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Una nena con tres cabezas

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Por Lori Saint-Martin

Edición  y fotos Gustavo Nielsen

“Había una vez una chica que pertenecía a una familia obrera. Una chica que cambió de lengua, de apellido y de identidad. Una chica que nació hablando inglés en un ambiente totalmente monolingüe, y a la que la lengua francesa le salvó la vida.
Nació en una ciudad de Canadá que antes se llamaba Berlín y desde hace un siglo pasó a llamarse Kitchener, por un lord británico que fue un supuesto héroe de guerra, pero en realidad era un imperialista asqueroso. La gente decía de la chica que ella era diferente: un insulto terrible cuando lo mejor, todos lo saben, es ser como todo el mundo. A los veintiún años dejó la parte de su país donde se hablaba inglés y se fue a la parte donde se hablaba francés—Canadá es un país extraño.

Suelo resumir el conflicto de este modo:

Mi apellido no es el de mi padre.
Mi vida no es la de mi madre.

No voy a hablar mucho sobre eso, pero fue determinante: cambié de apellido para inventarme otra vida, para no ser un ama de casa inteligente pero frustrada como mamá. Cuando rechacé su lengua, casi la mato de la impresión. Imagínense lo que pasó con mi padre al rechazar su apellido, al irme lejos. Ahí casi me muero yo. Al final nos reconciliamos y el asunto acabó bien.

Mi particularidad es que tengo dos lenguas maternas, una que aprendí como todo el mundo desde la primera respiración, y otra que hice mía entre mis diez y mis veinte años. Esa lengua segunda es mi lengua amada, mi lengua de escritura. He publicado en francés todos mis libros; unos quince ensayos y cuatro de ficción. El francés es mi idioma elegido, el que me permitió ser otra. Alguien mejor.

Mi historia tiene etapas, un recorrido en cinco actos. Hay cuatro idiomas, ya verán, tres que hablo y uno que no. También hay un secreto familiar que voy a sacar a la luz al fin de la conferencia y que está vinculado con el cuarto idioma. Es la otra parte del título: arqueología lingüística. El segundo secreto del subtítulo se los voy a contar luego: cómo alguien logra cambiar de lengua materna.

“¿Quién te creés que sos?”, me preguntaba mi madre cuando yo era adolescente, porque de chica dócil me había vuelto una joven imposible. “¿Quién te creés que sos?” Buena pregunta, por cierto: ¿Quién me creo que soy? Soy eso en todo caso, soy esos idiomas que viven en mí, los idiomas gracias a los que existe una persona que está acá para decirles: soy yo. Pero, ¿quién está ahí cuando uno dice soy yo? ¿Es el mismo yo que si uno dice c’est moi; el mismo que si uno dice it’s me o das bin ich? No del todo, creo. Y también, cuando reflexionamos en esa expresión tan negativa “¿Quién te creés que sos?”, advertimos que tiene un sentido oculto mucho más positivo: significa que podemos ser la persona que creemos ser, aunque nadie más que una lo crea. Que podemos salir de lo previsto y cambiar de identidad. “Soy quien creo que soy”. Yo pensé, de joven: creo que soy una persona que va a aprender francés e irse de su casa para no volver nunca. Y así fue.

ACTO PRIMERO: NACER EN EL EXILIO

Hay muchas razones para aprender otro idioma. Yo lo hice para salir de un exilio.

En Facebook vi un aviso que resume los beneficios de aprender una segunda lengua: money, intelligence, travel, love! O sea: plata, inteligencia, viajes, amor. Hacete más inteligente, dice el aviso. Pagá menos caro al viajar evitando lo turístico. Y, lo mejor: (escuchen bien, les va a gustar): ¡Los bilingües somos sexys! Me quedé muy contenta al leer eso, supongo que ustedes también lo estarán. Y si se es trilingüe, o políglota… Casi da miedo pensar en lo sexy que uno podría ser.

