sobre las nubes que observa en silencio, a través de las ventanillas. En ese paseo, siente de cuando en cuando una punzada en el estómago que le recuerda lo cerca que está de Malabo.

De cuando en cuando, alza la vista hasta uno de los monitores del avión para ver en qué parte de África se encuentra. Acción que hace que su corazón caiga en picado y su cuerpo se electrifique con escalofríos que lo recorren desde la base de la cabeza hasta los empeines. Esta cada vez más cerca de casa y un poco más alejado de Eyenga, a quien recuerda con nostalgia.

Cuando llegan a Malabo, ha anochecido y él se ha quedado totalmente dormido. Cuando se despierta, el rótulo de AEROPUERTO INTERNACIONAL DE MALABO deslumbra su vista. Su corazón vuelve a precipitarse al vacío. Los pasajeros, también nerviosos y murmurando en alto, han hecho una larga fila en los pasillos. Sí, tiene más pasillos (tomen nota, agentes de Iberia). Algunos tienen ya sus equipajes de mano y como una procesión, avanzan lentamente hacia la salida. Algunas señoras riñen en fang a sus nietos o hijos, acción que hace sonreír a Willy recordándole que está en casa, está en Malabo.

Es el último en salir del avión. Lo primero que ve y alegra su regreso, son las estrellas que centellean en el cielo. No están solas, las acompaña una luna redonda, brillante  y rodeada de un halo de luz que le transmite sentimientos difíciles de explicar. Está en Malabo, ¡claro que está en Malabo! El cielo congestionado de Madrid jamás le permitiría ver una imagen como esa. Él se ha detenido a tutear a la luna con mirada perpleja. Sonríe y sigue el camino que marca la pasarela, dándole la espalda a la luna y a sus acólitos hasta encontrarse con la cola de la fila que espera rendir cuentas diplomáticas a los agentes de fronteras. Él espera nervioso su turno.

Cuando le llega el turno, le toman las huellas de sus dedos índices. Después, le piden que mire a una cámara y que permanezca quieto. Lo que no le dicen es que estaría varios minutos con la misma cara esperando a que le tomen la foto, alternando su vista entre el objetivo de la cámara y el rostro agrio del policía que le dice reiteradas veces: “espera… espera… espera, esto solía fallar a veces”. Willy, más que crisparse, trata de ahogar la risa que intenta escapársele del hueco de sus labios, recordándose que ahora se encuentra en otra situación y el humor, muchas  veces, no se interpreta como uno piensa de manera correcta.

Cuando le hacen la foto, otro policía le pide que se abra de piernas sobre las huellas de un pie del cuarenta y seis para proceder al escáner de patógenos del Ébola con un aparatito que colocan a la altura de su boca. Afortunadamente da negativo (lo que se cabría esperar si se viene de Europa), le sellan el pasaporte y le permiten acceder a la zona de equipajes donde siguen aguardando todos los pasajeros del vuelo, murmurando en alto, muy alto. Busca un hueco entre los pasajeros para colocarse cerca de la cinta de las maletas que debía estar moviéndose ya, piensa él en silencio: “el aeropuerto de Barajas es prácticamente Malabo entera. Si ahí salen tan deprisa las maletas, aquí que el avión está al lado de la zona de equipajes, tarda una eternidad”.

Aguarda varios minutos hasta que con un fuerte estruendo, la cinta comienza a moverse y las primeras maletas comienzan a desfilar alertando a todos los pasajeros que se apresuran a colocarse estratégicamente al lado de la cinta.

Willy se da cuenta de algo novedoso que no había en el aeropuerto cuando vivía todavía en Malabo y es que, ahora no dejan entrar a nadie del exterior para evitar que estos se apropien de las maletas de los pasajeros. Todos esperan fuera de la zona de equipajes, apoyados en los cristales y saludando con gestos efusivos, a pasajeros que responden con gestos sin palabras.

Willy alterna su vista entre la cinta y la zona exterior por si ve a su padre o algún otro familiar que viene a recogerlo. No ve a nadie. Muchos pasajeros consiguen pronto sus maletas y caminan hacia la zona de inspección, donde con un cúter, abren sus maletas para ver si intentan meter en el país, objetos o sustancias perseguidos por la ley. Varios pasajeros no se paran en ese control porque van con gente a los que no se exige este tipo de obligaciones. Otros, pasan billetes de francos o de euros de tapadillo a los inspectores de aduanas que hacen la vista gorda.  Willy sonríe y observa el vaivén del aeropuerto, mientras sigue esperando a que aparezcan sus maletas.

