Cuando era apenas una niña en Francia, mi tierra natal, mi padre me llevaba a navegar por las aguas cercanas de Bretaña y el Mediterráneo. No le temo al mar.
En noviembre de 2019, me sumé a la etapa Mar del Plata – Islas Malvinas de una expedición con destino a la Antártida, como parte de la tripulación del catamarán NDS Evolution, un velero preparado para afrontar los hielos del Sur.
Las Malvinas generan sin duda una atracción muy particular: la de un territorio virgen, extremo, pero estratégicamente ubicado en la cercanía del estrecho de Magallanes. Es lo que cautivó a las potencias europeas y americanas, pero también a visionarios, entre ellos algunos franceses. Vivo en Argentina por lo que su historia política también me es conocida. En el transcurso del viaje, y luego de visitar Malvinas, una invitación inesperada me llevó hacia otro rumbo. A una isla con un solo habitante.
Un sueño realizado
Conocí a María José Sbarbi durante una conferencia sobre sustentabilidad. Junto con su marido poseen una empresa de parques solares. Nos hicimos rápidamente amigas. Juntas, nos atrevimos en el 2018 a participar de la Green Expedition, el primer rally de vehículos eléctricos que atravesó la Argentina de Río Gallegos a Salta, a lo largo de la Ruta 40.
Unos años atrás, María José había cumplido con su marido Alejandro el sueño de tener un barco propio y surcar los océanos durante un año, dando la vuelta al mundo. Cuando me comentó que el próximo destino era la Antártida a bordo de un nuevo velero, pregunté con mucha ilusión si quedaba algún lugar para compartir parte del viaje.
Travesía en buena compañía
Viernes, 22 de noviembre de 2019 Llego a Mar del Plata después de varias semanas en el exterior. Solamente pasé por Buenos Aires para cambiar el contenido de mi bolso y llenarlo de ropa de invierno/abrigada. De haber aterrizado un día más tarde, hubiera perdido la oportunidad de participar del viaje. El nuevo catamarán NDS Evolution de Alejandro y María José, preparado para afrontar los hielos del Sur está amarrado en el puerto militar, a proximidad del rompehielos ARA Almirante Irízar. Es una joya: casco de aluminio, 26,5 m de eslora, 12 m de manga, y todo el confort y el equipamiento adecuado para navegar en aguas heladas.
La tripulación incluye a Duarte el capitán, Andrés, su segundo y Rita, la cocinera, los tres provenientes de las Azores, excelentes marineros y compañeros de travesía. Entre los pasajeros, se encuentran, además de los anfitriones, el capitán de Navío Eugenio Facchin, gran conocedor del continente blanco por haber dirigido once campañas en la zona; el regatista y alpinista Eric Loizeau, más conocido como Captain« La Houle » y la exploradora Laurence de la Ferrière. Tanto Eric como Laurence forman parte de la Antartic Explorers, una misión con fines educativos y de sensibilización sobre el rol crucial del continente antártico en el equilibrio climático del planeta, auspiciado por el Futuroscope. Más tarde, ya en las Malvinas, se incorporarán tres miembros más: el explorador Alain Blanc, con su kayak a energía solar, el documentalista Bertrand Delapierre y la bióloga Hélène Dubrasquet.
La travesía, a veces tormentosa a veces serena, nos llevaría a pasar cerca de donde se hundió el ARA San Juan y avistamos Puerto Argentino, Port Stanley para los lugareños, en menos de una semana. Un espacio-tiempo perfecto para conversar con cada uno, sobre todo durante las guardias, donde la única tarea es mirar el horizonte. Eugenio Facchin[1], doctor en ciencias políticas, me inicia en la historia de la Antártida y sus implicancias geopolíticas; Eric Loizeau[2] me cuenta sus años al lado de Eric Tabarly, sus vueltas al mundo en solitario, sus hazañas en la Route du Rhum; Laurence de la Ferrière[3], una mujer tan delgadita e impecable en medio del océano, comparte conmigo sus asombrosas experiencias: la travesía de par en par del continente blanco en esquí o la dirección de la base francesa Dumont D’Urville en la Antártida y de sus veinticinco miembros, durante trece meses, aislados del mundo. Algunos de sus relatos, como cuando cayó al agua helada y salió airosa gracias a un palo que se congeló al instante, son de no creer.
