El tipo del bar armaba un Campari con destreza de cirujano. Colocaba una rodaja de naranja con una habilidad inusitada. Utilizaba una pinza que la introducía entre los hielos, el jugo de naranja y la bebida sin chorrear una gota. Acá está, dijo, como si entregara una bomba de relojería. Ambos observamos su obra. No hay nada que hacer, la normalidad es vida. Una frase que pronunció rápido, complacido, con una risa lacónica mientras una chica le pedía otro trago.
Volvimos. Nos metieron en la normalidad de la misma manera que aceptamos adentrarnos en el largo camino del aislamiento y distanciamiento. Ahora aquí en la calle, ocupamos el espacio público y aquellas rutinas que habíamos abandonado. O tan solo volvemos a apuntar en el haber de nuestra historia personal esas rutinas que se cayeron, que se desgastaron o se disolvieron.
Nunca es tan valorada una rutina como cuando se cae de manera abrupta. Todos y todas tenemos una Bastilla que fue tomada y reducida a polvo. La vida anterior a la pandemia tiene un lugar en actuales nostalgias ciudadanas.
Ese, un universo vintage, se ha vuelto pegajoso y múltiple y en parte, esa rememoración de un pasado no tan lejano, organiza parte de nuestras vidas. Posiblemente terminemos organizando la Asociación de Veteranos y Veteranas del Covid, creo que sería la mayor organización del mundo, me apunta una psicóloga que se pasó la pandemia atajando penales de la psiquis.
La vuelta a la normalidad es una forma de alejarse de la muerte constante, repetitiva y televisada. Volveremos a morirnos con tranquilidad pero sin salir en la televisión (aunque sea al modo de una estadística). La pronunciación de ese alejamiento tiene algo de victoria. Zafamos de pedo, hace un año esto estaba lleno, me dijo una enfermera del Hospital Italiano señalando un sector de internaciones. Con la extensión de la vacunación se hizo una pausa en la debacle existencial. La muerte fue puesta en su lugar. En aquel puesto que le correspondía antes de la pandemia. Esta relocalización del final genera beneficios y alivios.
Quién aspire a representar la vuelta a “la normalidad” se puede hacer de un alto patrimonio político. Mientras quien quede vinculado a las restricciones agudas inevitablemente se pegotea con la asfixia y el inmovilismo.
La pandemia tuvo algo de esa serie “Secretos de un matrimonio”. Un ambiente asfixiante donde solo discuten dos personas. La sensación de encierro y angustia copa toda la escena. Nos recuerda el poder de la fragilidad humana entre cuatro paredes. Si la veíamos un año atrás varias psiquis hubieran saltado por los aires, me alertó una antropóloga visual. Ni la veas.
Deseamos recompensa. Que traigan una “libra de espíritu” para reparar nuestra odisea pandémica. Nos lo merecemos! Mi psicóloga me anunció que se tomaba un mes de vacaciones: ¿podrás recomendarme psicólogo/psicóloga para pasar el “frio” de noviembre?”
La vuelta, la búsqueda de restitución de lo que creemos que debe restituirse no será ni fácil ni se será como lo imaginamos. El arte de la política parece enfocado a otorgar “normalidad” en un país atravesado por la polarización política, la precariedad económica y realidades cambiantes. Estamos ante una “normalidad herida”. Insuficiente (no encuentro mejor palabra) en relación con el mundo anterior y dramatizada por biografías despojadas de empleos y accesos a servicios públicos y sociales. Hay algo del desespero y de desesperanza frente a esta realidad paradójica. Miles de millones de vacunas que invadieron el mundo, que ayudaron a detener la muerte, no pudieron restañar eso que se perdió en el fuego de la pandemia. Ni las vidas ni ese mundo simbólico y vincular que languideció o que se transformó en otra cosa. Tenemos un agujero negro con el cual vivir.
Hace un año, en tiempos difíciles, el arte de la escritura se practicaba bajo las condiciones del encierro y del aislamiento. Se escribió (y pensó) mucho bajo el signo del sacrificio. Sacrificar pequeñas libertades y deseos en el nombre del cuidado individual y colectivo. Sacrificar tiempo a esos territorios del placer y bienestar (cultural y económico) que se habían logrado. La promesa del sacrificio es en nombre de algo mejor y este es el problema en el que nos encontramos en la actualidad: ¿dónde está eso?
La presión de las subjetividades sobre el sistema político y económico obligó a sortear las vallas y restricciones. Salimos al encuentro del otro y de la otra. Tomamos las plazas, hicimos el cumpleaños de nuestros hijos e hijas allí. Las llenamos de sanguchitos de miga y cupcakes. La ciudad fue dispuesta para que las subjetividades pospandémicas la ocupen. Se revitalizó el “aire libre” y el no encierro como las acciones de Facebook o Zoom.
Una ciudad a cielo abierto donde el encuentro social asume nuevos ritmos y gestos. En la calle y en las plazas existe una explosión social del encuentro. Una interesante puesta en marcha de desvirtualización de las vidas. Habíamos sacado el cuerpo de la escena social y ahora hay que volver a reintroducirlo. Y en ese proceso, nunca fácil, se pueden tejer nuevas formas de vínculo social que rediseñan el futuro inmediato.
En este último tiempo nos alejamos de la muerte, pero paradójicamente, ella regresa en otro formato y narratividad. Y la consumimos. Parece ser una muerte más aceptable y más morboseable que la que nos proveía la pandemia. El éxito de la serie “El juego del calamar” nos advierte sobre esto. Sin pena podemos metabolizar cómo desesperados y desesperadas compiten poniendo en juego sus vidas. Claro, la ponen ellos y ellas y no nosotros y esa la idea sobre la muerte. Que en principio la ponga otro.