Por mi parte conozco a personas monolingües muy sexys y a personas bilingües tan atractivas como un felpudo, pero a cada uno su gusto. Les lenguas sirven, dicen; es útil ser bilingüe, dicen, y es cierto. No me reconozco en la búsqueda utilitaria. Ni siquiera en lo únicamente placentero. Lo mío siempre fue existencial. Si uno habla más de un idioma, es más de una persona. Y yo quería serlo, necesitaba ser otra.

Nunca me sentí a gusto en la casa de mis padres. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí sé es que desde mis 9 o 10 años sentí que estaba viviendo en el exilio, aunque todavía no conocía esa palabra. Hacía seis o siete generaciones que toda mi familia vivía en esta misma ciudad del sur de Ontario, Kitchener o Berlín, así que no éramos inmigrantes, ni mucho menos exiliados. Ya sé que no es la palabra adecuada, ya sé que soy una privilegiada: vivo en un país pacífico y rico y no he tenido nunca que temblar en una frontera defendida por soldados armados. Igual nací en un lugar que, extrañamente, jamás reconocí como propio. Ahora me considero una inmigrante del interior. Viajé apenas 900 kilómetros, pero Quebec es otro mundo. Otra cultura, otra historia, otras referencias y, por supuesto, otra lengua.

Muchos exiliados hablan de su país natal como de un paraíso perdido. Yo, de chica, sabía que si había paraíso, estaba ciertamente delante de mí; no atrás. Atrás, de hecho, no había nada. Tierra quemada. Yo fui quien le prendió fuego.

Mis amigas venían de otra parte, acababan de llegar a mi ciudad natal. Tenían recuerdos, habían visto otra cosa. Por eso me agarré de ellas, para que me contaran. Yo sólo tenía fe y deseo, la necesidad de otra parte.

A grandes males, grandes remedios. Mi nuevo mundo vino por sorpresa, en el quinto año de la primaria. Un día entró a la sala de clase una señora risueña, de ojos brillantes, y nos mostró un cartel. Un cartel en el que se veía un gran dibujo de colores primarios. Una familia de gordos bajitos que sonreían con unos dientes anormalmente blancos. Y la maestra se puso a hablar. Dijo: Voilà la famille Leduc. Voilà monsieur et madame Leduc. Voilà Jacques, Suzette, Henri et Marie-Claire. Et voilà Pitou. Pitou est le chien d’Henri.

O sea : Fiat lux, dijo la maestra, o así me pareció. Y fue la luz. Los otros alumnos se aburrían. En mí se abría un nuevo mundo. Había otros sonidos, otros sentidos. Había una posibilidad de librarme del peso que cargaba desde siempre.

Mi milagro fue el francés. Tuve suerte. Estaba flaca y débil, nula en todos los deportes, nula en ciencias, cantaba mal y dibujaba peor. Los idiomas eran mi única salida, pero sólo hacía falta una. Me aferré al francés con todas mis fuerzas.

Lamento mucho el no saber dibujar. En mi mente, sigo viendo a la familia Leduc. Pero no se los puedo enseñar. Busqué mucho tiempo la imagen esa, el cartel que habría sido mi magdalena, pero me dijeron que ya no existe. Igual les muestro una que saqué de un manual de la misma época. Lo que vi yo en el momento era mucho más bello. A menos que, simplemente, el amor que le tuve luego al francés me lo haya hecho ver así.

En todos los casos, fueran feos o lindos los Leduc, fueron mi salida. El mundo verdadero era une estrella lejana y me habían dado un cohete. El mundo verdadero se encontraba detrás de una puerta cerrada y la maestra me había extendido una mano en la que estaba la llave. Nadie más, en mi clase, quería la llave. Nadie más había visto la puerta.

Hay llaves que no son de metal. Teniendo en cuenta su tamaño, una llave es una cosa muy poderosa. Una nena también.

ACTO SEGUNDO: VOLVER A NACER

Entonces me puse a trabajar, seguí todas las peripecias de la vida de los Leduc. Monsieur Leduc allait au garage, Henri iba al dentista, Madame Leduc y Marie-Claire salían de compras, Pitou les robaba el pollo asado y le gritaban, “non, non, Pitou, reviens avec le poulet!” Me tragué todos los tiempos de todos los verbos, me tragué listas de vocabulario interminables, me tragué un montón de libros cada vez más difíciles. Poco a poco, la lengua entraba en mí.