[1] Facchin, Eugenio; Fontana, Pablo; Vairo, Carlos; Jara Fenández, Mauricio; León Wöppke, Consuelo; Llanos Sierra, Nelson; Fontes, Waldemar: Antártida. Verdad e Historia, Zagier&Urruty. [2] Loizeau, Eric, Pourquoi la mer est salée ? Et autres récits de marins, Voiles Gallimard. [3] De la Ferrière, Laurence, Seule dans le vent des glaces, Robert Laffont.
Pequeña Gran Bretaña
Jueves 28 noviembre Llegamos frente a Puerto Argentino por la mañana, el día es ventoso y gris, lo que nos obliga a anclar en la bahía antes de poder amarrar en la dársena de la ciudad y a recibir a las autoridades aduaneras a bordo. Horas después podemos desembarcar. La capital de las Islas Malvinas se reduce a una costanera y un par de calles perpendiculares (entre las cuales la Thatcher Road) donde viven unos 3000 habitantes en casas recién pintadas rodeadas por jardines, con escasos árboles resistiendo el rocío del mar, el granizo y el viento. Nos espera un supermercado, un salón de té muy cozy pese a su dudosa combinación de colores violáceos, unos pubs y contados restaurantes, tiendas de souvenirs, un museo y un monumento a los caídos al final de una vía. Por supuesto, ahí se conduce por la izquierda, los policías llevan los mismos atuendos que en Londres, las cabinas de teléfono son rojas y los estantes de los supermercados se parecen a los de cualquier negocio de Sussex si no fuera por la mercadería chilena. Me sorprende el origen cosmopolita de la gente que me atiende: la empleada de la aduana tenía claras ascendencias asiáticas; las cajeras del supermercado son oriundas de las Filipinas (me explicaron después que desembarcaron vía sitios de encuentros por Internet), el barrendero de la isla de Santa Helena y los expertos en desminado vinieron especialmente de Zambeze. A la noche, los dueños y mozos del restaurante donde cenamos son chilenos. Y el día siguiente, el chofer que nos lleva al cementerio de Darwin es… argentino. Uno de los 28 argentinos oficialmente registrados. Me cuenta que conoció a su mujer “kelper” en Buenos Aires, cuando su familia perteneciente a los Testigos de Jehová (vi un templo importante en el “centro” de la ciudad) se instaló por unos años en la Argentina. Una vez casados, y avecinándose la crisis del 2000, decidieron probar suerte en las Malvinas. Desde entonces, no para de trabajar en diferentes actividades, desde turismo hasta la construcción. Sus explicaciones fueron clave para entender mejor la vida local. Parece feliz con su elección, cuando describe su intensa actividad laboral, las ventajas económicas y su vida sencilla, segura y familiar.
Tierra adentro
Viernes 29 de noviembre Al principio, no tenía planeado ir a visitar el cementerio de Darwin, ubicado en la proximidad de uno de los sitios donde se dieron los primeros combates. Soy francesa y vivo en Argentina hace casi treinta años. Mi percepción de la historia tiene no solo que ver con el lugar donde vivo sino también con mi origen y formación. No me miran con recelo, pero no puedo evitar hacerme muchas preguntas.
Aprovecho las dos horas de camino para hacérselas al chofer y observar las grandes torres eólicas a lo largo de la ruta. Me cuenta que, a falta de madera local, los habitantes solían calentarse con turba y algunas maderas traídas de Patagonia o Tierra del Fuego. Más tarde, empezaron a recibir combustible desde Argentina y, de hecho, quedan enormes tanques vacíos de YPF en la bahía de Puerto Argentino. Pero hoy, una parte importante de la energía que alimenta la capital proviene de fuente eólica. El chofer me cuenta también que uno de los problemas ambientales que enfrenta la isla es el de los desechos, por no tener un volumen crítico para montar una planta de tratamiento, por la distancia geográfica, los altos costos y los pocos medios. Pero se nota que el gobierno local empezó a tomar medidas, primero entierro y quema y ahora selección y reciclaje. Ya funcionan un sistema de reciclaje de vidrio y otro para compostaje de los desechos orgánicos.