Mira el bullicio del aeropuerto en silencio, mientras espera con los brazos cruzados sobre su pecho. Mira a las personas que abandonan todo su odio, todo su rencor, toda la desconfianza durante este breve momento en que bajan del avión y se encuentran con sus seres queridos. Observa a una joven pareja que se abraza y se besa con efusividad, olvidando el hecho de que ella, (una conocida de Willy), le ha sido infiel más de una vez en el último año que han estado distanciados. Pero ahí están, besándose con todas las ganas del mundo. Y es que ahora, en ese preciso instante, eso no importa porque los dos se sienten aliviados al volver a estar juntos. “Ojalá todos se sintieran así más a menudo”, piensa él cuando por fin aparecen sus maletas en la cinta. La pareja de enamorados abandona la zona de equipajes, sin que antes, Rebeca se gire para despedirse de Willy en una mirada cómplice y silenciosa.

Otros no tienen la misma suerte que él, porque la cinta ha dejado de moverse y pronto comienzan a pedir explicaciones a todos los que aparecen por la zona con distintivos de la compañía. Ninguno parece saber, contestan con los hombros y con las manos abiertas. Un señor, aparentemente el encargado, les pide disculpas y les anima a pasarse en los días sucesivos para ver si llegan sus maletas en otro vuelo de la compañía.

Willy respira aliviado de encontrar sus tres maletas extra grandes. Mientras trata de apañárselas con sus maletas, escucha que lo llaman.

– ¡Wileló, Wileló!

Se da la vuelta enseguida y ve acercarse veloz a su hermano que lo abraza con fuerza. Él le corresponde con el abrazo, aunque poco después, se separan bruscamente. Ambos sonríen y se miran juzgando la complexión física de cada uno. Y es que, ni Willy, ni Papó, se han olvidado todavía, de ese triste suceso que pasó  antes de que él viajara a España. Pero están en el aeropuerto y como antes pensaba, es un momento neutral en que prefirió no mezclar los asuntos. Además, se alegraba de que alguien viniera a buscarlo.

– ¡Qué grande te has puesto, chaval! – le grita Papó.

– Tú sigues igual, pero con más estómago. – Le responde secante.

¿Ustin yu want? – se acaricia la tripa – na di castelden, diman son los casteles, tío.

Su hermano, abandonando la conversación, coge dos de las maletas y echa a andar hacia la salida. Él trabaja en el aeropuerto (Willy no sabe de qué realmente) y, con un gesto con la cabeza, pasa por delante de los controladores de equipaje que le devuelven el saludo.

En la calle, la noche sigue tan bella como la había visto desde la pasarela, solo enturbiada por unas nubes que han relegado a la luna a un segundo plano, consiguiendo un efecto aún más bello. Sus ojos recorren todo el aeropuerto y su párking, quedándose abrumado por los cambios que ve.. No reconoce absolutamente nada, excepto el olor a Malabo, a suelo mojado. Respira con todas sus fuerzas, sin saber la trama intensa que le espera en Malabo. Él es un joven bubi con la mente menos congestionada que el resto de las personas que conoce y, además, tiene una novia fang que no se lleva nada bien con sus padres a quienes desconoce completamente y con quienes iniciarán una dura guerra de mentalidades que terminará despertando a varios demonios dormidos en hamacas de fuego, esperando ser despertados por la tontería europea.

Barlock: Los hijos del gran búho

Estanislao Medina Huesca (Guinea Ecuatorial 1990)

Estanislao Medina Huesca (Guinea Ecuatorial 1990)

Es profesor, escritor, guionista y productor audiovisual. Ganó su primer concurso literario a los dieciséis años con Tierra Prometida. En 2017 obtuvo el galardón de Narrativa del primer Certamen Literario de la Academia de la Lengua Española en Guinea Ecuatorial, con Odji Nzam. Al año siguiente ganó el tercer premio del mismo concurso con John Fucken. En 2016 publicó su primera novela, Barlock, los hijos del gran búho (Amazon), a la que ha seguido El albino Micó (Létrame, 2019) y Suspéh: memorias de un expandillero (Diwan África, 2020). Fue elegido por la Revista Granta como uno de los 25 escritores jóvenes más destacados de España y América Latina.