Cuando uno empieza a aprender un idioma, el mundo vuelve a ser nuevo, tan recién nacido como uno, porque las palabras que uno tiene ya no corresponden. Uno está como en Macondo, al principio de todo: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”, escribe García Márquez. Frente al idioma nuevo, claro que hay palabras, hasta los niños pequeños las tienen, pero uno, no.

El monolingüe no repara en lo que Saussure llama la arbitrariedad del signo lingüístico; para él, la cosa y la palabra son los dos lados de una hoja de papel, inseparables. Darse cuenta de que hay otra palabra para decir la misma cosa —aunque tampoco, cambiando la palabra, porque lo que se dice es exactamente la misma cosa —, es hacer, de manera radical, la prueba de lo ajeno, como dice el teórico de la traducción Antoine Berman. Esa distancia entre la palabra y la cosa, esa brecha, era justo lo que yo buscaba para vivir. Vivir lo ajeno hasta hacerlo propio.

Jamás sentí que el francés fuera una lengua extranjera. Era mi primera luz, mi primer amor. Una lengua es un gran cuerpo y yo me incorporaba. Una lengua es un mar y yo me puse a nadar en él.

Perder todos sus puntos de referencia permite encontrar otra cosa. En mi caso encontré mi creatividad. La inocencia ya perdida en la lengua primera, la lengua que damos tan por sentada que ya no nos sorprende más, vuelve a existir. En la lengua que uno va aprendiendo, cada palabra es mágica, como recién surgida de la nada, y descubrirla y usarla es un milagro. Cada palabra tiene peso, fuerza, y al mismo tiempo es totalmente leve y libre. Por eso el francés se convirtió en mi lengua de escritura. Abrió un espacio nuevo, un espacio de juego, de combinaciones y sonidos y sentidos nuevos. Siempre había pensado en ser escritora, pero fue en francés que me pasó. De hecho, cuando lo pienso, el deseo de escribir y el descubrimiento del francés son acontecimientos más o menos contemporáneos en mi vida. Nunca podré saber si habría escrito sin el francés, pero el francés fue la puerta que se me abrió.

Ahora, prepárense: acá viene el secreto del cómo se cambia de lengua materna. Lo digo en broma, por supuesto. No hay secretos, pero sí condiciones y maneras. Lo primero es querer con pasión. Quizás aquí, lo muy negativo, odiar lo que se es, se convierte en un motor para hacerse otro. Luego trabajar sin descanso. Ni bien poder conversar, hablar solamente con nativos, para no escuchar a gente cometiendo los mismos errores que uno. Les agradezco infinitamente a los amigos porteños que tuvieron la paciencia de soportarme con el castellano desastroso que tenía al principio.

¿Qué más, para cambiar de lengua materna? Dejar atrás su idioma, literalmente si se puede. Considerarlo muerto.

Y el otro secreto, menor pero decisivo: tener la nueva lengua siempre en la boca, aunque sea solamente con uno mismo. Al aprender francés, hace muchos años, yo lo hablaba siempre en voz baja caminado por las calles, lo dejaba fluir y cuando había algo que no sabía decir, tomaba notas mentales y al volver a mi casa, buscaba en el diccionario. Debían de creer que yo estaba loca—todavía no había teléfonos móviles— pero no me importaba. Así aprendí. Mi madre, que era monolingüe como toda mi familia, me preguntó un día en broma dónde se alojaba otra lengua completa en mi cerebro. Es como tener dos cabezas, le dije. La idea me quedó.

Pasaron muchos años así. Me casé con un francófono, tuvimos hijos y les dimos de entrada las dos lenguas maternas. Y un día hubo otra prueba en mi vida, otra necesidad de volver a nacer y, por tanto, otra lengua.