Llegamos al cementerio, un lugar despojado que genera una emoción especial al ver las cruces blancas alineadas. Corresponden a cada argentino caído, muchos jóvenes conscriptos, algunas todavía conservan como única inscripción “solo conocido por Dios” por no haber podido identificarse el cuerpo. Frente a las tumbas, a la dimensión trágica y absurda de estas muertes, me pregunto si existirán en el mundo otros cementerios que reúnan a soldados caídos en territorio “enemigo” y recuerdo un cementerio alemán de la Primera Guerra Mundial en el Norte de Francia. Le pregunto a mi guía cómo surgió este espacio de memoria y me explica que todo empezó cuando el gobierno del Reino Unido propuso, después de la guerra, enviar los cuerpos de los fallecidos al continente. La mayoría de las familias contestó que al considerar a las Malvinas un territorio argentino, no era cuestión de repatriarlos. Así fue como se gestó el cementerio actual, ahora mantenido por la Comisión de Familiares de los Caídos, si bien cada modificación tiene que obtener la aprobación del gobierno de las islas.
Fin del mundo
Sábado 30 de noviembre Han pasado solo 9 días desde que embarqué en Mar del Plata, el NDS Evolution y la misión Antartic Explorers tiene que seguir su rumbo hacia la Antártida. A partir de ahora, queda una sola escala más -Beaver Island- para que yo pueda dar media vuelta antes de que se inicie un mes de navegación por las aguas australes. En la isla, situada en el extremo sur del archipiélago, vive desde los años ‘80 Jérôme Poncet, un amigo de larga data de Éric Loizeau, gran navegante como él. Antes de viajar, habíamos tenido un intercambio de mails en los que me había ofrecido quedarme en su casa de Puerto Argentino, ya que planeaba pasar unos días en la ciudad para esperar el vuelo semanal de regreso hacia Chile (los vuelos hacia la Argentina son muy escasos).
La travesía entre Puerto Argentino y Beaver Island tardó casi un día, durante la cual seguimos la costa viendo acantilados, tierras vírgenes y playas de arena blanca.
La entrada en la bahía donde vive Jérôme tiene algo de solemne y emotivo. Llegamos a un lugar tan remoto y sin embargo habitado. Ahí se termina mi travesía, ahí tengo que subirme a una avioneta, la misma que trae al resto de la expedición francesa. Desembarco con Eric y Laurence y conozco por fin al dueño del lugar, enfundado en su overol manchado de pintor, pucho en la boca, bigote de morsa y gorra de marinero. ¡Una joven llama lo sigue como si fuera un perrito!
Cuando estoy por partir, Jérôme me pregunta si no me gustaría quedarme unos días más en la isla. Una avioneta vendrá con un comprador de lana y puedo irme entonces. Enseguida acepto. Había visto a lo lejos a unas personas pasear por los alrededores y pensé que eran sus hijos. Pero pronto me doy cuenta de mi error: son tripulantes de un barco que había anclado por unas horas. Comprendo, entonces, que estaré sola con el dueño de Beaver Island, en el fin del mundo y por varios días.
Días para compartir
Domingo 1 / viernes 6 de diciembre Salí a caminar. Una zorra me acompañó, avisté pingüinos, leones marinos y un ave imponente, una suerte de carancho, que sobrevolaba por encima de mi cabeza en forma bastante amenazante.
Me instalo en la casa principal que solía ser el casco del settlement, fundado al final del siglo XIX. El interior es sencillo, dos cuartos y un salón dotado de una amplia bow window con vista al mar. La luz persistente y suave de la velada austral al umbral del verano da al ambiente una paz increíble y me siento bien, pese a la rareza de la situación. Con Jérôme, no nos queda otra posibilidad que aprender a conocernos.
Aunque vestido con mameluco, mi anfitrión cocina como un chef francés con los ingredientes que tiene a mano, huevos de pingüinos, ragú de renos, hígado de cordero, merengues, pan casero… poco a poco, estoy lo suficientemente en confianza como para agarrar -para intercambiar gentilezas- un trapo y un cepillo de dientes viejo y limpiar el baño y la cocina hasta los últimos rincones. A veces percibo a un Jérôme algo nostálgico, desanimado por los dolores físicos y los signos de la vejez, a veces burlón y como poniéndome a prueba.
Pasan los días fuera del mundo, fuera del tiempo, cada uno ocupado con sus actividades diarias: pintar, arreglar la casa y el barco, cocinar, cuidar la huerta, ocuparse de las ovejas para él; escribir, traducir una novela y pasear para mí. Un día, al ver el agua tan cristalina del mar sobre la playa de arena blanca, me tiro al agua acompañada por un pingüino. Tardé un día entero en recuperar el calor corporal.