ACTO TERCERO: LA MUJER DE DOS CABEZAS EN BUENOS AIRES

Sin la muerte de mi hermana, no sé si habría pisado alguna vez las calles de Buenos Aires.

En mayo del 2010, Cari, menor que yo, murió a los 44 años de un cáncer de mama. Murió con muchas cosas sin hacer, antes que nada ver crecer a sus hijos. Entre el dolor y la furia, yo también pensé en las cosas que soñaba hacer y siempre iba postergando.  Quería escribir una novela; lo hice. También quería volver al castellano. Lo había estudiado en la escuela secundaria, me gustaba, pero lo había dejado para dedicarme al francés.

¿Por qué tanta urgencia para retomar una lengua? Es la manera, casi única, que encuentro para combatir la muerte y el olvido. Y rejuvenecer. Volver al principio del mundo cuando otra vez todo es posible.

Llevaba tantos años instalada en mis dos lenguas maternas, que empezar de nuevo con otra fue una prueba, pero también una delicia. Viajé a Buenos Aires para lograrlo. Nadar en aguas nuevas, hacerme totalmente nueva por segunda vez.

Volver al castellano fue como encontrarme con un novio muy amado de décadas atrás y darme cuenta de que me seguía gustando. Ya sé que volví tarde, que siempre me costará más escribir en español que en mis idiomas maternos, que siempre voy a equivocarme en muchas cosas, que siempre voy a tener acento, mientras que en francés no es así. Pero ya lo acepté, estoy en paz con mis imperfecciones y sólo pienso en el placer.

ACTO CUARTO: LA LENGUA FANTASMA

Ahora llegamos al segundo secreto, que de hecho es la cuarta lengua. Un secreto extraño, que estuvo todo el tiempo a la vista, como la carta robada de Poe, pero en el que nunca había reparado.

Hace tiempo, en las estaciones de trenes franceses, ustedes habrán visto, había carteles en los que se leía: Un train peut en cacher un autre. Un tren puede esconder a otro. Y pasa lo mismo con las lenguas: detrás de una, o por debajo de una, puede haber otra. Otro estrato. De nuevo la arqueología lingüística.

Una lengua puede contar para uno porque de entrada es suya, o porque uno la hizo suya. Pero hay más de una manera de no conocer un idioma, y mi ignorancia del alemán—la lengua perdida de mi familia— tiene otro peso que mi ignorancia del portugués, del polaco o del pashto, para quedarnos con algunas P. El alemán es mi lengua perdida, mi lengua fantasma.

Hace unos años, en Bogotá, los médicos descubrieron en el útero de una mujer de más de 80 años un feto calcificado, muerto unos sesenta años atrás y que nunca había sido eliminado. Se habla en tales casos de litopedia, de bebés de piedra. El alemán es mi bebé de piedra. Mi lengua de piedra. Pero también el río subterráneo que corre debajo de mi conciencia.

Mi historia con el alemán es que la mayoría de mis antepasados vino de Alemania, o más bien de Alsacia y Lorena, esa zona entre Alemania y Francia que los dos países se disputaron amargamente. Vinieron a Canadá en los años 1830 y 40, y no se movieron más. La ciudad donde vivían en Canadá era muy alemana, acuérdense—tan fue así que se llamaba Berlín. Los míos conservaron el alemán y lo transmitieron a sus hijos durante varias generaciones. Tres de mis abuelos lo hablaban todavía. Pero hubo un corte, un quiebre con la Primera Guerra mundial.

En Canadá, un próspero país manufacturero, se invitó a boicotear los productos alemanes. Dijeron que mi ciudad estaba llena de espías. Se agredió a varios líderes de la comunidad, se robaron un busto del káiser Guillermo que estaba en un parque, cosas así. Para una ciudad pacífica era mucho, era insoportable. Hubo un referéndum en 1916 y le cambiaron el nombre. Ahora se llama Kitchener. Lord Kitchener dirigió varias campañas imperialistas británicas, en Egipto, en Sudán, en Sudáfrica. Hizo muy feliz a los pobladores locales africanos quemando sus tierras y mandándolos a campos de concentración que amablemente les hacía construir.

La primera comunión de mi abuelo materno, Andrew Schmidt, tuvo lugar quince días después del referéndum que borró el nombre de Berlín. Su futura esposa tenía entonces nueve años. Cuando tuvieron hijos no les enseñaron su idioma; ya vergonzoso, ya peligroso, ya inútil.

¿Qué tiene todo eso que ver con mi vida? Es que debajo de los idiomas que hablo, hay este estrato desconocido, escondido, quizás reprimido en el sentido que lo entiende Freud. Y porque, muy tarde, hace dos o tres años, me di cuenta de los paralelos entre mi ciudad tan odiada y yo. En ambos casos, es una historia de lengua. Una lengua perdida o encontrada, la muerte de una ciudad bilingüe que pasó a ser monolingüe, de Berlín a Kitchener, y mi traslado a otra ciudad bilingüe, Montreal. Mi ciudad natal y yo tenemos otra cosa en común, el hecho de haber roto con el pasado por medio de un cambio de nombre. Al alejarme y romper, yo estaba repitiendo en cierto sentido, y sin saberlo, lo ya ocurrido, un trauma familiar y colectivo. Entre romper y volver, entre los verbos franceses renier y renouer, de sonidos tan similares y sentido opuesto, hay toda la diferencia del mundo, y ninguna.

Me gusta pensar que, en la lejana patria franco-alemana, mis antepasados posiblemente hablaban francés. Si es así, en vez de fundar algo totalmente nuevo, como lo pensaba, yo volvía a algo muy viejo, reanudaba en vez de cortar, o más bien, reanudaba al mismo tiempo que cortaba.

Así que no soy tan singular, tan diferente como lo pensé durante décadas. Me habría matado saberlo cuando era joven, cuando justamente hacía tantos esfuerzos para diferenciarme. Ahora me gusta mucho pensar en estas cosas. Me acercan a mis padres muertos, a mi hermana muerta, a todos aquellos que vivieron en alemán, su lengua viva, mi lengua fantasma. Y que siguen viviendo en mí.

ACTO QUINTO: ¿QUIÉN TE CREÉS QUE SOS?

Vivimos en un mundo de muros, de fronteras, de puertas cada vez más cerradas. Las lenguas no son así. La tierra, el dinero, los empleos, los alimentos, el tiempo, todo existe en cantidades contadas. Las lenguas son inagotables, infinitamente abiertas. Nadie—salvo a veces la vejez—puede robarnos nuestra lengua. No podemos impedirle a nadie que la aprenda. A una lengua nunca le pueden sobrar hablantes, ya sean nativos o no. Hay para todo, hay para todos.

El gran tema de mi vida, entonces, son las lenguas. Las transformaciones y los pasajes, las metamorfosis.Vivo de eso, de literatura, de traducción, de interpretación simultánea en las conferencias. Vivo con tres idiomas cada día, me hace feliz. Bailo entre lenguas. Ellas son infinitas. No tienen bordes ni límites. Un viaje sin fin, sin punto de llegada—porque no se trata de llegar, sino de gozar de la odisea. Como todos ustedes, yo estoy atravesada por idiomas, voces, textos. El pasado vive en mí y yo nado en tres mares y respiro tres aires.

“Quién te creés que sos?”, me preguntaba mamá.

– Una mujer feliz de dos cabezas, casi tres.”

“Cómo me hice francófona: arqueología lingüística. Recorrido en cinco actos, cuatro idiomas y dos secretos”
Lori Saint-Martin, Université du Québec à Montréal. 
Conferencia dictada en la Alianza Francesa de Buenos Aires en mayo 2019 en el tercer Congreso internacional de la Asociación Argentina de Literatura Francesa y Francófona.

Lori Saint-Martin es novelista y cuentista, traductora literaria y profesora de literatura y de estudios feministas en la Universidad de Québec en Montréal. Su libro de microrrelatos, Matemáticas íntimas (traducción de Jorge Fondebrider) se publicó en Buenos Aires (Milena París) en 2017. 

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