Durante las comidas, tenemos charlas interminables. Solo hace falta una palabra, una pregunta para trasladarnos a otras épocas: a bordo del Damien, este velero de apenas diez metros tan ansiado y ahora mítico, construido por Jérôme y un par de amigos veinteañeros durante los años ‘70. Vivieron una odisea de cinco años, dieron vueltas al mundo e incluso navegaron por el río Amazonas.
Al ver una foto de Jérôme vestido de “pingüino” (quiero decir de lo más elegante con su frac) recibiendo de las manos del príncipe William la anhelada Polar medal, le pregunto también por su relación con la Antártida. Me cuenta que exploró el continente sin descanso con Sally (su entonces joven esposa rubia de la cual está divorciado, que intuimos bella y esbelta bajo su gorra y anorak), lo recorrieron a pie, con esquíes, en trineo, pasaron inviernos prisioneros de los hielos. Ahí fueron concebidos, nacieron y se criaron sus hijos. Todos los años, Jérôme necesita volver a este continente sin civilización humana, pero poblado de vida animal: lobos de mar, pingüinos de todo tipo, ballenas, orcas y aves, miles de aves. Con Sally, dedicaron gran parte de su vida a estudiar la fauna local, a clasificarla, y más tarde a acompañar equipos de científicos británicos y documentalistas de la BBC, Richard Attenborough incluido.
En el transcurso de los días, de las tareas cotidianas que compartimos, las caminatas por la isla hacia playas de arena blanca o los acantilados, y los relatos de mi compañero de retiro, empecé a entender mejor el poder de atracción de estas tierras a priori tan hostiles. En particular, me interesé por la presencia francesa en la zona. Me ayudó el maravilloso libro escrito por el historiador argentino Rafael Saiegh Francia en las islas Malvinas.[4]
[4] Saiegh, Rafael. Francia en las islas Malvinas, Buenos Aires, Emecé.
Utopía y realidad
Louis Antoine de Bougainville, desembarcó en 1764, después de haber armado la expedición con fondos propios y la aprobación de las autoridades reales, plantó la bandera francesa y fue el primero en colonizar la Isla Soledad y fundar la ciudad de Port-Louis. Llevaba con él a colonos franceses provenientes de Acadia (actualmente Canadá) deportados por rehusarse a jurar lealtad a la corona británica luego de la catastrófica derrota francesa en la Guerra de los Siete Años.
Los ingleses también le habían echado el ojo al archipiélago: en 1765 el Comodoro John Byron de la Marina Real británica plantó una bandera en la isla Saunders. Así como los españoles, quienes desde los inicios del descubrimiento de esta tierra austral, no dejaron de reclamar el territorio al considerarse dueños de esta parte del mundo, según el tratado de Tordesillas. El Rey de Francia, para permanecer en buenos términos con su pariente Borbón, con quien estaba ligado por el Pacto de Familia, y mantener un frente unido contra el enemigo inglés, propuso al Rey de España que le pagara varios miles de libras a Bougainville para quedarse con las islas. Trato hecho en persona. El intrépido navegante oriundo de Saint-Malo (de ahí el nombre de las Malvinas) siguió entonces con sus viajes y realizó una circunnavegación del globo que tuvo una gran repercusión gracias a sus relatos.[5]
[5] Louis Antoine de Bougainville: Voyage autour du monde par la frégate La Boudeuse et la Flûte l’Etoile.
No fue el único francés en interesarse por las Malvinas. Descubrí, visitando el museo y leyendo archivos que Louis Vernet, nacido en Hamburgo en una familia gala exiliada por cuestiones religiosas y formado en Estados Unidos, desembarcó en 1819 en una Argentina recién salida de las guerras de independencia. Este joven hombre de negocios vislumbró que el archipiélago, entonces ocupado por una guarnición argentina, podría ser un lugar para desarrollar la cría de ganado y la caza de focas. Su primera expedición resultó un fracaso, pero la segunda prosperó. Se radicó en la isla con su familia, siguió con sus negocios, incorporó a colonos de orígenes diversos, negoció con pueblos nativos de Patagonia, mantuvo contacto cercano con los británicos, y además fue nombrado Primer Comandante Político Militar, lo que le permitía hacer respetar los derechos comerciales que le había concedido el gobierno de Buenos Aires. Un conflicto con un buque americano que no reconocía su exclusividad, seguido por el asalto en represalias por el USS Lexington en 1831 terminaron con la experiencia colonizadora.
Un tercer francés, el comandante Joseph François Étienne Mestivier, fue entonces nombrado Comandante Civil y Militar de las islas Malvinas en 1832 por el gobierno de Buenos Aires y mandado para restablecer el orden. Pero el ex oficial bonapartista fue asesinado durante un motín al poco tiempo de haber llegado y el territorio vivió un periodo de caos que los ingleses aprovecharon para concretar su invasión y quedarse.
Louis Vernet, llevado a la bancarrota, no dejó de reclamar indemnizaciones frente a los gobiernos británico, estadounidense y argentino, e incluso propuso, sin éxito, a las nuevas autoridades volver a las islas para seguir con el desarrollo de lo que había emprendido. Pese a los mediocres resultados de sus años de reclamos (la corona británica terminó dándole una mera indemnización y Argentina entregó tierras a sus descendientes por la zona del Chaco a modo de desagravio), siguió desarrollando otros emprendimientos en la Argentina: se le atribuye, entre otros, el descubrimiento de un tratamiento químico conservador para el cuero, que resultó muy útil para las exportaciones del país. Hoy, los argentinos lo consideran como un prócer de las Malvinas.
Los tiempos modernos tienen a Jérôme, otro personaje fuera de lo común, libre, soñador e intransigente. Buscaba vivir cerca de la Antártida, lejos de la civilización, en un lugar salvaje y olvidado donde se pudiera estar en familia los meses de invierno antes de iniciar las campañas de navegación veraniegas. A principios de los años 80, después de haber vivido varios años a bordo de su barco, se enteró que se vendía una isla de cinco mil hectáreas en el sur de las Malvinas, perteneciente a una compañía lanera cuyos dueños eran argentinos. Fue directo a Buenos Aires a negociar la compra de su paraíso austral, justo a tiempo antes de que empezara la Guerra de las Malvinas.
Para quien buscaba refugio y paz, la noticia bélica resultó un tanto adversa, pero siguió con su proyecto y se convirtió en el dueño de una explotación de 3000 ovinos.
Lo que tampoco había planeado fue que el conflicto pusiera el foco sobre el archipiélago, ni los efectos inesperados que generaría en la vida de los isleños. La política de Londres dio un giro radical: llegaron inversiones, el gobierno local fue autorizado a explotar los derechos de pesca en sus aguas, se construyó un importante aeropuerto junto a una base militar, se llevó adelante una reforma agraria, y los habitantes recibieron salud y educación gratuitas, incluyendo los estudios universitarios en el Reino Unido. Transformada socialmente y próspera, la comunidad local fortaleció más que nunca sus vínculos con la corona británica. El sueño de Jérôme, la oportunidad de crear una sociedad renovada y autárquica, se esfumó cuando los habitantes expresaron en ocasión de una consulta su voluntad al casi 100% de seguir formando parte del sistema británico. Quedó entonces la irreductible Beaver Island, último rincón utópico de los territorios australes, con ansia de libertad e ideales.
Vuelta
Sábado 7 de diciembre Dejo la isla de un solo habitante. Le digo adiós a Jérôme. No sé cuando volveremos a vernos. Siento que no soy la misma que llegó. Necesitaré mucho tiempo para poder organizar lo que hoy son estos apuntes de viaje.
Regreso a Puerto Argentino a bordo de la avioneta que conecta las islas de la zona sur del archipiélago. La pista de despegue de Beaver Island se resume a un área bastante plana de pasto equipada con una manga de viento, hoy en posición horizontal… Como si fuera un colectivo, la avioneta para en cada asentamiento perdido entre las islas, entrega el correo y encomiendas, levanta gente mientras el piloto aprovecha para bromear con los lugareños.
Jérôme, como había sido inicialmente previsto, me presta su casita en la “capital”, de Malvinas, rodeada por un jardín donde crecen plantas de ruibarbo. Ahí esperaré mi vuelo de regreso. Me ha dicho que no hay llaves. Solo tengo que empujar la puerta para entrar. En unos días estaré de nuevo en el continente.